La difícil reconciliación

El perdón es un arma de doble filo. Ayuda a recuperar la cordura de las relaciones, abre ventanas para que corra aire fresco en los enrarecidos ambientes de los errores, pero también supone muchas veces poner puertas al campo, ya que activa alarmas para evitar tropezar de nuevo con la misma piedra, y llevados por tanta precaución, las relaciones se desnaturalizan. Para sobrevivir a esta paradoja, adornamos el acto de perdonar con buenas intenciones, a veces incluso con gestos teatrales y bonitas palabras, nos comprometemos a olvidar la ofensa y abrir un paréntesis vital que lo permita, y si lo que buscamos es ser perdonados, nos humillamos y aseguramos que no se repetirá y prometemos cambiar.

Los problemas comienzan con el recalcitrante retorno de la vida, esa memoria que se queda inexorablemente pegada a nuestro instinto de supervivencia y de permanencia. Perdonar, y ser perdonado, es un instante que no siempre libera del dolor y juega al despiste con el deseado olvido. Condenados, como Sísifo, a remontar una y mil veces la senda del perdón, cargados con el peso de nuestros errores, solo nos consuela sabernos parte de la condición humana y aspirar a un perdón como atributo divino que nos permita avanzar, en lugar de repetir siempre lo mismo.

Desde niño me enseñaron que el olvido es un complemento imprescindible del perdón. Lo he intentando, con todas mis fuerzas a veces, hasta que me encontré poniendo más interés en olvidar que en perdonar, y es menos fácil aún cuando se tiene memoria fotográfica, a la que solo salva la falta de rencor. Unir perdón a olvido es un error que pagamos caro, porque la herida difícilmente se puede dejar atrás, porque no traemos de serie un botón de reseteo, porque nada desaparece del todo. El perdón no es una decisión sencilla, menos aún cuanto más íntima es la relación a reconstruir. Como dice el poeta inglés William Blake, Es más fácil perdonar a un enemigo que a un amigo.

El verdadero reto es entonces la reconciliación. San Pablo, en su segunda carta a los corintios, afirma que hemos recibido el ministerio de la reconciliación. Esta es nuestra verdadera seña de identidad cristiana, más aún, humana. Reconciliar implica un abrazo que sana, no oculta las cicatrices que nos va dejando el contacto cercano, no esconde los miedos al encuentro, es una apertura al misterio de que amamos más allá de nuestros recuerdos y de nuestra capacidad de odiar. La reconciliación, podría decirse, es a veces contranatura y contracultural, y son justamente estas condiciones las que la hacen necesaria. La reconciliación es encuentro y cuidado, encuentro de voluntades que podrían vivir más tranquilas siguiendo caminos divergentes, pero eligen una convergencia sanadora; cuidado como preocupación en la delicadeza y la ternura, y también como advertencia frente a las pérdidas y el dolor de lo irreparable.

La reconciliación requiere de actitudes que no olviden, más bien reconstruyan; que no tapen en falso, más bien acaricien la herida y la besen, con el respeto que se debe a las complejas decisiones de levantarse y seguir caminando. Por eso es difícil, y recurrimos a un rápido lo siento, perdón, sorry, désolé, escusate,…invadiendo el espacio ajeno, aquello de que es mejor pedir perdón que permiso, que proponía Grace Hopper. Salir de nuestras certidumbres, nos invita a recorrer espacios de sentido en los que, inevitablemente, nos las veremos con las púas de los erizos de Schopenhauer, la reconciliación nos permitirá sobrevivir a pesar de la memoria, fuera de las máscaras, lejos de los idealismos utópicos, en el juego de equilibrios entre lo óptimo y lo bueno. Pero hemos recibido el ministerio de la reconciliación, hay esperanza.

