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El arte de buscar sentido

16/09/202515/09/2025 / Pedro Huerta / Deja un comentario

Buscar sentido es un ejercicio que no solo nos permite ser humanos, sino que también nos obliga a serlo. En esa búsqueda nos descubrimos pensantes, conscientes, vulnerables. Como ya vislumbró Descartes, el pensamiento nos abre a la existencia, y con ella, a todo lo posible. Pero no se trata de una tarea puntual, sino del trabajo de toda una vida. El sentido no se encuentra, se construye. Nos constituye, nos envuelve, nos define. Forma parte del proceso de personalización, y como tal, embellece éticamente las circunstancias que nos rodean.

Sin embargo, la búsqueda de sentido no es tarea fácil. Desde que el ser humano es tal, ha intentado comprender el porqué de su existencia, el para qué de su dolor, el sentido de su muerte. Hemos creado mitos, filosofías, sistemas de pensamiento, narrativas colectivas. Pero, en el fondo, seguimos siendo criaturas que se preguntan, que dudan, que tropiezan con el misterio de estar vivos y de pensarnos.

Hoy, en una sociedad saturada de estímulos, de datos, de algoritmos que predicen nuestros deseos antes de que los formulemos, la pregunta por el sentido parece un gesto subversivo. Vivimos en lo que Byung-Chul Han llama “la sociedad del rendimiento”, donde el sujeto se explota a sí mismo en nombre de la libertad. En ese contexto, se hace necesaria una resistencia íntima: detenernos a pensar, a sentir, a preguntarnos.

Es en los momentos de quiebre —cuando la vida nos sacude, cuando el control se nos escapa entre los dedos— donde la pregunta por el sentido se vuelve ineludible. Ya no se trata de grandes interrogantes metafísicos, sino de un simple y desgarrador “¿por qué?”. Los verbos, sujetos y predicados se hacen implícitos, pero están más presentes que nunca. El lenguaje se reduce al mismo tiempo que se multiplica la intensidad de la pregunta.

Es ahí donde la fe nos acompaña. La fe como experiencia íntima, como diálogo interior, como apertura a lo trascendente. La fe que no necesita rituales vacíos, sino silencio, escucha y presencia. Como decía Simone Weil, “la atención, absolutamente pura y sin mezcla, es oración”. La fe no nos dará todas las respuestas que estamos buscando, pero nos sostendrá. La fe no explica, pero abraza.

Zygmunt Bauman hablaba de la “modernidad líquida”, donde todo es transitorio, inestable, fugaz. En ese mundo, el sentido no puede venir dado desde fuera, sino que debe ser cultivado desde dentro. No hay mapas, solo brújulas. No hay certezas, solo caminos. Y eso exige una enorme valentía: la de vivir sin garantías, la de confiar sin pruebas, la de amar sin seguridades. El sentido, no pocas veces, se nos presentará reflejado en gestos y palabras que habíamos alejado a nuestras afueras o relegado al silencio. Hace falta mucha solidez para saberlo descubrir, pero sobre todo hace falta el coraje de volver nuestra mirada al original y dejar pasar el reflejo.

Por eso, cuando la fe se reduce a una práctica religiosa convertida en sistema cerrado, en catálogo de respuestas prefabricadas, en moralina disfrazada de espiritualidad, deja de ser espacio de búsqueda para convertirse en trinchera. Y en las trincheras no se piensa, se sobrevive. No se dialoga, se impone. No se ama, se teme.

Una fe y una espiritualidad auténticas no necesitan de trincheras. Se alimentan de preguntas, de grietas, de humanidad. Como afirma Martha Nussbaum, “la capacidad de imaginar la vida del otro es esencial para cualquier proyecto ético”. Y eso solo es posible si nos permitimos dudar, si nos abrimos a la fragilidad, si dejamos de fingir que lo tenemos todo claro.

La búsqueda de sentido no es un lujo filosófico, es una necesidad vital. No es un ejercicio intelectual, es una urgencia existencial. Y quienes tenemos fe —aunque sea una fe herida, tambaleante, contradictoria— estamos llamados acompañar preguntas más que a ofrecer respuestas. A caminar juntos a otros más que a imponer caminos. A despertar conciencias más que a tranquilizarlas.

Porque, al final, lo que más necesita el mundo no son certezas, sino sentido. Y buscarlo, es un arte mayor.

