La fecha del fin del mundo

La semana pasada volvieron los agoreros del fin de los tiempos con fecha cerrada y fijada: el 22 de diciembre de 2032. Al parecer, los astrofísicos que siguen el rastro del asteroide 2024YR4 desde el pasado 27 de diciembre han calculado que ese día impactará contra la Tierra, con una probabilidad que ya alcanza el 2 %. La noticia da para chiste: En 2032, el gordo de la lotería caerá del cielo, y nos va a tocar a todos. Y, como siempre, no faltan quienes ven en la catástrofe una oportunidad de negocio: por un módico precio y con financiación a 24 plazos, puedes reservar tu refugio para sobrevivir al impacto.

El amor por poner fecha al fin del mundo no es nuevo. Ya sea por profecías mayas, interpretaciones delirantes de Nostradamus o cálculos mágico-numéricos, el vaticinio del colapso global siempre viene acompañado de una buena dosis de parafernalia pseudorreligiosa. En el paquete suelen incluirse suicidios colectivos, sayones de colores chillones y la venta de todos los bienes a líderes iluminados que ofrecen boletos de primera clase para la nave de salvación. Aunque suene a argumento de serie B, son noticias que aparecen en la prensa cada vez que se pone en circulación una nueva fecha para el fin del mundo.

Lo curioso es la insistencia en estas predicciones. Da la impresión de que nos gusta ponernos límites, sentir el vértigo del abismo, la adrenalina de la cuenta atrás hacia el caos definitivo. Quizá, en el fondo, el problema no es el fin del mundo, sino el cansancio de vivir en él.

Alguien me comentó hace unos días que las religiones también hablan del fin del mundo y que, a lo largo de la historia, nunca han faltado profetas del desastre con calendarios apocalípticos en la mano. Cierto. Pero hay una diferencia fundamental: el profeta auténtico no es un adivino de catástrofes, sino un despertador de conciencias. La preocupación por el futuro solo tiene sentido si nos lleva a cuestionarnos sobre el presente, sobre nuestro modo de habitar el mundo.

El verdadero problema es que no necesitamos un asteroide para destruir la Tierra, nos bastamos nosotros solos para ese cometido. A pesar de las advertencias, llevamos décadas socavando las condiciones de vida del planeta, desforestando, contaminando mares y ríos, ignorando el cambio climático como si no fuera con nosotros. El mundo tiene un valor en sí mismo, nos recuerda el papa Francisco en Laudato Si’, pero nos empeñamos en tratarlo como si fuera nuestro vertedero personal. El peligro real para la Tierra no es el asteroide 2024YR4, somos nosotros.

La conversión que necesitamos no es la de los falsos videntes que nos dicen cuándo y cómo caerá el castigo divino, sino la de una humanidad que aprende a vivir con más responsabilidad y menos egoísmo. Y lo debemos hacer desde abajo, en la educación tenemos una herramienta preciosa para conseguir estos objetivos de cuidado de la casa común: nos permite reflexionar y preguntarnos no solo qué planeta queremos dejar a nuestros niños y jóvenes, sino sobre todo qué personas queremos dejar a nuestro planeta.

El que fuera director de la Biblioteca de Alejandría, Demetrio de Falero, afirmaba ya en el siglo IV antes de Cristo que no es el destino quien arrastra al hombre, sino sus propias costumbres. Y si mantenemos determinadas costumbres destructivas, no habrá asteroide que supere nuestra propia capacidad de autodestrucción.

De la pizarra al pixel

Conversando con educadores de diversas escuelas alrededor del mundo, he notado que la presencia de dispositivos tecnológicos en el aula provoca tanto temor como entusiasmo. La polémica sobre la incorporación de nuevas tecnologías en la educación nos sumerge en un debate constante. Existen tantas opiniones como argumentos, y aunque a cada parte le cueste reconocerlo, más allá de las alarmas y efectos dramáticos, el resultado suele ser un empate.

