Los antiguos griegos no consideraban al artista un creativo, sino un imitador de la realidad, tomándola en sus manos y transformándola con los materiales que tiene a su alcance, sacando de ellos su esencia más íntima. Solo los poetas eran considerados creadores de algo nuevo, hermeneutas del mundo, instigadores de sentido. Por eso el oficio de poeta y el de filósofo estaban tan unidos, ambos hijos del asombro ante la belleza que huye de la mera imitación y nos abre a la novedad, a la crítica, a un espacio de salvación para los sentidos. Este concepto de creatividad fue evolucionando a lo largo de la historia, muy lentamente, en una batalla infinita entre la valoración de la imitación y la valoración de la interpretación. Tenemos que avanzar mucho en este camino hasta alcanzar una atrevida idea de arte y de pensamiento que deja de imitar la realidad e invita a deconstruirla, encontrando en ello el sentido de su interpretación, la visión y el pensamiento propios que se imponen sobre la evidencia de lo complejo. Como herencia de esas búsquedas hemos aceptado identificar creatividad con novedad, aunque no siempre tienen que ir de la mano.
A comienzos del siglo XX, la la oposición dialéctica entre los filósofos Heidegger y Cassirer aportó un salto gigantesco a esta reflexión. Envueltos como estaban por las vanguardias del arte, consideraron necesario separar definitivamente la creatividad de la imitación, pero también distanciarla de la necesidad de aportación de novedad. Martin Heidegger reflexiona sobre la creatividad interpretándola como la recomposición del ser, la recuperación de la esencia, una hermenéutica de la realidad a partir de su estar ahí, y de su ser para nosotros, que nos permite percibirla y la transformarla. Ernst Cassirer, por su parte, define la creatividad como necesidad de aportar sentido, lo que nos abre a una dimensión creadora que desarrolla nuestras capacidades, en especial nuestro pensamiento, a partir de los símbolos que apuntalan la libertad personal y la expanden.
Por caminos paralelos ambos definen la creatividad como la capacidad de completar los fragmentos rotos de la realidad, sin necesidad de ser plenamente novedosos en el empeño. Es este pensamiento divergente el que nos aporta una visión diferente de lo real, por este motivo los creativos, los creadores, se han hecho tan peligrosos a lo largo de la historia; su interpretación del mundo no siempre tiene que ver con una innovación, que puede incluso llegar a ser tolerable, sino con la tarea de la completar espacios de sentido a partir de un pensamiento propio, que siempre será diferente al de otros, lo que les convierte en peligrosas armas de divergencia y autonomía.
En este intrincado equilibrio la escuela juega un papel imprescindible. Los maestros y las instituciones educativas que no convierten en un mero slogan la libertad y la pedagogía, son capaces de una creatividad como apertura de sentido, señalando simbólicamente las discontinuidad de los espacios, sin cerrarlos con interpretaciones que agoten su trascendencia, evaluando las búsquedas por delante de los constructos sociales, haciendo una lectura poética de la realidad, una armonía que no descansa en los acordes de una moral imitativa. Decía el compositor ruso Igor Stravinsky que “en la raíz de toda creatividad, uno encuentra algo que está por encima de lo terrenal”.
Por contra, sabemos que la escuela también guarda acciones que matan la creatividad. Puede verse en su repetitivo empeño por moldear piezas que perpetúen el pensamiento clónico, cuando da continuidad a un sistema aferrado a la imitación, cuando solo premia la innovación por su carácter novedoso pero sin que rompa realmente con los viejos sistemas. Asistimos a una lenta muerte de la creatividad en las descarnadas definiciones del currículo, en el academicismo de los libros de texto, en la excesiva institucionalización y la vigilada autonomía de los centros y de los educadores. En todos estos casos la creación perece ante la propuesta de sistemas cerrados que se resisten a la flexibilidad e imponen la costumbre y la tradición. Alumnos y educadores son condenados cuando emprenden algo por encima de lo terrenal, cuando se dotan de capacidades para unir los fragmentos separados de su realidad. Y también son protegidos por este búnker de autoreferencialidad los pastoralistas, los que creen en una innovación pedagógica que no pierda nada de lo recorrido, los que aportan eslabones en lugar de candados. Se les invita a instalarse en la facilidad del pensamiento precocinado y son catalogados desde la sospecha del pensamiento propio.
El escritor francés Saint-John Perse, en su discurso de aceptación del premio Nobel reclamaba la tarea del poeta, en la mejor tradición heredada de los griegos. El poeta no abandona el umbral metafísico, equilibra su existencia en los límites del conocimiento, sin repetir saberes de otros, porque para Saint-John “poeta es aquél que rompe, para nosotros, la costumbre.” Reclamo yo también la educación como poesía, como arte del que no podemos ni debemos prescindir, abierto a un aprendizaje no monitorizado sino acompañado, que respete los huecos infinitos de la comprensión de la realidad, que rompa la costumbre impuesta por las interpretaciones heredadas. Una educación que permita el asombro, la búsqueda, la métrica poética de la vida.
Oponemos una resistencia íntima a nuestra capacidad de crear, que limita, empequeñece nuestro pensamiento. Las consecuencias son un analfabetismo progresivo que nos impide leer la realidad y debilita nuestra capacidad de interpretar. Podemos ver sus efectos en el modo en que vivimos esta pandemia, y prever su eco en el mundo que quedará cuando desaparezca. Nos resistimos a completar los fragmentos rotos porque creemos más en la fuerza de lo nuevo que en el esfuerzo de reparar grietas. Y también nos resistimos porque nos acomodamos a completar esos espacios de sentido con viejos valores y sabias palabras que tan solo imitan la costumbre de lo que antes funcionó, a pesar de estar en un tiempo nuevo en el que la realidad se presenta desde un ahora diferente y radical. Esta resistencia, que podríamos definir como imposición moralizadora, pretende alejarnos del instinto creador, para el que hemos sido creados, cuestiona al poeta y al artista, relega a quien pone color en la escala de grises de la vida, o a quien deja vacíos inspiradores en sus grietas. “No puedo prescindir en mi vida y mi pintura de algo que es más fuerte que yo, que es mi vida, de la capacidad de crear” (Van Gogh).
