Agnósticos de misa diaria

Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto. Lc 16,31

Estaba pensando en lo bien que se nos da defender verdades desconocidas, especialmente si se trata de decidir quién es bueno y quién malo, quién se salva y quién se condena. Señalar con el dedo acusador, detectar infieles, quemar herejes, son deportes a los que como Iglesia siempre nos ha costado renunciar. Tal vez por eso, en una parábola tan simbólica como la de Epulón y Lázaro, los sermones se llenan nuevamente de balanzas y de sobrecogedoras llamadas a la conversión y la misericordia.

Pero Jesús no iba por ahí. La parábola nos sitúa en la triste realidad de los que aman intensamente al Dios del cielo, pero olvidan al Dios de la tierra, el encarnado, el que desciende a los infiernos una y otra vez, el que posibilita encuentros, y cercanía, y sentido. Nos sitúa en aquella herejía, tan antigua como actual, que sigue creyendo en eso de que preguntar por las causas de la injusticia social es cosa de «rojos»; esa misma herejía de los que ven a Dios en su misa diaria, en sus imágenes sobrecargadas de brocados y joyas, en sus oraciones interminables y aburridas, pero en realidad pasan olímpicamente de Dios, están tan seguros en sus invernaderos que no creen «ni aunque resucite un muerto».

Creer en el Dios de la tierra nos devuelve a esa búsqueda que está en el origen de todo seguimiento, nos pone al nivel de quien camina con nosotros, nos abre posibilidades nuevas de fe, de encuentro, de acogida; nos hace verdaderamente cristianos. Muy lejos de todo eso, encontraremos a nuestro lado, a veces en nosotros mismos, verdaderos agnósticos de misa diaria.

DIOS DE LA TIERRA (Brotes de Olivo)

Cuántas tragedias padece el mundo,
cuántas demandas a Dios hacemos,
y cuántas veces Él no contesta:
parece sordo, guarda silencio.
Da la impresión de que no le importa
tanto dolor, hambre y sufrimiento,
y surge una luz que nos recuerda
lo que ya nos dijo en otros tiempos…

“Cuando en verdad seáis uno,
en la tierra me verá mi pueblo.
porque juntos-conmigo sois yo,
Enmanuel, el mismo Dios del cielo.
Y de todo eso que me piden,
dádselo vosotros, de lo vuestro.
Yo, desde los cielos, no haré milagros:
vosotros, Dios de la tierra, hacedlos.”

Cuanto menos afines seamos,
con más motivo hemos de hacerlo.
Y al buscar lo bueno que hay en todos,
Dios mucho más nos saldrá al encuentro
para hablarnos del Dios de la tierra,
y por qué razones no lo vemos.
Nos dirá que por cerrar los ojos
del alma que nos hace ir ciegos.

Sólo buscando con los distintos
en el Dios Uno nos fundiremos,
y si somos miembro libre y fiel,
con más sed ser cuerpo ansiaremos.
Y hallaremos al Dios de la tierra
fruto de la oración en silencio
y todos verán en los tejados
lo mucho rezado en lo secreto.

Indiferencia

No me buscáis porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros. Trabajad, no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna. Jn 6,25

Aquellos ascetas que hacían de la indiferencia virtud, no podían imaginar lo que hemos conseguido hacer de ella. Somos capaces de tener ante nuestros sentidos los deseos siempre soñados y, por arte de no se sabe qué, dejarlos pasar, indiferentes, abstraídos por una vida que ni siquiera sentimos intensamente. Sobreestimulamos tanto nuestros sentidos que poco nos sorprende; aprendemos a caminar tan a largo plazo que la urgencia por llegar nos despista de la belleza del mismo camino; presentimos tantas victorias finales dando sentido a nuestra vida que olvidamos las difíciles victorias diarias que suponen conocer, amar, perdonar, levantarse; esperamos cambios tan grandes y tan absolutos que nos perdemos el milagro constante de la vida.

Es esa indiferencia la que nos hace cristianos insignificantes, religiosos apegados a costumbres y a finales que nos hacen poco creíbles, gente de palabras y promesas pero no de gestos. Y la vida se nos acerca cada día, tanto y con tanta intensidad que nos pilla de nuevo descolocados, sermoneando tal vez sobre lo bonita que es y la importancia de celebrarla, pero sin vivirla, solo pasando de puntillas. Es una vida que nos acecha, con la misma fuerza que los que se encaraman a las vallas de Melilla o corren en Calais para entrar al Eurotúnel, tal vez sea esa fuerza la que nos ha acabado haciendo indiferentes, porque nos damos cuenta de que las arrugas de nuestra fe no nos hacen más sabios sino más tristes.

Jesús siente que aquellos que le siguen también andan indiferentes, se quedan mirando el dedo que señala la luna, incapaces de atreverse a levantar una mirada que cambiará su perspectiva y también sus vidas. Eran buscadores de milagros a los que se escapaban esos otros signos que nos reconcilian con la vida: saludar a un desconocido, escuchar a un amigo sin mirar el móvil a cada instante, llamar a alguien de quien hace tiempo no sé nada, visitar a un enfermo, sonreír, dar una moneda al que me pide en el semáforo, abrazar, confiar, sentir que me tiro a la vida sin red.

La indiferencia no es ya virtud sino pecado, porque nos acerca al reino de lo fácil y nos aleja de las presencias que realmente nos salvan; nos promete una vida sin obstáculos que en poco tiempo nos descubrirá viviendo junto a otros pero realmente solos, buscadores de experiencias cada vez más significativas, pero individuales. Cuando seamos capaces de nuevo de contar a un amigo cómo estamos, cara a cara, sin utilizar Facebook o WhatsApp, y nos importe que sea él, o ella, quien nos escuche, sin importarnos si el resto del cibermundo queda ignorante ante nuestra vida, entonces, solo entonces, estaremos tomando un alimento de vida eterna.