Libros quemados

La primera vez que leí Fahrenheit 451, esa maravillosa novela de Ray Bradbury, apenas comenzaba a despertar mi sentido crítico. Abrumado por el argumento distópico, pensé que la novela era un buen alegato contra la quema de libros y el deseo de acabar sistemáticamente con la cultura y con su herencia en nosotros. Tuvieron que llegar nuevas lecturas para reconocer que el verdadero argumento no está en los libros que se queman sino en las personas que deciden echarlos a la pira o salvarlos, sobre todo en ese posicionamiento, ese dejarse hacer preguntas, ver más allá de las propias circunstancias.

El 10 de mayo de 1933 la federación nazi de estudiantes realizó una quema pública de libros antialemanes en la Plaza de la Ópera de Berlín y en otras veintiuna ciudades universitarias. Entre otros muchos, ardieron los libros de Heinrich Heine, Walter Benjamin, Ernst Bloch, Bertolt Brecht, Albert Einstein, Karl Marx, Joseph Roth, Stefan Zweig, Joseph Conrad, Aldous Huxley, James Joyce o Hemingway. La mayoría de los autores eran contemporáneos, de hecho alguno incluso pudo ver cómo echaban al fuego sus obras, pero también los había de siglos pasados, como Heinrich Heine, un poeta alemán de finales del XVIII. Curiosamente, Heine había escrito en uno de sus poemas, Allí donde se queman libros, se acaba quemando también personas. Por desgracia, no le faltó razón.

Prohibir, corregir, incluso quemar libros, es una constante de nuestra historia como humanidad, un gesto simbólico de la imposición de un pensamiento cerrado frente al pensamiento propio y crítico. Solo hay que escuchar algunas ideas, determinados argumentos o propuestas, para darnos cuenta que hay personas, sobre todo en puestos de responsabilidad o de generación de opinión, que no leen, son más de quemar que de abrir libros.

El pretexto más empleado, lo sé porque me lo han dicho directamente, es la necesaria protección de las mentes débiles y no formadas, a las que se debe evitar un pensamiento dependiente de lo que otros digan. Afirmaba la octava tesis de las doce que justificaron la quema de libros de 1933, Exigimos de los estudiantes alemanes la voluntad y la capacidad para el conocimiento independiente y las decisiones propias. Es decir, quiero que pienses independientemente y tomes decisiones propias, pero en el marco estrecho y controlado que yo te dé. Sí, los libros son peligrosos, porque no vienen con marco que limita sino con tapas que se abren. Por eso mismo las bibliotecas son los primeros edificios en arder cuando a un pueblo llegan los talibanes, los wagner o cualquier tropa que exige decisiones propias, pero acordes con el régimen.

Bradbury, que escribe su novela justo veinte años después de las hogueras alemanas, no pierde la esperanza en la humanidad, tan maravillosa que nunca se descorazona o disgusta tanto como para no empezar de nuevo, sabe muy bien que su obra es importante y valiosa. Ese es el mensaje, que considero más utópico que distópico, más esperanzador que desalentador: somos capaces de convertir lo quemado en rescoldo de resurrección, la ceniza en signo de vida, la pérdida en anhelo, el conocimiento en arma sin límites.

No me puedo resistir a compartir unos versos del poema Die Bücherverbrennung (La quema de libros), del alemán Bertolt Brecht, tienen poco que comentar, porque dejan sin aliento:

Un poeta perseguido, uno de los mejores,
estudiando la lista de los prohibidos,
descubrió horrorizado que sus libros habían sido olvidados.
Se apresuró a su escritorio llevado por la ira,
y escribió una carta a los dirigentes.
¡Quemadme! escribió con pluma voladora, ¡quemadme!
¡No me hagáis esto! ¡No me dejéis atrás!
¿No he contado siempre la verdad en mis libros?
¡Y ahora me tratáis como a un mentiroso!
Os ordeno, ¡quemadme!

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