En la zona de incertidumbre

Comenzamos un curso complicado. Todo lo que sabíamos, los esquemas y programas que durante años nos han acompañado en estos momentos del año se nos quedan cortos y obsoletos, y un sentimiento de tristeza por lo que vemos, casi de nostalgia por lo que perdemos, nos invade y nos deja a la intemperie. Hace unos meses, cuando apenas comenzábamos a tomarle el pulso a esta pandemia y a sus consecuencias, nos convencíamos de la bondad de parar, de resituar los planes y jubilar las agendas, porque, decíamos entonces, descubrimos que estábamos viviendo demasiado deprisa. Pero el tiempo de parar se ha hecho demasiado largo. Somos capaces de adaptar y de cambiar modelos, siempre y cuando haya un momento en el que volvamos a asentarnos, por algún motivo acabamos necesitando esas sillas que nos invitan a descansar.

Este curso va a ser completamente diferente a todo cuanto estamos acostumbrados, comenzando por este sentimiento de desamparo administrativo, por la sensación de prepararnos para ir a una batalla perdida antes de comenzarla, por la incertidumbre de no saber qué pasará en unas semanas, en un mes, cómo podremos cumplir programaciones, incluso, qué programaciones podremos tener, cómo educar, en la extensión más emocional, espiritual y amable del término, porque si algo sabemos más allá de lo que un político en su discurso puede opinar, es que educar no empieza ni acaba en el currículo, no es solo la transmisión de conceptos ni la aplicación de modelos de aprendizaje, educar compromete a toda la persona, y nos cuesta imaginar hacerlo sin determinados gestos, emociones, miradas,…

Y a pesar de todo soy optimista. No con ese optimismo tóxico que nos quieren vender y nos deja desprotegidos ante las caídas que vendrán. Hemos sabido superar aquellos inocentes «todo va a ir bien», con los que comenzamos el confinamiento, para comprender que la vida se compone de situaciones que salen bien y de otras que no acaban bien, y ambas forman parte de nuestro aprendizaje. Parte del desánimo que ahora nos invade es fruto de ese positivismo que nos mantiene en un invernadero de antirrealismo, un reduccionismo incoloro, que diría Dummet, que acaba trayéndonos más sufrimiento que consuelo.

Cuando nos dimos cuenta de que estábamos en medio de una pandemia, no me refiero a cuando lo dijeron la OMS o los políticos de turno, sino al momento en que cada uno de nosotros fue consciente de la situación, se pusieron en marcha los imperceptibles resortes que nos resituaban. Las maestras y maestros activamos instintivamente todo lo que aportaba sentido y futuro a ese nombre, y a la falta de recursos, tanto materiales como pedagógicos, para seguir educando como hasta ese momento, fuimos sacando todo lo nuevo y lo viejo de nuestro baúl pedagógico personal, una auténtica innovación metodológica que nos renovó, nada de improvisación, estoy convencido de ello, porque a pesar de que la sociedad no siempre lo ve, llevamos muchos años llenando ese baúl con formación y programaciones que nos sacaran de nuestra zona de confort.

Pero la zona de confort existe, y extiende su fina e invisible telaraña en todos nuestros espacios. Uno de sus mayores peligros es hacernos pensar que las adaptaciones que nos sacan de ella serán transitorias, y podremos regresar a la comodidad del conocimiento espacio-temporal, nos obliga a pensar que es ahí donde mejor podemos desplegar nuestros programas y proyectos, en la estabilidad de los acontecimientos. Estoy convencido de que todo el esfuerzo realizado en los últimos meses del pasado curso va a ser en beneficio de la educación, a pesar de todo, por sus aciertos y también por sus errores, y es ahora, al comenzar este nuevo curso y colocarnos ante la línea que marca la incertidumbre, cuando podremos verificarlo. Para ello, por más que nos cueste, tendremos que ser capaces de integrar todos los elementos externos que seguirán canalizando inestabilidad: la distancia social, las mascarillas, los grupos «burbuja» (¡qué palabra más antieducativa!), los brotes también, que los habrá, y nos obligarán de nuevo a movernos y a afrontar nuestros miedos.

En mi experiencia como docente ha sido una constante la necesidad de adentrarme en la zona de incertidumbre, por carácter y convicción he convertido ese peregrinaje en estilo de vida, y cada comienzo de curso recibo a un mismo tiempo las llamadas a renovarme y los hechizos de los cantos de sirena para quedarme en la tranquilidad de los riscos conocidos. También saber vivir en ese equilibrio es un arte, y cuando las circunstancias cambian es el yo que vive en ellas el que acompaña ese cambio. Esto supone dolor, como me dolían las articulaciones al crecer, y adaptación, hay que cambiar el viejo baúl pedagógico por otro más grande, o más pequeño, ahora puedo saber lo que realmente necesito. También supone conversión, mirar el espacio vital de mi colegio, y a cada una de mis alumnas y alumnos, con ojos nuevos, comprender que no todos aprenden igual, lo sabía pero ahora lo entiendo, que sus emociones, y las mías, forman parte del mismo proceso y nos engrandecen.

Este comienzo de curso nos ofrece la oportunidad de hacer las cosas de otro modo. En los últimos días escucho mucho la palabra incertidumbre, expresa el sentimiento de la mayoría, ¿cómo vamos a empezar?, ¿cómo proteger a todos, en especial a los más vulnerables?, ¿qué vamos a decir el primer día que nos reencontremos?, ¿y el segundo?… Vivir en esta duda no nos hace ciudadanos de la zona de incertidumbre, para ello necesitamos haber superar nuestros deseos de control, de confort, de regresar a los valles conocidos y los mapas aprendidos. Es por todo esto que podemos aprovechar este curso para dar pasos hacia la intemperie, el cambio que andamos buscando desde hace tanto tiempo está ahí delante y no lo podemos dejar pasar.