Hace dos siglos, durante la Revolución Industrial, la tecnología educativa también suscitó inquietudes, al desafiar las prácticas pedagógicas establecidas. Un ejemplo claro de ello son dos herramientas hoy omnipresentes en nuestras aulas, cuya llegada no estuvo exenta de polémica.

En 1564, en Inglaterra, el grafito fue descubierto por accidente, inicialmente confundido con plomo y empleado de manera rudimentaria para la escritura. Sin embargo, no fue hasta 1761 cuando Kaspar Faber, un ebanista alemán de Baviera, impulsó su uso. Faber fabricaba tablillas de grafito que insertaba entre finas láminas de madera unidas con cordel, lo que permitió un uso más práctico del material.

La verdadera revolución llegó en 1794 con la invención del lápiz, gracias al ingenio del francés Nicolas-Jacques Conté. Ante la escasez y el alto coste del grafito inglés, Conté ideó un método que mezclaba polvo de grafito, agua y arcilla, creando una mina que luego encapsulaba en madera. Esta innovación permitía distintas durezas e intensidades en los lápices, adaptándolos a diferentes usos y usuarios. A pesar del escepticismo inicial en las escuelas, que se resistían a sustituir las plumas y tinteros de sus pupitres y veían el lápiz como un obstáculo para la caligrafía, al poderse borrar y emborronar el papel, el invento fue adoptado de manera inevitable en la educación. Más tarde, Faber perfeccionó la invención de Conté, dándole la forma que conocemos hoy.

Cincuenta años después, el pedagogo escocés James Pillans introdujo otro cambio trascendental al colgar una gran pizarra en la pared del aula, facilitando la enseñanza colectiva y sustituyendo las pizarras de tablillas individuales. En 1960 el fotógrafo coreano Martin Heit inventó la pizarra blanca, pensada inicialmente para anotaciones en su cuarto oscuro y para dejar mensajes junto al teléfono. Aunque su llegada a las aulas fue más lenta, en la década de 1990 se popularizó como una alternativa a la pizarra de tiza. No obstante, su reinado fue breve, ya que fue pronto fue reemplazada por proyectores, pizarras digitales y pantallas interactivas.

Como es habitual, tampoco faltaron detractores para esta nuevas herramientas. Al principio, algunos educadores consideraban que la pizarra de Pillans distraía a los estudiantes, ya que, según ellos, iba en contra del principio pedagógico de fomentar el aprendizaje individualizado. De manera similar, la pizarra digital encontró resistencia entre aquellos que valoraban la simplicidad de la tiza, y hoy en día, la imposición de tabletas digitales es vista por algunos como un intento de regresar al aprendizaje personalizado, en oposición a la enseñanza colectiva.

Curiosamente, lápices y pizarras están volviendo a protagonizar una revolución en las aulas, esta vez impulsada por quienes defienden la escritura manual frente a las pantallas y valoras la inteligencia colectiva sobre la artificial. En palabras del filósofo Roberto Casati, la escuela tiene el privilegio de “no tener que correr detrás del cambio tecnológico y, al mismo tiempo, generar, gracias paradójicamente a sus inmensas inercias, el verdadero cambio, que es el desarrollo moral e intelectual de los individuos”.

Más allá de la ciega incorporación de la tecnología y las metodologías a nuestros proyectos educativos, cualquier cambio tecnológico no debe ser solo un cambio de herramientas, sino un cambio en la forma de pensar la educación, como sugiere Casati. Ojalá sea este el cambio que decidamos perseguir.

La vocación de Juan

28 de enero. Juan de Mata no ha podido dormir bien. Hoy con más justificación, porque en unas horas se encontrará con el Obispo de París, su viejo profesor de teología, el abad de San Víctor y muchos amigos, porque a Juan no le costaba hacer amigos, en la iglesia abacial de San Víctor de París. Estamos en el año del Señor de 1193, y Juan de Mata va a celebrar su primera Misa.

