Enderezar senderos

Adviento no es un tiempo para decorar nuestras rutinas con bonitas luces, sino para encender hogueras en cada uno de nuestros desiertos. Juan el Bautista no susurra palabras dulces: grita, «Preparad el camino, enderezad senderos». Pero nosotros, expertos en rodeos, preferimos las veredas que acarician nuestras certezas y alimentan un optimismo efímero. Nos fascinan los caminos conocidos porque nos ofrecen una seguridad disfrazada de esperanza: promesas sin riesgo, certezas sin incomodidad. Son senderos en los que no aventuramos la vida, sin intemperies, sin posibilidad de fracaso.

Pero ninguna existencia se endereza en caminos tranquilos. Las rutas que esquivan las complicaciones nos invitan a contemplar el paisaje sin preguntarnos por su sentido. Y a eso lo llamamos “ser realistas”, como si la realidad fuese un sofá donde acomodarse. Hemos domesticado la esperanza, la hemos convertido en un animal de compañía que no muerde, que no incomoda. Y así, mientras creemos avanzar, giramos en círculos, entretenidos con lo inmediato.

Zygmunt Bauman dice: «No es verdad que la felicidad significa tener una vida sin problemas. Una vida feliz viene de la superación de los problemas». Sin embargo, seguimos buscando atajos para no enfrentarnos a nada. Queremos una felicidad sin grietas, una esperanza sin riesgo, un Adviento sin desierto. Y así, la voz del Bautista se disuelve entre villancicos y luces deslumbrantes.

Adviento es el tiempo de la utopía, que no significa ingenuidad, sino del “sin lugar”, porque todavía no existe… pero puede existir. Ernest Bloch nos recordó que las utopías son la fuerza motriz de la humanidad; sin ellas, el mundo pierde el horizonte. Necesitamos un realismo utópico, no ese realismo que nos ata a lo posible y nos roba el coraje de soñar. El realismo sin utopía es un mapa sin norte.

La utopía cristiana va más lejos que todas: no termina en el aquí ni se agota en la justicia. Cuando creemos haber llegado, empieza de nuevo, porque su meta es el amor. Y el amor no se conforma con caminos rectos: los inventa. Por eso, enderezar senderos no es regresar a lo cómodo, sino abrir rutas donde nadie se atreve. Es caminar a la intemperie, con la esperanza por brújula y la audacia por calzado.

¿Y qué significa enderezar senderos hoy? Significa dejar de maquillar la realidad con discursos tibios. Significa incomodarnos, romper la lógica del “siempre se ha hecho así”. Significa mirar de frente las heridas del mundo y no darles la espalda con excusas piadosas. Enderezar senderos es desmantelar las cómodas veredas del ego, esas que nos prometen éxito rápido y felicidad instantánea. Es atrevernos a caminar por sendas que no garantizan aplausos, pero sí autenticidad.

La esperanza del Adviento no es un placebo para soportar la vida; es asumir que tenemos la capacidad para transformarla. No es un calmante, es una provocación. Nos invita a creer que lo imposible no es quimera, sino tarea. Nos desafía a vivir sin refugio, a exponernos a la intemperie de lo incierto. Porque solo quien se atreve a salir del abrigo de lo seguro descubre que la vida, en su crudeza, es también promesa.

Quizá por eso Juan el Bautista no predicaba en los palacios, sino en el desierto. Porque el desierto no engaña: allí no hay sombras cómodas, ni discursos anestesiantes. Allí todo es esencial. Y en lo esencial, la esperanza se vuelve camino, no consuelo. Enderezar senderos es aprender a caminar sin mapas, sabiendo que el horizonte no está trazado, sino por trazar. Es comprender que la utopía no es un lugar al que se llega, sino una dirección que se elige y se acoge.

El Adviento nos recuerda que la fe no es un seguro de vida, sino una invitación a la intemperie. Que la esperanza no es un sofá, sino una mochila ligera para atravesar desiertos. Que enderezar senderos no es buscar comodidad, sino abrir rutas imposibles. Porque el amor —ese amor que inaugura el Reino— no se conforma con lo posible: lo desborda.

La fecha del fin del mundo

La semana pasada volvieron los agoreros del fin de los tiempos con fecha cerrada y fijada: el 22 de diciembre de 2032. Al parecer, los astrofísicos que siguen el rastro del asteroide 2024YR4 desde el pasado 27 de diciembre han calculado que ese día impactará contra la Tierra, con una probabilidad que ya alcanza el 2 %. La noticia da para chiste: En 2032, el gordo de la lotería caerá del cielo, y nos va a tocar a todos. Y, como siempre, no faltan quienes ven en la catástrofe una oportunidad de negocio: por un módico precio y con financiación a 24 plazos, puedes reservar tu refugio para sobrevivir al impacto.

El amor por poner fecha al fin del mundo no es nuevo. Ya sea por profecías mayas, interpretaciones delirantes de Nostradamus o cálculos mágico-numéricos, el vaticinio del colapso global siempre viene acompañado de una buena dosis de parafernalia pseudorreligiosa. En el paquete suelen incluirse suicidios colectivos, sayones de colores chillones y la venta de todos los bienes a líderes iluminados que ofrecen boletos de primera clase para la nave de salvación. Aunque suene a argumento de serie B, son noticias que aparecen en la prensa cada vez que se pone en circulación una nueva fecha para el fin del mundo.

Lo curioso es la insistencia en estas predicciones. Da la impresión de que nos gusta ponernos límites, sentir el vértigo del abismo, la adrenalina de la cuenta atrás hacia el caos definitivo. Quizá, en el fondo, el problema no es el fin del mundo, sino el cansancio de vivir en él.

Alguien me comentó hace unos días que las religiones también hablan del fin del mundo y que, a lo largo de la historia, nunca han faltado profetas del desastre con calendarios apocalípticos en la mano. Cierto. Pero hay una diferencia fundamental: el profeta auténtico no es un adivino de catástrofes, sino un despertador de conciencias. La preocupación por el futuro solo tiene sentido si nos lleva a cuestionarnos sobre el presente, sobre nuestro modo de habitar el mundo.

El verdadero problema es que no necesitamos un asteroide para destruir la Tierra, nos bastamos nosotros solos para ese cometido. A pesar de las advertencias, llevamos décadas socavando las condiciones de vida del planeta, desforestando, contaminando mares y ríos, ignorando el cambio climático como si no fuera con nosotros. El mundo tiene un valor en sí mismo, nos recuerda el papa Francisco en Laudato Si’, pero nos empeñamos en tratarlo como si fuera nuestro vertedero personal. El peligro real para la Tierra no es el asteroide 2024YR4, somos nosotros.

La conversión que necesitamos no es la de los falsos videntes que nos dicen cuándo y cómo caerá el castigo divino, sino la de una humanidad que aprende a vivir con más responsabilidad y menos egoísmo. Y lo debemos hacer desde abajo, en la educación tenemos una herramienta preciosa para conseguir estos objetivos de cuidado de la casa común: nos permite reflexionar y preguntarnos no solo qué planeta queremos dejar a nuestros niños y jóvenes, sino sobre todo qué personas queremos dejar a nuestro planeta.

El que fuera director de la Biblioteca de Alejandría, Demetrio de Falero, afirmaba ya en el siglo IV antes de Cristo que no es el destino quien arrastra al hombre, sino sus propias costumbres. Y si mantenemos determinadas costumbres destructivas, no habrá asteroide que supere nuestra propia capacidad de autodestrucción.