Palabras contra la impotencia

A veces se acumula la impotencia. Es como si, a pesar de los avances tecnológicos una parte de nosotros se quedara anclada e impedida para avanzar a su mismo ritmo. En los últimos meses algo de esto es lo que más sentimos. A la invencibilidad de nuestro sistema (el corrector me lo cambia por imbecibilidad, estoy dudando cuál dejar) le ha salido un hueso duro de roer, destapando nuestra vulnerabilidad pero sin conseguir acabar con todas nuestras derrotas sociales. Siguen ahí, disfrazadas de estadísticas, con políticos indagando nuevas formas de beneficiarse, con poderosos abusando de su posición frente a los más débiles, con mujeres que continúan siendo víctimas de la indiferencia y ancianos dejados en residencias, que ahora han perdido hasta las horas de visita.

En los momentos de impotencia faltan sobre todo las palabras. Una salida fácil es refugiarse en verdades internas, hay muchos que lo hacen en la fe, y se construyen un paraíso personal en el que encontrar sentido para seguir adelante con su vida. Esos invernaderos vitales se convierten así en una peligrosa burbuja de autorreferencialidad, que no basta para enfrentarse a la vida auténtica, porque despojándola de sus espinas también la deshabita de su belleza.

Una de esas palabras es perdón. Frente a la impotencia necesitamos el equilibrio entre sabernos responsables y evitar un excesivo sentimiento de responsabilidad que impida actuar. El perdón nos enseña a vivir de este modo desde la humildad, sin creernos por encima del bien y del mal, haciendo creíble el resto de palabras pronunciadas, porque nos reconocemos parte del problema. Un perdón que no se compromete en la solución acaba creando nuevas incertidumbres y más impotencia, paraliza la vida y la devuelve a esa esfera de lo personal que todo lo excusa pero nada arregla.

Otra palabra es paciencia. Detectamos tantas vidas en juego que a veces nos puede el deseo de soluciones rápidas y efectistas, afrontamos la impotencia con impaciencia y solo conseguimos agravar las consecuencias. No es que necesitemos tener paciencia, no es cuestión de saber esperar el momento oportuno, lo que necesitamos es mantener una actitud paciente, de confianza, que evite esas posiciones extremistas en las que caemos por culpa de las prisas. Esto nos permitirá estar atentos a lo que estamos viviendo, al momento presente, nos enfocará en el problema y no en el deseo de deshacernos de él.

Y de poco nos servirán las palabras anteriores si no incorporamos sensatez, y valor, y libertad, y… Palabras contra la impotencia que nos comprometan con la vida, que no ofrezcan soluciones prefabricadas, que nos lleven allí donde otros se parten el alma, palabras que generan vida. En ocasiones usamos esas mismas palabras para chapotear en la indiferencia y conformarnos con las cosas tal cual vienen, las convertimos entonces en aliadas de los que levantan muros y se creen seguros en su aislamiento. La libertad de no debernos a otras seguridades nos permitirá pronunciar con firmeza palabras en las que creer, espantar los fantasmas que nos debilitan, esos que nos hacen perder la fe en las personas y asustan nuestra alma de niños y nos mantienen en la impotencia.

Conocemos de memoria las palabras que luchan contra la impotencia, pero nos cuesta pronunciarlas. Hay quien nos seguirá convenciendo de que ni siquiera las buenas palabras van a acabar con las injusticias, que hace falta más acción que discursos, más responsabilidad que inconformismo, más pedir permiso que perdón. No es cierto, necesitamos el poder de cada palabra, también de las que pronunciamos sin abrir la boca, necesitamos todas las palabras y todos los acentos para evitar la tentación de creer que ante la impotencia las palabras se las lleva el viento.

La ofensa gratuita

En las últimas semanas hemos sido testigos, espero no ser el único en percibirlo, de un aumento escalofriante de ofensas gratuitas, salidas de tono y burlas varias. Junto a políticos, deportistas y gente de la farándula «descubiertos» saltándose las recomendaciones o prohibiciones sanitarias, pudimos ver a un DJ escupiendo bebida a los asistentes de un discoteca en Torremolinos, a Loquillo burlándose de un vigilante jurado en un concierto en Torrelavega o a dos auxiliares de una residencia de ancianos en Terrassa denigrando y riéndose de una anciana. Además de los puntos comunes obvios, y de la indignación social provocada, todos los casos coinciden en la rápida aparición pública pidiendo perdón, mostrando arrepentimiento y afirmando que esa actitud no les define, una vez descubierto el alcance de su acción todos rechazaron ese tipo de actuaciones.