Había llegado a París años atrás, desde su Provenza natal, con la intención de estudiar para en un futuro hacerse cargo de los negocios familiares en el puerto de Marsella. París era la mejor escuela por entonces, escuela de teología, por supuesto, aunque no se le había pasado por la cabeza ser cura ni monje, para contar con estudios y poder prosperar no había otro camino. En el ambiente académico de París, Juan era conocido por sus ganas permanentes de hacer fiesta, Con él todo hay que celebrarlo, no deja pasar ninguna oportunidad, dice siempre su mejor amigo y compañero de estudios, Guillermo, al que llaman Escocés.

Una mañana, cuando Juan y Guillermo iban camino de sus clases en la escuela catedralicia, pasando junto a las obras de la nueva catedral en la île de la Cité, encontraron un grupo de gente que escuchaban la apasionada predicación de un caballero cruzado. Con grandes voces y aspavientos anunciaba que los sarracenos habían atacado los Santos Lugares, Jerusalén y el Santo Sepulcro habían vuelto a caer en manos de infieles, miles de cristianos valientes habían muerto o sufrían cautividad por su defensa. El Papa prometía el cielo eterno para aquellos que se unieran a la nueva cruzada, la cuarta ya, que muy pronto liberaría la Tierra Santa que pisó Nuestro Señor Jesucristo. La gente lloraba y aplaudía enfervorizada, muchos jóvenes se acercaban al escribano que anotaba los nombres de quienes se ofrecían para tan noble y santa empresa.

Juan había visto en otras ocasiones escenas parecidas, se repetían en las principales plazas de la ciudad. Traía a su memoria el puerto de Marsella, cuando viendo desembarcar a los que regresaban de la Santa Cruzada soñaba con hacerse él también un caballero cruzado, un caballero de Cristo. La predicación de aquel cruzado despertó el viejo deseo de su infancia. Ya se veía con aquella imponente cruz cosida sobre el pecho de su túnica, la negra capa y una poderosa y gran espada al cincho, liberando el Santo Sepulcro y besando la lápida de la unción de Cristo, o arrodillándose ante la estrella del pesebre en Belén, obligando a los sarracenos infieles a renegar de su fe y abrazar la de la Santa Madre Iglesia.
— Vamos, Juan, llegamos tarde -dijo Guillermo, mientras tiraba de él para apartarlo del grupo.
— ¿Nunca has soñado con…
— No, nunca -dijo Guillermo cortante-. ¿No te das cuenta de que son unos fanáticos? Solo saben beber y cortar cabezas con su espada. El mundo es muy grande como para dejar la vida peleando por un trozo de tierra y unas viejas iglesias.
— No sé… yo creo que… No todo es fanatismo, hay ideales que val…
— ¡Vamos! ¡Contigo es imposible llegar a tiempo a clase!

Unos días más tarde, cuando Juan salía de una de sus clases en Saint-Julien-le-Pauvre, encontró un mendigo que pedía limosna a la entrada del templo. Juan buscó en su bolsa y sacó un sol de plata. Cuando el mendigo estiró el brazo dejó entrever, bajo su roída capa, la túnica de los cruzados, inconfundible por su cruz negra sobre el pecho. Juan quedó inmóvil, su brazo extendido y la moneda aún en la mano.
— ¿Os asusta mi presencia, Señor? – dijo el mendigo.
— No es eso -respondió Juan, algo airado-. Me sorprende que siendo caballero cruzado andéis pidiendo limosna y no luchando por retomar el Sepulcro de Nuestro Señor.
El mendigo bajó la cabeza y, avergonzado, cruzó la capa sobre la cruz de su pecho. Juan guardó su sol. Dando media vuelta entró de nuevo en el templo y dirigió sus pasos, firmes e indignados, a la capilla de Santiago. Ante el Apóstol de los peregrinos quería ofrecer su vida y dar cumplimiento a lo que siempre había soñado, a lo que aquel mendigo, por cobardía, fue incapaz de cumplir.
Mientras avanzaba por la nave de Saint-Julien, el cruzado le gritó:
— A Dios le importan más las personas que la tierra, y hay muy poca libertad para las personas, tengan la fe que tengan. Eso es lo que he visto en Tierra Santa, y lo que veo ahora en la dureza de tu corazón.