Sé que podría haberme quejado de la falta de empatía y de previsión de la administración educativa, otros pueden hacer esto mejor que yo. He preferido otro espacio, el que me reclama para ver las oportunidades y convertirlas en parte de mi proyecto vital, recuperar el sentido estético de esta realidad desconcertante y del presente efímero en que vivimos, poner en valor todo lo que hemos aprendido e incorporado en los últimos años sobre innovación pedagógica y pastoral, convencerme de que tenemos una oportunidad única de ser maestros, y hacer lo que mejor sabemos hacer. Ahora sí, estoy en mi zona de incertidumbre.

#laescuelaquequeremos (2)

#laescuelaquequeremos está llamada a ser, especialmente, virtuosa y socializadora.

Educamos “para” (para la vida, para liberar, para el corazón…), la educación en sí misma está preñada de un sentido futuro, y a pesar de lo efímero de todo lo que tocamos, educamos para ser en una sociedad cambiante. Por eso es tan importante educar en el fracaso, cada vez más necesario y urgente, porque, como diría el Maestro Yoda (perdón por lo atrevido de la fuente): El mejor maestro, el fracaso es. Una escuela “cristiana”, que tiene como modelo inspirador el estilo pedagógico de Jesús de Nazaret, tiene que ser maestra de superación, y para ello necesita ir más allá de los valores eternos y aprender a habitar en las virtudes, promoverlas, facilitarlas, acogerlas, preferenciarlas. Las virtudes son el presente de los valores, su realidad más transformadora, instrumento de cambio y garante de futuro. Educar en las virtudes, más que en los valores, no es una marcha atrás, aunque pueda sonar a palabras rancias, supone un futuro de la escuela a partir de su compromiso moral, que pasa por la búsqueda de la proximidad, el servicio, la neosolidaridad…, estaremos capacitando para volver a las personas, tanto a las que educamos como a las de su entorno, a la vida que hay más allá de las paredes o los cristales de las aulas. La pastoral y la pedagogía que necesitamos deben ser virtuosas, y por ello socializadoras, mucho más abiertas, específicas, centradas en las personas y no en ideas efímeras. Pero esta apuesta virtuosa y socializadora estará siempre transida de fracaso, porque educamos en una sociedad cada vez más compleja, multicultural, asimétrica, desacomplejada, desinhibida, abierta, circular, pero que es al mismo tiempo una sociedad hiperconsumista, hiperindividualista, hipermoralista (G. Lipovestky)… No podemos obviar estos cambios, ni tampoco asustarnos de ellos, encerrándonos en estilos y propuestas maniqueos y caducos, porque la escuela no puede ser una instancia “asocial”, que trabaja, propone y educa al margen de lo que ocurre fuera de sus muros.

#laescuelaquequeremos va a ser flexible y con Wifi.

La hiperconectividad que vivimos también nos lleva, paradójicamente, a desconectamos de la realidad y de las personas que la habitan, hemos perdido la interactuación. Contemplamos atónitos cómo las nuevas metodologías pedagógicas que pretenden vendernos la integración con las tecnologías de la comunicación, solo contribuyen a la incomunicación. En la renovación/innovación de la educación en sí misma, como servicio, la tarea educativa ya no va a poder ser más un espacio experimental unidireccional, aparecerán nuevos retos sociales, tecnológicos, humanos, participativos…, a los que tendremos que responder multidireccionalmente; no tiene que pillarnos preparados, nos tiene que pillar flexibles. La adaptabilidad es uno de los músculos de la escuela, especialmente de la escuela católica, que más tenemos que trabajar, sobre todo porque nos obliga de nuevo a ir más allá del institucionalismo que nos agarrota. Este cambio a la flexibilidad tiene sus consecuencias, supondrá un fuerte cansancio personal e institucional, pero también nos abrirá a un nuevo espacio, con Wifi, un espacio sin cables, en libertad, que haga reales y creíbles todas esas buenas palabras con las que llenamos nuestros idearios. Una Wifi, permeable, no cerrada, sin miedo a los hackers o a las caídas, en las que también debemos aprender a vivir, eso nos permitirá mirar de frente el sentido del cambio y de la renovación, de no hacerlo así estaremos haciendo sufrir a otros nuestros delirios innovadores y de renovación, nos mantendremos en las propuestas unidirecionales, cerradas y alejadas de la realidad, en palabras del poeta Horacio, Quidquid delirant reges, plectuntur Achivi, es decir, que no tengan que pagar siempre los de abajo los delirios de grandeza de los que dirigen. Es también desde la flexibilidad y sin cables como debemos abordar  las sinergias con las familias. Llevamos años diseñándolas, a veces repitiendo esquemas (porque creemos que funcionan o porque no sabemos qué otra cosa hacer) y otras veces proponiendo nuevos medios. Pero el futuro de la escuela nos permite esperar sinergias que no se centren en lo extraescolar. Es curioso cómo los padres van desapareciendo del aula según los niños van subiendo de curso, en infantil y primeros cursos de primaria están ahí, colaboran, participan, son parte del proceso educativo; después solo se les llama para tutorías, problemas o para colaborar con el bocata solidario. Las sinergias con las familias pasan irremediablemente por integrarlos de nuevo en las acciones pedagógicas, y es evidente que eso nos exige flexibilizar el espacio educativo de la escuela.