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Construir puentes y cruzarlos

13/05/202513/05/2025 / Pedro Huerta / Deja un comentario

En sus primeras palabras como papa, León XIV nos animaba a caminar “sin miedo, unidos de la mano con Dios y entre nosotros”. Frente a quienes cultivan el desencanto como actitud permanente, que con sospechosa insistencia buscan resquicios donde sembrar escepticismo; frente a quienes analizan los signos de los tiempos, los signos de Dios, con las herramientas torpes del cálculo político o las trincheras ideológicas, el papa León, como lo hiciera también san Juan Pablo II en el comienzo de su prontificado, como tantas veces repite el Señor en los evangelios, nos invita a no tener miedo, a levantar la cabeza y mirar el mundo con fe y esperanza.

No es una llamada ingenua. No es una frase bonita para encajar en titulares y quedar luego vacía de contenido. En boca de un papa misionero, que sabe de la vida y de la intemperie, es una exhortación a adquirir una mirada que trascienda nuestras limitaciones, emerja de nuestros sótanos y supere nuestras diferencias. Es una llamada a salir de la autopreservación y redescubrir una de las tareas más olvidadas, y más necesarias, de nuestra fe: tender puentes.

No es casual que al papa se le denomine Pontífice. El término viene de pons facere, “el que hace puentes”. En la antigua Roma, el pontífice era el funcionario que cuidaba los puentes sobre el río Tíber. Es un título sugerente, que pronto pasó a definir una de las tareas más importantes y bellas del sucesor de Pedro: conectar a Dios con la humanidad, a las personas entre sí, a la Iglesia con el mundo. Y en tiempos como los que vivimos, donde la polarización se ha vuelto rutina y la sospecha un método, construir puentes no es solo una hermosa metáfora, sino una tarea evangélica urgente.

Un puente no es un muro ni una torre. Su función no es proteger, sino abrir espacios. Su esencia es el ensanchamiento, no la clausura: une orillas que discurren en paralelo, salva vanos y vacíos, aproxima divergencias, abre puertas a la paz. Cada vez que negamos el diálogo, cada vez que juzgamos sin escuchar, cada vez que ponemos etiquetas donde deberíamos poner nombres, cada vez que damos la palabra a las diferencias porque creemos que la razón solo está en nuestra orilla, destruimos un puente. Por eso, una de las prácticas más tristes y repetidas de todas las guerras sigue siendo la destrucción de los puentes. Aún mantenemos en la memoria la imagen del Puente Viejo de Mostar, destruido en 1993 a causa de la guerra de los Balcanes. Romper puentes es un ejercicio de soberbia. Rehacerlos, una tarea de humildad y confianza.

Francisco insistió en esta misma idea durante todo su pontificado: “Lo que vale es generar procesos de encuentro, procesos que construyan un pueblo que sabe recoger las diferencias”. (Fratelli tutti, 217). Construir puentes no es una opción pastoral entre otras, es el único camino. Lo mismo en la política que en la educación, en la vida eclesial que en el corazón humano. Para lograrlo, Francisco nos habló de pacto educativo, León nos habla de construir puentes. Dos imágenes para una misma tarea, en la que necesitamos idénticas actitudes: facilitar el diálogo y el encuentro, vivir en disposición de salida, abrazar la fragilidad de la realidad, perder el miedo.

Tender puentes exige renunciar a la comodidad de nuestras orillas, cuestionar nuestras seguridades, dar un paso hacia el otro sin garantías. Requiere una disposición interior que no se improvisa: humildad, escucha, paciencia, capacidad de asumir que tal vez sea yo quien esté equivocado.

Pero no basta con levantarlos, también hay que cruzarlos. Tender puentes es un gesto noble; cruzarlos, un acto de fe. Implica exponerse, dejarse afectar, arriesgar algo de lo propio para encontrarse con el otro. Es toda una vocación. Porque cada vez que un puente se reconstruye, se desactiva una lógica de exclusión. Porque no hay fe que no implique un viaje hacia el otro, un éxodo de nosotros mismos. “Ayudadnos también vosotros, luego unos a otros, a construir puentes —nos pide León XIV—, con el diálogo, con el encuentro, uniéndonos todos para ser un solo pueblo siempre en paz.”

El tiempo de levantar muros ya ha dejado suficiente devastación. Es hora de redescubrir el oficio de pontífices. No todos llevamos el título, pero el Papa quiere contar con nosotros.

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¿Saber o no saber?…

09/02/202109/02/2021 / Pedro Huerta / Deja un comentario

Es seguramente uno de los axiomas filosóficos más conocidos. Sócrates (en realidad Platón por su boca), cansado de las trampas dialécticas de los sofistas, más preocupados en demostrar sus amplios conocimientos sobre casi todo que en buscar la verdad, se enfrenta a su relativismo proponiendo un método que busca en cada persona hacerla capaz de generar sus propias ideas, haciéndose las preguntas adecuadas y asumiendo su ignorancia sobre la realidad. Se le ha llamado la ironía socrática, que queda expresada en su célebre frase Solo sé que no sé nada (Ἓν οἶδα ὅτι οὐδὲν οἶδα).

