La intemperie y sus honduras

Vivir a la intemperie no es solo quedarse sin techo; es aprender a mirar sin amortiguadores. Si en las anteriores entradas dijimos que el coraje consiste en exponerse con lucidez, hoy toca nombrar el ruido de fondo que zigzaguea entre el corazón, la mente y la garganta: la angustia.

Heidegger la llamó temple o estado de ánimo fundamental. No es un capricho psicológico, sino la forma en que, de pronto, el mundo se desplaza y nos deja ante la nada. No porque “pensemos la nada” con la cabeza, sino porque la sentimos con el corazón. La lógica niega, pero antes de negar ya hemos sentido el vacío. La angustia nos pone frente a esa relación viva con la nada. Por eso des-vela lo oculto: al angustiarnos, el suelo de lo habitual se retira y aparece lo que realmente somos.

Antes que él, Pascal ya había escrito: “El silencio eterno de esos espacios infinitos me espanta”. Nombraba ese desamparo cósmico que obliga a buscar amparo con hondura, no con entretenimiento. La angustia no es enemiga: es semáforo. Señala que no bastan las distracciones; o nos recogemos, o nos perdemos.

Sartre, por su parte, desenmascaró la mala fe: esa costumbre de huir de la libertad como quien cambia de canal. Huir de la angustia —dice— es otra manera de tomar conciencia de ella: “somos la angustia para huirla”. Porque mientras escapamos, sabemos que escapamos; y esa huida ya es una forma de sabernos libres y responsables. Fingir que no elegimos es la gran mentira: la de cosificarnos para no responder.

¿Cómo se siente esa huida por dentro? Esquirol lo intuye así: la realidad se vuelve masa viscosa, homogénea, que nos atrapa si no cultivamos la proximidad y la casa interior. Frente al nihilismo domesticado, propone resistencia íntima: menos retórica y más cuidado, menos espectáculo y más trato con lo cercano. La angustia no se cura con distracciones; se habita con presencia, con hogar y con nombres propios.

Tampoco la tradición cristiana cancela la angustia: la convierte en punto de partida, la atraviesa con confianza. Como recuerda José Carlos Ruiz, cuando Adán y Eva salen del paraíso “toman conciencia de lo que son: humanos, mortales, desprotegidos… y por primera vez adquieren el sentido del paso del tiempo”. Ese descubrimiento duele, pero inaugura algo decisivo: identidad y proyecto. La expulsión no es solo pérdida; es aprendizaje de límites y comienzo de la construcción de uno mismo. El coraje cristiano consiste en afrontar la desesperación desde la fe, sabiendo que la intemperie no nos define si nos sabemos sostenidos por el amor.

¿Qué hacemos con la angustia? Aprenderla al modo de Kierkegaard y Heidegger: escuchar lo que revela —nada, finitud, libertad— y dejar que afine nuestra mirada. No dramatizarla ni negarla. No demonizarla (no es un fallo), ni sacralizarla (no es un ídolo). Acogerla como semilla de presencia.

La fe tiene la capacidad de convertir la angustia en decisión y abrazarla desde la confianza. No se trata de un optimismo de sobremesa, sino de la certeza de que no caminamos solos, aunque el cielo se llene de nubes. En clave cristiana, la esperanza no anestesia: da fuerza para mirar el tiempo, asumir la pérdida y construir identidad sin autoengaños.

Porque la angustia no es un enemigo que deba vencerse, sino un huésped que nos recuerda que estamos vivos y somos capaces de sentido. Es la grieta por donde entra la luz y, a la vez, el viento que despeina nuestras certezas. Podemos seguir huyendo —con ruido, con pantallas, con promesas de calma— o podemos quedarnos a escuchar su latido.

Cuando la intemperie agudiza nuestras angustias, cuando todo sentido parece retirarse, queda lo esencial: un tembloroso, pero firme, que se atreve a pronunciarse frente a la nada.

Ese es el comienzo de toda esperanza. Ese es el verdadero coraje.

