Educar y creer, educar y crear

Bajo el sugerente lema “Sí, creo”, Escuelas Católicas de Madrid nos convocó la pasada semana a su quinto Congreso. Comparto la reflexión que hice en su apertura.

Nuestra labor educativa siempre ha sido y será una cuestión de fe. Para muchos, es necesario tener una fe firme para continuar con entusiasmo esta tarea compleja y motivadora. Como nos recuerda la Carta a los Hebreos, la fe es “garantía de lo que se espera y prueba de las realidades que no se ven” (Heb 11,1). 

Nuestra fe no es vana (1 Cor 15,14); se edifica desde nuestras capacidades para ser y co-crear. Esta es la dualidad que se nos invita a reflexionar en el marco de este Congreso. La dimensión transformadora de la escuela alcanza un propósito significativo en nuestros centros educativos de ideario católico, otorgándonos un propósito vital.

Ser escuela católica significa reconocernos llamados a la catolicidad, una vocación universal y no excluyente, que abraza a todos, que no segrega a nadie y da un nuevo significado a la equidad y la integración. Sin embargo, no debemos interpretar la catolicidad de nuestra escuela como una condición de identidad, sino como una vocación, al igual que la santidad. Como bien entendió y vivió San Carlos de Foucauld, “La vocación de la Iglesia, su misión, es la catolicidad”. Es esta catolicidad, construida en la diversidad, la que nos permitirá desarrollar una identidad fructífera.

Solamente una identidad moldeada e informada, que se erige como un símbolo de redención y liberación, que no se amedrenta ante valores y palabras que otorgan sentido, que no se encierra en su propia historia, por más valiosa que sea, ni se define por la confrontación con otras identidades; solo una identidad entendida de esta manera nos abrirá horizontes en el tiempo y en el espacio para crear. Esta condición se convierte en nuestra tarea en la propuesta humanizadora de la escuela católica.

Hace poco, el papa Francisco alentó a un grupo de educadores lasalianos a retomar el desafiante objetivo de formar más que informar. Nuestras escuelas deben ser espacios de narración, creación, encuentro, diálogo y fe. Si renunciamos a esta vocación, nuestro relato se limitará a cambios metodológicos, nos quedaremos en mera inversión para adaptarnos a los mismos, alterando el orden de nuestros valores si es preciso, pero nos alejaremos de nuestra esencia, perdidos en propuestas que separan irreparablemente nuestra capacidad única para creer y para crear.

Nuestro programa es el Evangelio: educamos, humanizamos, transformamos, acompañamos, formamos… Todo cimentado en el proyecto creativo de Jesús de Nazaret, sabiamente interpretado por todos los carismas, fundadores y fundadoras de las escuelas e instituciones que conforman nuestra organización. Nuestra antropología, nuestra visión de la persona, complementa otras perspectivas que fundamentan una educación que transforma vidas. Aportamos trascendencia, mejoramos el mundo y preparamos para el mañana.

Por eso somos necesarios. Por eso debemos enfocarnos en el ser. Por eso no podemos dar por sentada una identidad que es un tesoro precioso manifestado a través de la misión educativa. Por eso formamos parte de la misión de la Iglesia. Por eso somos privilegiados. Por eso creemos y creamos.

Mantengamos la esperanza recordando, de nuevo, la Carta a los Hebreos: “Sacudamos todo lastre y corramos con fortaleza la carrera que tenemos por delante, fijos los ojos en Jesús” (Heb 12,1-2a).

Encorsetados

evolucion-con-personalidad-y-caracter-propioHace unos días tuve la alegría de participar en el Congreso de Escuelas Católicas en Valladolid, y la suerte de hacerlo de manera activa, en una breve tertulia con Juan Carrión sobre el liderazgo creativo. El Congreso ha sido todo un propósito de cambio, de aire nuevo, ya hacía falta poder disfrutar de un estilo y de unos mensajes acordes con todos los cambios pedagógicos y pastorales que se están alcanzando en nuestros colegios. Gracias a los organizadores por la apuesta valiente y arriesgada, a los ponentes de auténtico lujo y especialmente a todos esos educadores apasionados y entregados, porque son ellos los que el lunes, sin tregua al cansancio, sin oídos para los profetas de calamidades, han puesto una sonrisa en su cara y han creído de nuevo en sus posibilidades y en sus alumnos.

Este post viene a razón de una pequeña polémica que se generó por unas palabras mías en la tertulia sobre el liderazgo creativo en nuestros colegios: Para que realmente podamos llamar creativo al tipo de liderazgo que queremos y necesitamos, debemos estar dispuestos a quitarnos el corsé de las grandes palabras, del siempre se ha hecho así, de los espacios y tiempos, incluso de los idearios y documentos de carácter propio que nos definen. El primer muro a mis palabras vino de altas jerarquías de algunas organizaciones de enseñanza, es por ello que quiero matizar aquí mis palabras.

Si creemos que la creatividad es la base necesaria para el cambio y para la participación, estamos llamados a creer en las nuevas ideas que se generan, a aceptar otros enfoques que no sean los institucionales, a dejar fluir en aguas de las que no esperábamos pescar. Un colegio con liderazgo creativo es un centro que promueve sinergias y experiencias de sentido, que aprovecha la pasión de cada uno de los que forman la comunidad educativa, que pondera la horizontalidad y conoce la humildad de sus líderes.

Sin un ideario, sin un carácter propio claro y abierto, estaremos condenados a vagar por rutas de desconcierto. Esto es cierto, pero también lo es que se nos reclama una mayor participación de todos en el momento de definir ese ideario, y cuando se generan nuevas ideas y nuevos horizontes cambian los caminos y las formas, desabsolutizamos incluso los conceptos que considerábamos intocables, tal vez porque ya no responden a la presencia evangelizadora y transformadora que la realidad nos pone en lo alto del pupitre.

En el ritmo frenético de cambios sociales y pedagógicos, ¿cómo seguir insistiendo en definir valores y visiones para quince o veinte años? Precisamente somos las instituciones religiosas, a causa de la rica y larga historia que nos precede, las más reacias a conceder el mínimo margen a los principios que siempre nos han identificado. Y nos resistimos aún más a que otros, incluso aunque vivan con más frescura nuestra misión y carisma, participen en esa redefinición.

Es aquí cuando el corsé aprieta, pero aguantamos. Es aquí cuando las palabras y la formas se resquebrajan, pero las limpiamos con esmero. Es aquí cuando las posiciones se enrocan, pero las defendemos como si en ello nos fuera la vida.

Encorsetados, enrocados, enmarcados, empeñados en poner el vino nuevo en los odres viejos, aprisionados por el miedo a perder la lengua o la mano derecha.