La intemperie es maestra

Se nos invita constantemente a salir de nuestra zona de confort. Desde hace años, este consejo se repite como mantra: abandonar lo conocido para afrontar nuevos retos, como si la comodidad fuera sinónimo de estancamiento. La llamada “zona de confort” se presenta como una opción conservadora, limitada, que frena la creatividad. Sin embargo, no siempre fue así. Durante mucho tiempo se nos animó a buscar nuestra propia zona de confort, reconocerla y aprender a amarla. Porque ese espacio seguro se consideraba fértil para la creatividad: si te sientes acogido y reconocido, si te rodeas de afectos y certezas, si aprendes a habitar este suelo que pisas, entonces podrás crecer y acompañar a otros sin miedo a la intemperie.

La zona de confort, bien entendida, es un tiempo y un espacio de oportunidades. No es mero interiorismo, sino posibilidad de intimidad. Claro que tiene límites, pero no son muros paralizantes, sino recordatorios de que no lo sabemos todo, ni necesitamos saberlo todo para encontrar sentido. Habitarla es aprender a entrar en nosotros mismos, en lugar de vivir en una permanente vigilia de salida, muchas veces disfrazada de huida.

El problema no es tener una zona de confort, sino convertirla en búnker: un refugio que nos protege y nos aísla, donde los aprendizajes se vuelven trincheras y lo nuevo, enemigo. Esto ocurre cuando tememos la incertidumbre, cuando contemplamos la intemperie como abismo y todo lo que es “otro” como herida y amenaza.

Ahí está la señal: cuando la comodidad se vuelve prisión, es tiempo de dar un paso hacia la zona de incertidumbre. Ese territorio abierto, imprevisible, es donde ocurre el aprendizaje genuino. Aprender implica riesgo, porque implica cambio. Como escribió Søren Kierkegaard: “La ansiedad es el vértigo de la libertad”. La incertidumbre nos incomoda porque nos recuerda que somos libres, que podemos elegir, que no todo está escrito.

Esa incomodidad no es un accidente del vivir, sino su condición misma. Zygmunt Bauman lo expresó de un modo desarmante: “La incertidumbre es el hábitat natural de la vida humana”. No hay vida sin exposición, sin el roce del viento sobre nuestras certezas. Pretender eliminar la incertidumbre es pretender abolir la libertad: cada intento de blindarnos contra lo imprevisible nos convierte en prisioneros de nuestra propia seguridad. Por eso la intemperie no debe ser temida, sino comprendida: es el espacio donde la vida respira.

Salir de nuestra zona de confort no significa despreciarla, sino reconocer que la vida es movimiento: cada intemperie terminará siendo hogar, cada incertidumbre se convertirá en nueva comodidad. Así funciona nuestra condición humana: buscamos seguridad, pero solo la encontraremos después de atravesar el riesgo.

La creatividad necesita ambos espacios: la intimidad que cura y la intemperie que desafía. Porque solo quien se atreve a soltar los flotadores que una vez sustituyeron a los abrazos; solo quien desafía la vida mirando todo con ojos nuevos —esta piel que nos cubre, estas manos capaces de acariciar y escribir, esta capacidad redentora para amar y perdonar—; solo quien levanta hogares sin olvidar abrir ventanas al mañana; descubre que la incertidumbre no es enemiga, sino maestra.

Tendiendo puentes

Cada mañana, de lunes a viernes, tomo el autobús que me lleva a la sede de Escuelas Católicas en Madrid. Me siento en la parte delantera y paso el trayecto leyendo, por lo general ausente al constante subir y bajar de pasajeros. Cerca de mi destino, una voz pregrabada consigue sacarme de la lectura y me pone en movimiento con su anuncio: Próxima parada, Plaza del encuentro.

El nombre del lugar es evocación de espacio de salida y horizonte de significado, apertura y posibilidad de nuevos viajes, porque cada encuentro es una proyección hacia el umbral de un nuevo mundo. Me gustan los encuentros, tal vez porque en mi carácter tímido me he sentido invitado muchas veces a explorar más allá de mi interioridad.

No rehuso oportunidades para compartir, para dialogar, para buscar comprender planteamientos diferentes a los míos; es así como he alcanzado percibirme como soy. Al volverme hacia el otro, al descubrirle, me descubro también a mí mismo. Al dejarme interpelar desde el horizonte del tú, al adentrarme sin la protección de un hilo de Ariadna en los laberintos de la vida, empiezo a comprender quién soy, me descubro en la mirada en que me miro, me conozco.