Pedir perdón no solo es necesario, también es sano, se convierte en un gesto de humildad, que restaura los equilibrios desgastados y dañados de la vida y de las relaciones. El perdón implica una liberación interior del sentimiento de culpa. Si no liberamos la culpa acaba por consumirnos, poco a poco coloniza cada resquicio de dignidad personal y desplaza desvergonzadamente los valores que desde niños nos han enseñado a superarnos, a levantarnos, a volverlo a intentar. La culpa, además, es enfermiza, pasado ese primer momento en que actúa como un resorte para obligarnos a despertar, se acomoda a nuestra vida y contagia todo con su promiscua presencia, reinterpretando nuestras conductas y también las de quienes nos rodean. La culpa nos moviliza, y sin perdón nos acaba paralizando.

Pero el perdón hay que aprenderlo. En primer lugar asumiendo el fracaso personal que conlleva, y desgraciadamente no contamos con un sistema educativo que enseñe a integrar el fracaso, a trabajarlo en la propia vida y reenfocarlo como fortaleza. El perdón implica un reconocimiento del error personal que lo transforma en aprendizaje, en posibilidad de futuro. Pero no siempre es así. En los ejemplos presentados antes, y en tantos otros que conocemos, el perdón se hace postureo social, y eso convierte la ofensa en gratuita, evita la responsabilidad, aumenta el daño y deja un peligroso mensaje: no importa lo que hagas o lo que digas, actúa en libertad, siempre podrás pedir perdón y todo se olvidará. Esta hipocresía social elimina la dimensión de fracaso en el perdón, no hay un reconocimiento de la culpa, ni siquiera arrepentimiento, solo interesa que el medio olvide la ofensa y la deje pasar.

El problema es que hemos explicado el perdón como ese pasar página, y en concreto el perdón cristiano como el olvido consciente de la ofensa, pero hemos fallado, y fallamos, en la necesaria integración del perdón. Sin ella redundaremos en la construcción de la justicia, imprescindible para la restauración del orden social, encarnada no solo en las leyes que la garantizan sino también en la equidad y el equilibrio que permiten la convivencia y el acceso universal a los derechos. A costa de construir justicia no estaremos garantizando el orden emocional, sin la integración del perdón no reintegramos las cosas en el orden del mundo ni en el orden personal.

«Dos fuerzas rigen el universo, la gravedad y la gracia», son palabras de Simone Weil. La gracia es el perdón hecho encuentro, y se fundamenta en el esfuerzo constante por encontrar espacios comunes, por integrar la propia vida, también la que se levanta tras cada caída. La gracia no habla de un perdón gratuito, ese que se exige tras las ofensas como si no hubiera otra salida para aquel a quien se le pide. La gracia rige el universo trascendental en que respiramos, y para encontrarla seguimos necesitando la fe. Al igual que con la gravedad, no nos basta observar cómo caen los cuerpos inexorablemente, hemos de dar un paso de fe para reconocer la fuerza que los atrae. Así es como actúa el perdón, por eso es hipócritamente humillante convertir, apelando al perdón, la ofensa en gratuita.

El perdón, como garantía del orden emocional, se construye a partir de un cómo, no de un por qué. Este es seguramente el error más común en el momento de integrar el perdón, el error que nos lleva a volcarnos en la siguiente página y pensar que la ofensa acaba saliendo gratis. No hay direccionalidad en el perdón, como no la hay en la gracia, hay encuentro, hay una historia, hay un cómo desde el que se restaura y se levanta de nuevo el edificio emocional, y solo desde ahí podemos trabajar el sentido y aportar sentido. No en vano Gracia es uno de los nombres de Dios.