Buscar sentido es un ejercicio que no solo nos permite ser humanos, sino que también nos obliga a serlo. En esa búsqueda nos descubrimos pensantes, conscientes, vulnerables. Como ya vislumbró Descartes, el pensamiento nos abre a la existencia, y con ella, a todo lo posible. Pero no se trata de una tarea puntual, sino del trabajo de toda una vida. El sentido no se encuentra, se construye. Nos constituye, nos envuelve, nos define. Forma parte del proceso de personalización, y como tal, embellece éticamente las circunstancias que nos rodean.
Sin embargo, la búsqueda de sentido no es tarea fácil. Desde que el ser humano es tal, ha intentado comprender el porqué de su existencia, el para qué de su dolor, el sentido de su muerte. Hemos creado mitos, filosofías, sistemas de pensamiento, narrativas colectivas. Pero, en el fondo, seguimos siendo criaturas que se preguntan, que dudan, que tropiezan con el misterio de estar vivos y de pensarnos.
Hoy, en una sociedad saturada de estímulos, de datos, de algoritmos que predicen nuestros deseos antes de que los formulemos, la pregunta por el sentido parece un gesto subversivo. Vivimos en lo que Byung-Chul Han llama “la sociedad del rendimiento”, donde el sujeto se explota a sí mismo en nombre de la libertad. En ese contexto, se hace necesaria una resistencia íntima: detenernos a pensar, a sentir, a preguntarnos.
Es en los momentos de quiebre —cuando la vida nos sacude, cuando el control se nos escapa entre los dedos— donde la pregunta por el sentido se vuelve ineludible. Ya no se trata de grandes interrogantes metafísicos, sino de un simple y desgarrador “¿por qué?”. Los verbos, sujetos y predicados se hacen implícitos, pero están más presentes que nunca. El lenguaje se reduce al mismo tiempo que se multiplica la intensidad de la pregunta.
Es ahí donde la fe nos acompaña. La fe como experiencia íntima, como diálogo interior, como apertura a lo trascendente. La fe que no necesita rituales vacíos, sino silencio, escucha y presencia. Como decía Simone Weil, “la atención, absolutamente pura y sin mezcla, es oración”. La fe no nos dará todas las respuestas que estamos buscando, pero nos sostendrá. La fe no explica, pero abraza.
Zygmunt Bauman hablaba de la “modernidad líquida”, donde todo es transitorio, inestable, fugaz. En ese mundo, el sentido no puede venir dado desde fuera, sino que debe ser cultivado desde dentro. No hay mapas, solo brújulas. No hay certezas, solo caminos. Y eso exige una enorme valentía: la de vivir sin garantías, la de confiar sin pruebas, la de amar sin seguridades. El sentido, no pocas veces, se nos presentará reflejado en gestos y palabras que habíamos alejado a nuestras afueras o relegado al silencio. Hace falta mucha solidez para saberlo descubrir, pero sobre todo hace falta el coraje de volver nuestra mirada al original y dejar pasar el reflejo.
Por eso, cuando la fe se reduce a una práctica religiosa convertida en sistema cerrado, en catálogo de respuestas prefabricadas, en moralina disfrazada de espiritualidad, deja de ser espacio de búsqueda para convertirse en trinchera. Y en las trincheras no se piensa, se sobrevive. No se dialoga, se impone. No se ama, se teme.
Una fe y una espiritualidad auténticas no necesitan de trincheras. Se alimentan de preguntas, de grietas, de humanidad. Como afirma Martha Nussbaum, “la capacidad de imaginar la vida del otro es esencial para cualquier proyecto ético”. Y eso solo es posible si nos permitimos dudar, si nos abrimos a la fragilidad, si dejamos de fingir que lo tenemos todo claro.
La búsqueda de sentido no es un lujo filosófico, es una necesidad vital. No es un ejercicio intelectual, es una urgencia existencial. Y quienes tenemos fe —aunque sea una fe herida, tambaleante, contradictoria— estamos llamados acompañar preguntas más que a ofrecer respuestas. A caminar juntos a otros más que a imponer caminos. A despertar conciencias más que a tranquilizarlas.
Porque, al final, lo que más necesita el mundo no son certezas, sino sentido. Y buscarlo, es un arte mayor.



