Vengo diciendo que vivimos en la prisa, que se ha convertido en nuestra principal compañera de viaje. Transitamos la vida entre el tiempo de la víspera y el siguiente paso que debemos dar, lo que a veces nos atrapa en una pedagogía de la inmediatez, donde la velocidad para aprender algo nuevo está íntimamente ligada a la necesidad de olvidar rápidamente lo ya aprendido. En este proceso, acumulamos ideas y conocimientos como si fueran piezas intercambiables, pero sin darles el tiempo y el espacio necesario para arraigarse, para que se conviertan en parte de quienes somos. Es así que se produce una profunda desconexión entre el aprendizaje y la sabiduría: aprendemos a la carrera, pero olvidamos la importancia de detenernos, reflexionar y construir algo duradero.
Se hace imprescindible una pedagogía de la lentitud, que nos invite a reconectar con el ritmo propio de la vida, conjugando el tiempo y el espacio de una manera más consciente y significativa. Sin embargo, solemos encontrarnos que nuestra obsesión por gestionar bien los espacios, demasiadas veces dejamos que el tiempo nos desborde. Nos lanzamos a una carrera frenética por organizar y consolidar nuestro entorno, por alcanzar metas y estructurar nuestras vidas, pero sin dar el tiempo necesario para que las cosas sucedan. Este afán por conquistar lo que nos rodea nos acaba llevando al tedio y la rutina, porque en lo construido no hemos dejado el espacio necesario para madurar. Terminamos cambiando de lugar o de contexto una y otra vez, esperando encontrar ese espacio perfecto en el que quedarnos a vivir, pero siempre insatisfechos, porque no hemos aprendido a habitar plenamente el momento presente.
Otras veces, vivimos obsesionados con el tiempo, pero sin prestar atención al espacio en el que transcurre. La prisa por hacer y deshacer, por avanzar, nos lleva a una intemperie en la que hemos olvidado la importancia de crear espacios de acogida, de cuidado y reflexión. Vivir así nos aleja de la riqueza que proporciona un entorno cultivado con esmero, donde el pensamiento y el sentimiento pueden florecer. La pedagogía de la lentitud nos recuerda que el tiempo, sin un espacio que lo sostenga, se disipa sin dejar huella, y que los espacios vacíos de significado y de su propio proceso temporal no son capaces de retener el valor de lo vivido.
Esta pedagogía también nos habla de vulnerabilidad, aspecto esencial de nuestro ser, que la prisa y la inmediatez tienden a ocultar. La lentitud nos obliga a enfrentar nuestra propia fragilidad, reconociendo a su vez la de los otros que nos acompañan. Nos invita a acompañar, en lugar de imponer; a escuchar, en lugar de apresurarnos a hablar. Es una pedagogía que encuentra en el silencio tanto valor como en la palabra, que entiende que el verdadero aprendizaje no es solo una transferencia de información, sino un proceso de acompañamiento mutuo en el cual el crecimiento se da tanto en el que da como en el que recibe, tanto en el maestro como en el alumno.
La pedagogía de la lentitud es un desafío para repensar nuestra relación con el tiempo y el espacio, para no sucumbir a la lógica del más rápido y más eficiente, para crear espacios donde sea posible vivir, pensar y sentir con mayor profundidad. Solo cuando aprendemos a detenernos y a estar presentes, podemos realmente habitar la vida en toda su lentitud.

