La audacia de vivir sin refugio

Vivimos inmersos en una búsqueda constante de confort. Una comodidad que nos anestesia frente al miedo, que nos domestica ante la incertidumbre, y que nos mantiene atrapados en la cultura de la excusa y de la desresponsabilización. El coraje —aquella virtud que alguna vez fue emblema de la juventud de nuestra cultura— ha sido socializado, diluido en formas colectivas, sin pulso ni alma. Para muchos, incluso, se ha vuelto anacrónico. No conocen más impulso que el de una rebeldía impostada, de postureo.

El término coraje hunde sus raíces en la palabra latina cor —corazón—. En su núcleo, el coraje es la capacidad de decidir y actuar frente al peligro, al riesgo y al miedo. Pero no se trata solo de resistir la adversidad: implica transformarla desde dentro. Frente a un sentimentalismo ingenuo del coraje, se nos invita a abrazar nuestros miedos, escucharlos y avanzar con ellos, sin permitir que nos paralicen, ni esconderlos bajo la alfombra de lo colectivo.

Hoy hemos colectivizado el coraje: somos valientes si el grupo así lo decide y lo valida, si la opinión pública lo aprueba. Esta lógica nos lleva a delegar la responsabilidad, a reducir el ”yo” ante lo desconocido. Nos convertimos en espectadores de la realidad, esperando que otros nos libren del vértigo de decidir.

Byung-Chul Han, en su crítica al miedo contemporáneo, advierte: “Lo opuesto a la esperanza es el miedo… vivir en modo supervivencia nos ancla a la depresión y al miedo, que nos cierran puertas y nos roban la libertad… alguien que tiene miedo al futuro será incapaz de organizarse y crear su propio futuro”. Vivimos en modo de supervivencia, en letargo, sin proyección real al cambio que aporta la esperanza. Sin margen de maniobra, buscamos salidas fáciles de nuestros laberintos: actuar tras la máscara del grupo que diluya nuestros miedos.

Solo la esperanza nos pone en marcha. Nos da un horizonte de sentido que podemos creer. Martha Nussbaum, en su magnífico ensayo sobre el miedo, dice: “Hay que afrontar la ira, el miedo, y luego pensar en las alternativas: esperanza, fe, cierto tipo de amor fraternal. Y luego hay que dedicarse a cultivarlas”.

La primera tierra de cultivo somos nosotros mismos. Desde niños se nos enseña a tener miedo. Ha sido —y sigue siendo— una de las herramientas educativas más utilizadas: el miedo como amenaza de pérdida, de soledad, de indefensión, de falta de belleza. Se nos educa en la excusa, en la búsqueda de culpables, en la negación de la esperanza de transformación. Así se extingue el coraje. Porque el coraje, más que heroicidad, significa cultivar una audacia íntima.

Los filósofos antiguos llamaron a esta virtud andreía—ἀνδρεία—, como representación de lo que verdaderamente nos hace humanos. Nuestros miedos se alimentan de nuestra negación a asumirnos, de nuestra nostalgia, de nuestra falta de esperanza. Andreía, que algunos traducen en Aristóteles como ”hombría”, nos sitúa en el centro de nuestra condición humana: seres capaces de mirar de frente sus fracasos y equivocaciones con valentía, sin disolverlos en lo colectivo.

Esta virtud nos invita a vivir sin refugio. A no buscar escondites emocionales ni ideológicos que nos protejan del vértigo de existir. Vivir sin refugio no es vivir sin abrigo, sino sin evasión. Es habitar la intemperie de lo real, con el corazón abierto, sin máscaras ni parapetos. Es asumir que el miedo no se elimina, se atraviesa.

Este camino nos conduce a actitudes concretas de coraje:

  • Reconocer nuestros miedos, sin esconderlos ni negarlos. Nussbaum nos advierte que el miedo es fácil de manipular, es la base de muchos discursos que buscan el control. Por eso hay que aprender a cultivar la fe, la esperanza y el amor: virtudes de la confianza.
  • Recuperar lo individual, sin caer en un individualismo limitador. No podemos esperar que el grupo decida por nosotros ni que nos abra caminos para escapar de nuestros miedos. El coraje es una virtud personal, humana, que nace de una decisión libre, es decir, verdaderamente propia.
  • Activar una esperanza creíble. Como nos invita Byung-Chul Han: si el miedo estrecha nuestra tienda, debemos acoger el coraje de expandir su espacio, ampliando el perímetro de sus piquetas. Así nos lo piden también los profetas, una y otra vez.
  • Habitar nuestras emociones con conciencia, porque contienen pensamiento, como recuerda Nussbaum. No son irracionales. El coraje no es una improvisación, sino el fruto del huerto que hemos cultivado.

