Juan de Mata: profeta de la dignidad humana

En ocasiones anteriores, he hablado de san Juan de Mata: de los aspectos singulares de su vida y de los vaivenes de sus reliquias tras su muerte. Hoy, que es su festividad, es momento de adentrarnos en el sentido profundo de su legado.

Curiosamente, tal vez comprendamos mejor a Juan de Mata hoy, 811 años después de su muerte, que sus contemporáneos. Es cierto que intentar interpretar a alguien del siglo XII desde las categorías del siglo XXI puede resultar un ejercicio anacrónico. Sin embargo, Juan de Mata trasciende su época. Más que un fundador o una figura histórica, es alguien que supo ver y tocar la humanidad como pocos lo han hecho, de un modo que sigue resonando en el presente.

La experiencia mística, que marcó su vida y dio comienzo a la Orden Trinitaria, ocurrió a finales de enero de 1193, durante su primera misa en París. En aquel momento, Juan de Mata comprendió que la devoción auténtica a Dios no puede ser un ejercicio abstracto y personalista. Su fe lo condujo a una vivencia transformadora que llamaba a una acción liberadora, realizada en comunidad y para el beneficio de los demás.

Desde esa visión, no sorprende que su imagen de Dios sea profundamente trinitaria: un Dios en salida, que se encarna, que es amor en movimiento. Para Juan de Mata, la Trinidad no es un concepto teológico abstracto, sino una invitación a vivir en comunión y relación, reflejando ese dinamismo de amor en el mundo. Asumir esa perspectiva implica reconocer que no tenemos otra misión que la de ser testigos y reflejos del amor trinitario, participando activamente en la obra redentora de Dios en favor de la humanidad.

A pesar de la profundidad de su visión, Juan de Mata no recibió un reconocimiento significativo en su tiempo. Es cierto que fundó una Orden relativamente importante, y que fue pionero a través de muchas decisiones que después siguieron otras órdenes religiosas: buscar la aprobación directa del Papa, redactar una regla de vida propia, establecer los tres votos religiosos, fundar pequeñas comunidades urbanas, igualar a los hermanos en dignidad y trato. Sin embargo, su figura quedó en la sombra, casi como si no fuera necesaria para la obra que impulsaba. De hecho, un antiguo relato en verso de los orígenes de la Orden afirmaba sin ambigüedades: Hic est Ordo approbatus, non a sanctis fabricatus, sed a solo summo Deo (Esta es una Orden aprobada, no fabricada por santos, sino por Dios mismo) , una idea que se convirtió en lema asumido durante siglos.

Su invisibilidad histórica no es casual. Apenas se conservan escritos suyos, fuera de una pequeña parte de la Regla Trinitaria, pese a su sólida formación como profesor de teología en París. Fue reconocido como santo tardíamente, en 1666, para equipararlo con otros grandes fundadores. Además, los relatos sobre su vida se diluyeron en el tiempo: ni siquiera existen evidencias documentales que acrediten las redenciones de cautivos que se le atribuyen, más allá de una carta de Inocencio III que no sabemos si él mismo llegó a presentar.

No era fácil, en los albores del siglo XIII, reconocer el valor de un hombre que se atrevía a colocar a un infiel -un cautivo musulmán- liberado por Cristo y al mismo nivel moral y existencial que un cristiano. En un contexto marcado por las cruzadas, odio al diferente, imposición de la fe y rígidas jerarquías sociales, su proyecto era profundamente disruptivo y escandaloso. Esta capacidad de mirar a cada persona como un reflejo de la dignidad divina, al margen de credos o condiciones, fue el núcleo de su misión y de su visión profética.

Es por todo eso que su mensaje resuena hoy con más claridad que hace ocho siglos. En un mundo que aún arrastra las divisiones, los prejuicios y la desigualdad, Juan de Mata nos desafía a centrar nuestra misión en la dignidad humana, poniendo a cada persona en el centro de nuestra acción, especialmente a los más vulnerables. Nos invita a construir espacios de liberación genuina, más allá de intereses partidistas o discursos superficiales.