El no saber socrático es el punto de partida para construir el verdadero conocimiento, pero no es un camino fácil de recorrer. Reconocer que no sabemos nada parece ir en contra de la orgía de saberes que se sigue apropiando de nuestros planes de estudio, de nuestras tertulias mediáticas y de cafetería, de nuestras reuniones familiares, de la inmediatez en que vivimos. No es tanto que necesitemos saber como que busquemos comprender rápidamente lo que nos pasa, incluso aunque no se corresponda con la verdad, o con nuestras necesidades reales. Poco ayuda tener al alcance de la mano un buscador de internet que dé respuesta inmediata a preguntas y dudas que ni siquiera nos interesan realmente. Declararse ignorante se convierte cada vez más en un atrevido suicidio social, condenado por todos los que siguen confiando en que sea el saber, y no su ausencia, lo que cambie el mundo.

Posicionarse en el ámbito del saber nos reconcilia con la grandeza humana, El que sabe, sabe, y el que no, que aprenda, decimos con sorna, otorgando al conocimiento un estatus de superioridad que lo destaca de los ignorantes espacios que parecen no llevarnos a nada. Sócrates ya avisó de los peligros de este subjetivismo, y por eso se hizo sospechoso de fraude intelectual. Al enfrentarnos a nuestra falta de sabiduría nos prepara para abrir nuestro conocimiento al asombro y el descubrimiento de la realidad sin matices, sin ideologías impuestas desde fuera, sin dogmas o refranes heredados de la llamada sabiduría popular, que tantos sueños ha destrozado y tantas vidas ha hecho naufragar desde la sencillez de sus aforismos y la crueldad de sus exigencias. Es el difícil ejercicio de deconstruir, que nos desnuda de las seguridades y nos coloca ante el vacío.

Hay una curiosa anécdota que ilustra bien estas ideas. Ocurrió en la presentación de la película «Luces de la Ciudad», en 1931. Su director y protagonista, Charles Chaplin, invitó a Albert Einstein al estreno y en la celebración posterior el famoso físico elogió al cómico y a su arte diciéndole: «Lo que he admirado siempre de usted es que su arte es universal, todo el mundo le comprende y le admira», a lo que Chaplin respondió, «Lo suyo es mucho más digno de respeto, todo el mundo le admira y prácticamente nadie le comprende».

Somos conscientes de que elegir saber y comprender, sea a mí mismo, a los demás o al mundo, lo hace todo demasiado complejo. A veces parece que formamos parte de una conspiración planetaria para acabar con nuestra paciencia y la ignorancia es de lo poco que nos permite dormir tranquilos. Por ese motivo, no saber se convierte en una opción de supervivencia frente a la complejidad de la vida. No es ya una deconstrucción de sentido sino un flotador que nos salva de personas, cosas y situaciones excesivamente complicadas. No estamos dispuestos a soportar un dolor de cabeza diario para poder seguir adelante con nuestra vida. Y elegimos no saber, hacernos los despistados y admirarnos del saber de los otros mientras vivimos felices en nuestra escogida ignorancia.

Este no saber tiene poco que ver con el método socrático, pero es el que más abunda. No es propositivo sino insultante, porque supone aprender a pasar de todo, aprender a que nada nos afecte, a no prestar oídos, ni ojos, ni manos a lo que ocurre a nuestro alrededor; aprender a buscar culpables en el mundo, en quienes me educaron, en los que no me quisieron, incluso en quienes sí lo hicieron. En lugar de deconstruir desaparecemos de nosotros mismos y de nuestra vida, para aparecer en una vida diluida en la que otros piensan mientras sobrevivimos con sus pensamientos, creando una sensación de control sobre el todo que nos rodea y condiciona.

Parece más sencillo habitar el espacio del no saber práctico para moverse despreocupadamente por la vida. Yo, aunque amante de la sabiduría, quiero ser aprendiz del no saber metódico, ese difícil arte de negarme a buscar en Google lo que ignoro, de callar y dejar que el vacío se convierta en un principio desde el que modelar mi propio pensamiento, de escuchar, de construir juntos las ideas que nos salven de los abismos de sentido, de encarnar vivencias compartidas, de levantar la cabeza de mis convicciones y mirar a los ojos de quien, como yo, sigue haciéndose preguntas. No saber, negarse a sentenciar con conocimientos enlatados, disponerme al diálogo, aunque me equivoque mil veces.

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