Ser humano es confiar. Podemos encontrar mil excusas —y siempre habrá espacio para una más—, pero sin la apertura de la confianza frente a las emergencias sociales que nos desahucian de la vida, solo caeremos en la red de la resignación y del miedo.

Ser humano es abrazar la fragilidad y avanzar con el corazón abierto. Con coraje. Con esperanza. Con la audacia de vivir sin refugio.

En su nombre

La semana pasada celebramos el mayor encuentro de escuela católica de Europa, el XVII Congreso organizado por Escuelas Católicas, que reunió a dos mil educadores. Personas entregadas, motivadas, siempre en búsqueda, con todos los sentidos puestos en la misión educativa. El lema del Congreso, Ser. Estar. Educar… con nombre propio, ha sido una sugerente invitación para explorar la esencia de la educación como un acto profundamente humano y transformador. La escuela es, ante todo, un espacio de encuentro, donde se cultiva el ser, se fortalece el estar y se hace vida la misión de educar.

Educar para el ser es educar desde la identidad y la diversidad, reconociendo que el ser humano es inseparable de su dimensión relacional. A lo largo de la historia, el pensamiento humano ha buscado desentrañar lo que significa “ser”: Sartre, Heidegger, Descartes y Parménides, entre otros, reflexionaron sobre ello desde perspectivas como la angustia, el tiempo y la existencia misma. Sin embargo, el pensamiento cristiano nos ofrece un enfoque único: el ser se descubre en la relación con el otro, en el encuentro y la aceptación de la diferencia y la vulnerabilidad. Somos porque reconocemos y nos reconocemos en el ser del otro. Este vínculo, más que una simple conexión, enriquece los encuentros y les da sentido. En nuestra labor educativa acogemos a cada persona como única y valiosa, con nombre propio, promoviendo un espacio donde cada uno pueda descubrir y afianzar su identidad en diálogo.

Estar, por su parte, nos conecta con la presencia activa, con la praxis. Estar en el mundo implica compromiso y acción. Así, la escuela se convierte en casa, en lugar al que volver para habitar y construir juntos, un espacio de encuentro que acoge y da forma a las relaciones y los aprendizajes. Estar o no estar marca una diferencia fundamental, y como educadores, estamos para ser ese soporte firme que facilita el crecimiento e impulsa la vida en todas sus dimensiones, más allá de los errores y las apariencias.

Somos y estamos porque educamos, y educamos para seguir siendo y estando. Educar es nuestra misión y vocación, y no lo hacemos por motivos comerciales, ni siquiera como mera estrategia. Educamos porque entendemos así nuestro modo de ser Iglesia de Jesucristo, como misión transformadora, como testimonio de la Buena Noticia en medio del mundo. 

La presencia de la escuela de ideario cristiano no puede limitarse a una función de garante de la escolarización, ni verse como una oferta subsidiaria sujeta a cambios políticos o sociales. Promueve la necesaria y rica pluralidad del sistema educativo, sustentada en el derecho de cada familia a elegir el modelo de educación que refleje sus valores y respete su diversidad. Educamos, pues, con nombre propio, dando visibilidad a cuantos construyen misión y promueven conversión a través de esta bella tarea. 

Ser, estar y educar son los pilares de nuestra misión. Los abordamos con la certeza de que solo poniendo a la persona en el centro -con su identidad, su presencia y su valor-, como nos invita el papa Francisco a través del Pacto Educativo Global, podemos dar significado y perspectiva a estos verbos. Este Congreso no solo ha celebrado nuestra labor, sino que ha renovado nuestro compromiso de poner nombre propio a todo lo que somos y hacemos, como grano de trigo que germina para la vida del mundo. Porque los infinitivos por sí solos no nos definen: conjugamos cada verbo junto a sus atributos, los complementos que les aportan contexto, los sujetos que les dan sentido, y sobre todo, la voluntad de trascender las palabras y no enredarnos en las preposiciones. Hacerlo todo con nombre propio pero no en nombre propio, sino en el de Aquel que nos dijo, y nos sigue diciendo: Id y enseñad.

