El arte de confiar

El hiperrealismo con el que nos movemos por la vida nos ha encerrado en una especie de dictadura de los sentidos. Solo creemos aquello que vemos, tocamos, oímos, escuchamos o saboreamos. Bajo una apariencia de confianza en la realidad, cultivamos en realidad una desconfianza radical hacia todo lo que no se puede verificar inmediatamente. Como si la existencia necesitara ser medida y pesada para poder ser vivida.

Si no lo veo, no lo creo. Este lema resume nuestro modo de encofrar la vida. Lo que podría parecer una garantía de seguridad se convierte en el mayor de los riesgos: el de perder el alma de las cosas, el espíritu de la vida, la profundidad de lo que realmente importa. Nos recuerda Byung-Chul Han que “la sociedad de la transparencia ha abolido el misterio, y con ello, ha desterrado la fe». Sin misterio, la existencia queda reducida a datos, pruebas y evidencias.

Y, sin embargo, las cosas que verdaderamente sostienen nuestra vida no pueden verse ni tocarse. La confianza en las personas, especialmente en aquellas con quienes compartimos lo cotidiano, no es un ítem verificable. Tampoco los sueños que nos impulsan a construir proyectos nuevos o a transformar lo que ya existe. Incluso nuestro propio crecimiento personal exige un margen de fe, esa confianza en lo que otros han visto en nosotros cuando nosotros apenas lo intuíamos.

El abuso de la cultura de la evaluación, desde edades tempranas, nos ha empujado hacia una pobreza creciente en la mirada. Solo cuenta lo que se puede calificar, medir o exhibir. Como si una vida plena pudiera traducirse en una tabla de desempeños o en un balance de resultados. Y, al mismo tiempo, todo lo que no puede medirse se invisibiliza, se descarta, se olvida.

Frente a esta tendencia, urge recuperar el valor de la fe como acto existencial. No solo en el ámbito religioso, sino en el terreno profundo de nuestras relaciones humanas y nuestras decisiones vitales. En palabras del papa Francisco, a quien ya empezamos a echar de menos, “la fe no es luz que disipa todas nuestras tinieblas, sino lámpara que guía nuestros pasos en la noche y basta para el camino” (Evangelii Gaudium 161).

No se trata de tenerlo todo claro, sino de tener luz suficiente para seguir caminando. Por eso, más que ver para creer, necesitamos creer para poder ver. Solo desde esa confianza previa se nos desvelan sentidos nuevos en la realidad, posibilidades que de otro modo quedarían sepultadas bajo la frialdad de las evidencias. Quien solo cree en lo que puede demostrar, nunca descubrirá el milagro de lo que crece desde el humus de lo transcendente.

La Pascua que estamos celebramos nos recuerda que la vida resucitada no se anuncia mediante espectáculos pirotécnicos ni alegrías impostadas, sino a través de signos discretos, gestos apenas perceptibles, en la confianza humilde que se atreve a caminar en la oscuridad de la noche con la única luz de la fe. El arte de confiar implica, siempre, creer para ver.

Palabras que vencen al silencio

Hay silencios que no se rompen con ruido. Se instalan, incomodan, interrogan. Nos descolocan porque no los manejamos, porque no traen respuestas, porque no son cómodos ni previsibles. Entre todos, el más espinoso es el silencio de Dios: ese que parece prolongar el abandono del huerto, alargar la cruz, y resonar en cada herida de la historia. En cada guerra, cada injusticia, cada muerte absurda. Un silencio que no se deja domesticar.

Y, sin embargo, en ese silencio no hay ausencia. Hay espera. Hay revelación. Hay preguntas. Hay desnudez. Pero preferimos llenar la espera con palabras, el vacío con ruido, la revelación con doctrina, la desnudez con evasión. “Dios es silencio”, decía san Ignacio de Antioquía, “y en su silencio nos habla”.

No es fácil sostener la fe cuando se nos cierran las respuestas. Cuando las palabras se vuelven huecas e inservibles. A veces por impotencia, a veces por miedo, a veces por una fe cansada que ya no sabe cómo hablar de Dios sin convertirlo en eslogan. A veces callamos porque no sabemos qué decir. Otras, porque no queremos comprometernos.

Jesús también vivió cómo se marchaban los suyos. En silencio. Cuando sus palabras resultaban incómodas o incomprensibles. Y no los retuvo. Solo preguntó: “¿También vosotros queréis marcharos?”. Y Pedro, con la lucidez de quien ha comprendido algo esencial, respondió: “¿A quién iremos? Solo tú tienes palabras de vida” (Jn 6,68).