Nominar: la llamada que nos salva

Con su habitual precisión, Heidegger afirma: “Nombrar no es distribuir calificativos, emplear palabras. Nombrar es llamar por el nombre. Nombrar es llamada. La llamada hace más próximo aquello que se llama”. En la anterior entrada vimos que nombrar no es un gesto decorativo, sino un acto con un fuerte sentido ontológico: afecta al ser de quien nombra y de lo que es nombrado. Nombrar trae algo a la cercanía, lo rescata del anonimato, le da un lugar en el mundo. Porque nombrar es convocar. Y en esa convocatoria se realiza nuestra salvación: nos libra de la indiferencia, nos arranca de lo impersonal.

Hablar, entonces, no es solo articular sonidos ni combinar letras con destreza. Hablar es decir lo que es, dar sentido a la masa confusa de emociones, percepciones y experiencias que nos rodean. Cuando el lenguaje se reduce a ruido, la realidad se vuelve inhabitable. Cuando el lenguaje se convierte en llamada, la vida encuentra hogar.

En los últimos años, hemos asistido a una curiosa degradación semántica. La palabra nominar —que en castellano significa “dar nombre” o “proponer para un cargo”— ha sido secuestrada por la industria del espectáculo. Programas de televisión, reality shows y concursos han impuesto un uso empobrecido, importado del inglés to nominate, que en su origen no era problemático, pero que en su adaptación mediática se ha convertido en sinónimo de expulsión.

Hoy, cuando alguien escucha “estás nominado”, no piensa en ser llamado para una misión, sino en ser señalado para la exclusión. La nominación ya no es reconocimiento, sino preludio de destierro. El nombre se pronuncia no para integrar, sino para despojar de la dignidad recibida. Como si se tratara de una nueva expulsión del Paraíso, la persona nominada es arrojada fuera de la “casa de ensueño” o de la “isla de tentaciones”, y debe regresar al mundo real, donde su nombre se confunde con otros nombres, sin brillo ni fama.

Este desplazamiento semántico no es inocente. Las palabras no cambian de sentido sin que cambie también nuestra manera de mirar la realidad. Si nominar se asocia a excluir, ¿qué nos dice eso de nuestra cultura? Que hemos convertido la visibilidad en un privilegio frágil, que solo se mantiene mientras otros no nos desplacen. Que el reconocimiento ya no es un don, sino un espectáculo que se alimenta de la humillación pública. Que el nombre, en lugar de ser llamada, se ha vuelto sentencia.

Nominar, por el contrario, en su sentido más hondo, es pronunciar un nombre para conferir identidad y misión. Es decirle a alguien: “Tú eres tú, y no otro. Tú tienes un lugar, una tarea, una posibilidad que nadie más puede realizar”. Sin ese nombre, no habrá misión. Sin esa llamada, la vida se reduce a supervivencia.

Ser nominado, en este sentido, no es un privilegio elitista, sino una experiencia espiritual y existencial: todos necesitamos escuchar, al menos una vez, que alguien nos llama por nuestro nombre y nos confía algo que nos sobrepasa. Esa confianza nos constituye. Nos hace únicos. Nos da sentido. Y, paradójicamente, nos descentra: porque la misión no es para nosotros, sino para otros. Nominar no es coronar egos, sino despertar responsabilidades.

No hay nominación sin relación. No hay nombre que no implique pertenencia. Por eso, la nominación auténtica no expulsa, sino que acoge. No señala para excluir, sino que convoca para integrar. No humilla, sino que dignifica. Frente a la cultura del descarte, que convierte a las personas en objetos de consumo y desecho, necesitamos una cultura de la llamada, donde cada nombre pronunciado sea promesa de encuentro.

Nominar no se limita a las personas. También podemos —y debemos— nominar lo que no se ve: la esperanza, la ternura, la justicia, la compasión. Si no las nombramos, se evaporan. Si no las llamamos, se vuelven irreales. Nominar es, en este sentido, un acto político y espiritual: mantener vivas las palabras que sostienen la vida. Porque cuando desaparecen del lenguaje, desaparecen también de la experiencia.

Nominar, en su raíz, es un gesto de intemperie. No se trata de refugiarse en palabras bonitas, sino de arriesgarse a pronunciar nombres que comprometen. Nominar es decir: “Aquí estoy, y te llamo. Aquí estás, y te reconozco”. Es un acto humilde y audaz a la vez: humilde, porque reconoce que el otro no me pertenece; audaz, porque se atreve a convocarlo a la existencia. Nominar es la llamada que nos salva.