La radicalidad de Juan de Mata nos interpela. Siguiendo su ejemplo, estamos llamados a redescubrir el significado de la encarnación: abrazar una liberación auténtica, que se realiza en acciones concretas, y a ser esperanza que no defrauda. Su misión trinitaria sigue viva, y nos toca a nosotros seguir dándole darle sentido hoy.

Difícil profetismo

Mi profesor de “Libros Proféticos” en la Facultad de Teología fue el jesuita José Luis Sicre. Además de tener la gran suerte de ser su alumno y escuchar sus clases magistrales, tuve la oportunidad de descubrir que el profetismo no tiene nada que ver con las artes adivinatorias, sino con el compromiso social y transformador.

Aprendí una lección que no he olvidado: es profeta quien sabe dar espacio en su vida a una palabra que no es la suya, quien pierde el miedo a anunciar las consecuencias de nuestros desmanes, quien sabe poner una mirada atenta y creadora en todos los acontecimientos, especialmente en los sencillos y desapercibidos.

El profeta tiene, por tanto, una dimensión solidaria y comunitaria. No va por libre, aunque su mensaje haga tambalear las relaciones mal cimentadas y escueza como la cura en las heridas. Nadie es profeta en su tierra, dice un viejo refrán, complicando aún más la vocación profética. En un mundo donde ya hay suficientes problemas día a día, nadie quiere agoreros que amarguen las ilusiones de que de esta salimos mejores. Por cierto, el diccionario de la RAE coloca profeta entre los sinónimos de agorero (”Que predice males o desdichas. Dicho especialmente de la persona pesimista”).

La tarea profética es difícil. Comienza con el hecho de tener que prestar su voz a la palabra de Dios, muchas veces sin conocer todos los detalles de sus planes, casi sin entender los porqués y sin capacidad para suavizar el choque del mensaje con palabras propias. Además, el profeta tiene el deber moral de hacer suyo ese mensaje que incomoda. Tal vez por eso tiene fama de pesimista, en contraste con quienes solo quieren ver una imagen idealizada de la vida, las relaciones y sus consecuencias.

Estos días me ha rondado un texto del profeta Ezequiel: «A ellos te envío para que les digas: “Esto dice el Señor”. Ellos, te hagan caso o no te hagan caso, pues son un pueblo rebelde, sabrán que hubo un profeta en medio de ellos». (Ez 2,5). Inspirador. El mensaje no es el medio, como pregonó McLuhan, sino el mismo profeta. Algún día, se podrá decir también de nosotros, especialmente en nuestras comunidades, que allí hubo un profeta. Se podrá recordar que defendimos los derechos olvidados, que nos pusimos del lado de los débiles, que pronunciamos palabras que se han convertido en diálogo y tendimos puentes que son encuentro. Se podrá decir, aunque nadie nos hiciera caso; porque hicimos de nuestra vida una defensa de los derechos humanos, que son los derechos de Dios.

Difícil profetismo. Por eso, ningún profeta acepta serlo de inmediato; tenemos ejemplos tanto en el relato bíblico como en profetas contemporáneos. Por eso, ningún profeta es inmediatamente canonizado, y cuando lo es, no está exento de polémica; la ortodoxia oficial lo señala y arrincona por incómodo e irrespetuoso. Por eso, es tan urgente despertar nuestra común condición profética, adquirida desde el bautismo y vergonzosamente dormida en el desván de nuestra conciencia, para evitar sospechas.

Sabrán que hubo un profeta en medio de ellos. Lo sabrán porque recordarán la palabra transformadora, la tarea de enseñar y señalar la vida en sus detalles, la pasión de la misión acogida y compartida. Tal vez no recuerden el nombre ni el rostro, ni los colores con los que cubrió los tonos grisáceos de sus creencias. Algún día lo sabrán, aunque hoy ninguna tierra lo reconozca.