El pensador judío Martin Buber define la vida verdadera como encuentro. Buber es quien desarrolla por primera vez una filosofía del diálogo, sustentada en la idea de que la condición humana se define por nuestra capacidad de relacionarnos con el prójimo, y esto es posible porque existe Dios, el gran Otro, el gran Tú. Y es que el encuentro se entiende mejor como mística que como aritmética, es mucho más que una ecuación o una suma de identidades, es misterio.

Para definir el encuentro me gusta el verbo pontificar. No según la definición de la RAE, Exponer opiniones con tono dogmático y suficiencia, sino de acuerdo a su etimología latina, Constructor de puentes. Pontificar se me antoja como el mejor oficio para el encuentro, unir orillas, prevenir abismos, ser “un puente tendido hacia otra singularidad”, como dice poéticamente Nietzsche. El puente es un camino, una aventura hacia lo que es diferente a mi yo, que me obliga a reconstruir el prisma de la diferencia, a modificar mi mirada sobre el mundo.

El encuentro, posibilitado por los puentes tendidos, se engrandece a partir de ese prisma de la diferencia. Puedo estar junto a otro, cohabitar espacios, proyectos y destinos durante años, pero seguir siendo identidades que coexisten, cada uno viendo el mundo a su manera, buscando ideas y palabras que nos identifican, pero no nos hacen prójimos. Y es que, el encuentro, cuando es auténtico, nos transforma, tal vez por eso los constructores de puentes son percibidos como gente peligrosa, y tradicionalmente han sido perseguidos por los amantes de un dogma y una tradición intocables.

Comenzar cada día en la Plaza del Encuentro me sitúa en un punto de partida envidiable, donde habrá caminos que recorrer y puentes que tender, donde habré de purificar la búsqueda de identidades de similitud y acoger la diferencia, donde lo creativo sea un don para espacios nuevos y encuentros generosos. Un puente sin retorno, para el encuentro.

Poder decir lo que amamos

En estos días finales del año, se entrelazan razones para reflexionar sobre el pasado y motivos para abrazar con esperanza lo que el futuro traerá. Cada uno de nosotros podría pedir fuerza o paciencia; personalmente, siento la necesidad de ambas para adentrarme en el nuevo año, navegando en la constante dualidad entre el ayer y el mañana. Aunque se dice que debemos vivir el presente, comprender el momento actual de manera independiente se convierte en un arte desafiante. Nos vemos influenciados por la trayectoria de la vida que nos rodea, invitados a decir lo que amamos.

¡Decimos tantas cosas y callamos tan a destiempo! Los momentos vividos se deslizan como agua entre los dedos, a menudo sin permitirnos apreciar lo positivo que encontramos, sin concedernos el silencio ante el misterio de su presencia, sin abrirnos a su verdad en nuestras vidas. En ausencia de abrazos y silencios, nos sentimos arrojados a un devenir en el que solo el amor puede salvarnos. Pero, ¿a dónde nos llevará el amor si no podemos decir lo que amamos?

Hago memoria de cuanto he dicho y callado en este año. Emergen las cicatrices de ambos gestos, pero también los escombros de los muros que logré derrumbar. Es todo ese amor convertido en palabras lo que da sentido a mi existencia, iluminando con propósito todo lo que se presenta ante mí en el nuevo año. Me compromete a seguir compartiendo desde este pequeño rincón de la red, donde cada semana digo lo que amo y vivo.

Gracias a quienes me dejáis caminar a vuestro lado, pues me enseñáis a amar la vida. Sois aliento en los momentos bajos y calma serena en los momentos difíciles. Me animáis a no callar lo que amo, a expresarlo en voz alta, aunque a veces no sea más que un pensamiento incipiente, un palpitar enamorado de la verdad, del sendero que pisa, de la vida que agradece cada día…

No se me ocurren palabras mejores para despedir este año que los versos de Luis Cernuda:

Si el hombre pudiera decir lo que ama,
si el hombre pudiera levantar su amor por el cielo
como una nube en la luz;
si como muros que se derrumban,
para saludar la verdad erguida en medio,
pudiera derrumbar su cuerpo,
dejando sólo la verdad de su amor,
la verdad de sí mismo,
que no se llama gloria, fortuna o ambición,
sino amor o deseo,
yo sería aquel que imaginaba;
aquel que con su lengua, sus ojos y sus manos
proclama ante los hombres la verdad ignorada,
la verdad de su amor verdadero.

Tú justificas mi existencia:
si no te conozco, no he vivido;
si muero sin conocerte, no muero, porque no he vivido.