Permanecer atento a una llamada, y hacerlo a lo largo de una vida, es algo parecido a intentar descubrir el tipo de pie que dejó la huella encontrada. La profundidad de la huella, la marca del arco, la presión de los dedos…, no podrán más que acercarnos a cómo es en realidad el pie; la dirección y la distancia con otras huellas, sólo nos dirán su orientación y prisa a la hora de caminar, pero nunca su destino, ni sus marcas, ni el lugar donde realmente vive, ni el corazón lleno de sentimientos que transporta.
Cuando, en mi atrevimiento, o en mi opción meditada, soy capaz de medir mi pie en la huella encontrada, descubro, casi siempre con asombro, así es como me desconozco, lo lejana que esa huella está de mi pie, la inquietud que me devuelve lo que creía controlado y ahora me sobrepasa, lo que aún debo crecer, madurar, conocerme y conocer, para que mi huella, en cualquier playa de este mundo, sea huella de mi pie, mía al fin, reconocible, mía.
Seguir la llamada supone perder el miedo a colocar tu pie sobre las huellas de Dios sobre el mundo, y es perder también el miedo a que, más adelante, sin prisas, otros puedan también colocar sus pies sobre tus huellas.