“Las palabras de vida son aquellas que surgen en medio de la muerte, no las que la niegan”, afirma el teólogo Christoph Theobald. Son palabras que rompen la lógica del sepulcro. Que no maquillan el dolor, ni lo anestesian, sino que lo iluminan. Palabras que no explican el sufrimiento, pero lo atraviesan con sentido. Que no controlan, pero acompañan. No son palabras correctas, ni precisas, ni cómodas. Son palabras que remueven, que incomodan, que sanan.

Dios no ha callado. Lo que nosotros llamamos silencio, él lo llama resurrección. Nuestra ansiedad, él la nombra esperanza. Nuestro desconcierto, redención. Lo que vivimos como oscuridad, es el umbral del alba. En palabras de san Ireneo de Lyon, “el Verbo se hizo carne para hablarnos desde dentro”.

El problema no es el silencio de Dios, sino el nuestro. Nuestro silencio cómplice, nuestro miedo a hablar de lo esencial. Nuestra comodidad para refugiarnos en estructuras, en lenguajes gastados, en lugares seguros.

La Pascua no es un final feliz: es un comienzo inesperado. Una palabra nueva y definitiva tras el silencio impuesto por la muerte. Nos empuja a dejar atrás discursos que no salvan, y nos lanza a pronunciar palabras que encarnen esperanza, que revelen sentido, que se atrevan a nacer donde solo parece haber tumba.

Como escribió Byung-Chul Han: “El dolor que se comparte, se transforma en lenguaje. Lo que no se puede decir, se convierte en sombra.” Esa es nuestra tarea pascual: convertir las sombras y los silencios en palabra de vida.

Contradicciones que salvan

La Semana Santa no es una pedagogía del orden. No viene a darnos respuestas sencillas, ni a resolver las contradicciones que nos habitan. Más bien, nos invita a mirarlas de frente, a hacerles sitio y a descubrir que, en el corazón mismo de esas tensiones, también puede brotar la vida.

Las contradicciones no son un fallo del sistema. Forman parte de nuestra libertad. Lo que elegimos y lo que evitamos, lo que amamos y lo que tememos, lo que proclamamos y lo que silenciamos… todo convive en ese campo abierto donde vamos construyendo la autenticidad de la vida. Vivir sin atenderlas es como hacer limpieza con prisas: se va lo que molesta, pero también lo que da sentido. Por eso estos días son tan propicios para bajar al sótano del alma, donde las contradicciones no solo duelen, sino que revelan.

El relato pascual no ahorra tensiones: son los cobardes y los que traicionan, los mismos que abren paso al acto más libre y luminoso de Jesús. La entrega no ocurre a pesar de ellos, sino con ellos. Y es ahí donde las máscaras caen. La cruz no es solo el final del camino, sino también el espacio donde el amor, rodeado de traiciones y cálculos mezquinos, muestra su fuerza transformadora. En palabras de Orígenes, “la cruz es el árbol de la vida para quienes saben mirar más allá de la muerte”.

Otra gran contradicción: para saborear la vida en plenitud, hay que aprender a abrazar la muerte. No una muerte idealizada, sino su crudeza, su injusticia, su fragilidad. Cada vez que algo muere en nosotros —una relación, un proyecto, una imagen de nosotros mismos—, se abre la posibilidad de una vida más auténtica. El equilibrio no está en evitar la muerte, sino en reconciliarse con su presencia. Solo así la existencia deja de ser conflicto permanente y puede convertirse en un espacio para el encuentro. Dice Byung-Chul Han que vivimos en una sociedad que “despolitiza el dolor y oculta la muerte”, y de ese modo borra también la profundidad de lo humano.

Y también hay contradicciones en los símbolos. Los vemos pasar cada año: pan partido, vino compartido, agua que limpia, madera que pesa, clavos que hieren, sepulcro que se abre. Pero se nos escapan. No porque no los entendamos, sino porque no los dejamos ser nuestros. La fe no vive de repeticiones, sino de traducciones: ¿qué es hoy ese pan que parte mi egoísmo?, ¿qué maderos pesan sobre los hombros de los que caminan a mi lado?, ¿qué sepulcros vacíos me gritan que la vida no ha terminado? Sin esa relectura, los símbolos se convierten en rutina, y la rutina protege, pero no salva.

La Semana Santa no es una liturgia cerrada. Es una invitación abierta a integrar nuestras sombras, nuestras tensiones, nuestras heridas. A reconocer en ellas no una amenaza, sino una posibilidad. Porque la salvación no llega cuando todo encaja, sino cuando todo lo roto encuentra su lugar. Lo nuevo que brota —como decía Isaías— no lo notamos porque buscamos certezas, y lo que se nos da es un amor que no encaja en nuestros esquemas. Precisamente por eso, salva.