De la pizarra al pixel

Conversando con educadores de diversas escuelas alrededor del mundo, he notado que la presencia de dispositivos tecnológicos en el aula provoca tanto temor como entusiasmo. La polémica sobre la incorporación de nuevas tecnologías en la educación nos sumerge en un debate constante. Existen tantas opiniones como argumentos, y aunque a cada parte le cueste reconocerlo, más allá de las alarmas y efectos dramáticos, el resultado suele ser un empate.

Hace dos siglos, durante la Revolución Industrial, la tecnología educativa también suscitó inquietudes, al desafiar las prácticas pedagógicas establecidas. Un ejemplo claro de ello son dos herramientas hoy omnipresentes en nuestras aulas, cuya llegada no estuvo exenta de polémica.

En 1564, en Inglaterra, el grafito fue descubierto por accidente, inicialmente confundido con plomo y empleado de manera rudimentaria para la escritura. Sin embargo, no fue hasta 1761 cuando Kaspar Faber, un ebanista alemán de Baviera, impulsó su uso. Faber fabricaba tablillas de grafito que insertaba entre finas láminas de madera unidas con cordel, lo que permitió un uso más práctico del material.

La verdadera revolución llegó en 1794 con la invención del lápiz, gracias al ingenio del francés Nicolas-Jacques Conté. Ante la escasez y el alto coste del grafito inglés, Conté ideó un método que mezclaba polvo de grafito, agua y arcilla, creando una mina que luego encapsulaba en madera. Esta innovación permitía distintas durezas e intensidades en los lápices, adaptándolos a diferentes usos y usuarios. A pesar del escepticismo inicial en las escuelas, que se resistían a sustituir las plumas y tinteros de sus pupitres y veían el lápiz como un obstáculo para la caligrafía, al poderse borrar y emborronar el papel, el invento fue adoptado de manera inevitable en la educación. Más tarde, Faber perfeccionó la invención de Conté, dándole la forma que conocemos hoy.

Cincuenta años después, el pedagogo escocés James Pillans introdujo otro cambio trascendental al colgar una gran pizarra en la pared del aula, facilitando la enseñanza colectiva y sustituyendo las pizarras de tablillas individuales. En 1960 el fotógrafo coreano Martin Heit inventó la pizarra blanca, pensada inicialmente para anotaciones en su cuarto oscuro y para dejar mensajes junto al teléfono. Aunque su llegada a las aulas fue más lenta, en la década de 1990 se popularizó como una alternativa a la pizarra de tiza. No obstante, su reinado fue breve, ya que fue pronto fue reemplazada por proyectores, pizarras digitales y pantallas interactivas.

Como es habitual, tampoco faltaron detractores para esta nuevas herramientas. Al principio, algunos educadores consideraban que la pizarra de Pillans distraía a los estudiantes, ya que, según ellos, iba en contra del principio pedagógico de fomentar el aprendizaje individualizado. De manera similar, la pizarra digital encontró resistencia entre aquellos que valoraban la simplicidad de la tiza, y hoy en día, la imposición de tabletas digitales es vista por algunos como un intento de regresar al aprendizaje personalizado, en oposición a la enseñanza colectiva.

Curiosamente, lápices y pizarras están volviendo a protagonizar una revolución en las aulas, esta vez impulsada por quienes defienden la escritura manual frente a las pantallas y valoras la inteligencia colectiva sobre la artificial. En palabras del filósofo Roberto Casati, la escuela tiene el privilegio de “no tener que correr detrás del cambio tecnológico y, al mismo tiempo, generar, gracias paradójicamente a sus inmensas inercias, el verdadero cambio, que es el desarrollo moral e intelectual de los individuos”.

Más allá de la ciega incorporación de la tecnología y las metodologías a nuestros proyectos educativos, cualquier cambio tecnológico no debe ser solo un cambio de herramientas, sino un cambio en la forma de pensar la educación, como sugiere Casati. Ojalá sea este el cambio que decidamos perseguir.