Esto de los santos…

Cada año por estas fechas asistimos a un debate por las tradiciones y contra las novedades celebrativas, siento como si nos invadiera un deseo de venganza, una lucha intestina contra gigantes a los que no podemos derrotar, no porque sean invencibles sino porque no son reales, y en medio de tanta insensatez dejamos pasar oportunidades para pronunciar palabras que se entiendan y compartir mensajes que lleguen a las personas de hoy hablando su lenguaje.

No, a mí tampoco me gusta esto de importar fiestas, de celebrar por todo lo alto tradiciones que solo son nuestras porque las llevamos viendo toda la vida en una pantalla, pero tampoco me gusta que nos despreocupemos de salvar muchas otras celebraciones que forman parte de lo que somos, o de lo que fuimos.

Y me gusta menos aún esta guerra a la que esa parte más carca de nuestra Iglesia nos empuja: ya que no podemos con ellos, contraprogramemos. Y el resultado da pena, ver a esos niños disfrazados de santos puede parecer enternecedor, son simpáticos, pero no creo que consiga algo más que nuevas ideas para el disfraz de Hallowen del próximo año, porque la mayoría dan más miedo que muchos de los dráculas y brujas que en estos días suelen aparecer por nuestras calles y colegios, este año el disfraz más triunfador seguro que ha sido el de COVID-19.

Hay que reivindicar a los santos, pero esta fiesta no es para vestirnos como ellos, menos aún para inventar una guerra entre los buñuelos de viento y las hamburguesas, es para darnos cuenta de que eso de la santidad lo llevamos en la sangre, forma parte de lo que somos, de nuestras emociones, de nuestros sueños, incluso de nuestros fracasos. Por eso leemos el evangelio de las bienaventuranzas, necesitamos santos que disfruten de la vida, que se emocionen con una canción y que una puesta de sol les erice los pelillos del brazo, que les guste el cine y estén dispuestos a perder la tarde echando un partido con los amigos, que les guste bailar y reirse con ganas de un chiste malo. Porque los santos no se visten de fantoche, no mean agua bendita, no son un talismán contra la modernidad, esa que tanto miedo ha dado siempre a mucha gente de Iglesia. Esos símbolos no son Evangelio, pretender una Iglesia que solo sea signo cuando se reviste con ropajes viejos es alejarla de la auténtica buena noticia que cada santo ha sido como gente de su tiempo.

Nos toca ser a nosotros santos en nuestro tiempo, con nuestras ropas y nuestras costumbres, con nuestro mundo tal y como es. Reivindicar una santidad que late y existe en jóvenes con piercings y tatuajes, en gente que sale de sus armarios y se enfrenta a la vida tal y como Dios los ama, en familias que rehacen hogares cuando todo se sentía perdido, en los que cada mañana desayunan y se comen el mundo porque creen en Dios que sale al encuentro y les regala oportunidades. Por eso la fiesta de los santos de este año es tan diferente, todo lo que estamos viviendo se ha convertido en una invitación para la vida compartida, nos ha metido de lleno en el aprendizaje de los tiempos nuevos, nos está ayudando a comprender que no son las lágrimas, ni los sufrimientos, ni las caídas lo que nos fortalece y nos da acceso a la felicidad, a la bienaventuranza, sino la posibilidad de transformarlas en espacios de salvación.

¿Quién mejor que los niños para entender todo esto? Su modo de ver el mundo y el tiempo les rescata de la complejidad en que los adultos lo convertimos. Esa es la mirada de la santidad, porque esa es la mirada de Dios, y mientras no accedamos a ella seguiremos olvidando la sencillez que pueda salvar el mundo, impondremos a los mismos niños nuestra mirada correctora, ordenaremos sus lecturas, incluida la de la realidad, y los vestiremos de nuestras seguridades. Es una forma más de tapar nuestro sentimiento de culpa por la pérdida de la creatividad y la inocencia, pero ante los niños y los jóvenes deberemos seguir preguntándonos, ¿qué santos queremos que sean?

Ser otro

Hace unos días… me sorprendieron unas declaraciones del arzobispo de Tarragona sobre algunos temas «calientes» que en la Iglesia aún no tenemos asumidos. Entre ellos el del papel de la mujer en la Iglesia, de lo que a veces se suelen escuchar y leer argumentos que, de no ser porque sabemos que quienes los dicen se los están creyendo fanáticamente, nos harían reír hasta la extenuación. El buen Monseñor dice que cada uno tiene su función, no podemos «ser otro», él aunque quisiera no puede asumir lo que por naturaleza corresponde a una mujer.

El Arzobispo dice ahora que es necesario leer sus palabras en el contexto y con la intención dichas. Estoy haciendo un esfuerzo para ello, leyendo y releyendo. Pero no me encaja. En primer lugar por mezclar las funciones fisiológicas y naturales con las propias de un ministerio. En segundo lugar, porque hace unas semanas hemos recordado y celebrado que Dios cuando quiere decirnos que «hay salida» no lo dice, lo hace, «es otro», teológicamente lo llamamos encarnación. Y para ello no tiene otra salida que asumir por naturaleza lo que corresponde a lo femenino, sólo así puede dar vida y preñarse de ella, darnos vida y esperanzarnos en ella.

Cuando volvemos a las patriarcales ideas que colocan a cada uno en su lugar y obligan a «reconciliarse» con lo que a cada uno ha tocado ser, renunciamos a la fuerza creadora y transformadora de la encarnación, ser otro, ser en el otro, dar vida, llenarnos de vida. Sólo puede sentir la vocación, y específicamente la vocación trinitaria, quien está dispuesto a asumir esto. De otro modo seguiremos una intuición, viviremos en comunidad, nos mataremos haciendo miles de cosas, reclamaremos la libertad de los cautivos, pero habremos olvidado la gloria de la Trinidad, que se define esencialmente por «ser otro».