Juan, que había parado en seco al oír aquellas palabras, siguió su camino conteniendo la rabia.
— ¿Quién se cree ese mendigo, ese renegado, para hablarme así? -pensaba airado mientras se postraba en tierra ante la sagrada imagen del Apóstol Santiago. La agitación no le dejaba rezar. Cerraba con fuerza los ojos, como si de ese modo pudiera acallar en su pensamiento y en su corazón el eco de las palabras del cruzado: No tienes libertad en tu corazón… Dios no quiere la tierra… Dios ama a las personas

Aquella mañana, Juan no volvió a clase, la pasó con Miguel, que así se llamaba el antiguo cruzado. Con lágrimas en sus ojos, Miguel contó a Juan todo lo que vio en la «santa» cruzada. No calló ningún detalle, especialmente aquellos que los predicadores omitían: hombres alejados de sus casas y abandonados por sus jefes; cristianos que luchaban fanáticamente por la libertad, dejando a su paso un reguero de esclavitud y miseria; mazmorras repletas de cautivos que dejaban allí los mejores años de su vida, renegando la mayoría de su fe. Ciertamente, las mazmorras eran lo peor que Miguel había visto, poco importa si estaban en tierras de infieles o de cristianos, solo eran mazmorras de indiferencia, de odio y de ira.

Miguel hablaba con pasión, pero no se parecía a la de los cruzados predicadores. Era natural de Castilla, campo de batalla desde siglos atrás contra los infieles. Había luchado en no pocas batallas para defender una fe que se parecía muy poco a la que mandó predicar Nuestro Señor Jesucristo en su Evangelio. A Miguel se le encendía el alma y la mirada, esa no era forma de defender la fe, es soberbia, orgullo, incluso vanidad, porque en el corazón de aquellos cruzados, bajo la cruz de su túnica, solo hay pecado y deseos de venganza. Cansado de todo lo que vivió en su tierra natal, Miguel se alistó en la tercera cruzada, la Cruzada de los Reyes, creyendo que la reconquista del Santo Sepulcro daría sentido a sus búsquedas. Se equivocó. Fue aún peor. Así fue como regresó de Jerusalén convertido en un maldito, un renegado asolado por pensamientos que contradecían su juramento y avergonzaban su alma.
— Cuando volvimos de Jerusalén, junto a las tropas del rey Ricardo, -contaba Miguel- con el sabor amargo de una victoria a medias, muchos pensamientos oscurecían mi corazón. No quise acompañar a los caballeros que iban a Roma para recibir licencia e indulgencia del Santo Padre, y acabé vagando por estas tierras hasta que llegué a París, donde he podido sobrevivir gracias a la limosna. Hice promesa de no quitarme nunca mi túnica de cruzado, con la cruz. Es la carga con la que pretendo expiar mi pecado, por tanto mal y tanto dolor provocado.

Guillermo y Miguel esperaban ya en la Iglesia abacial de San Víctor. Era una fría mañana de jueves, fiesta de Santa Inés segunda, 28 de enero del año del Señor de 1193. A lo largo del último año habían sido algo más que amigos de Juan, fueron testigos de lo que iba creciendo en su interior, una mezcolanza de antiguos deseos y nuevos sueños. Aquellos ideales cruzados de su juventud habían dado paso a la indignación, Juan había descubierto el sufrimiento de quienes no podían vivir su fe en libertad, fuera cual fuese; de quienes caían en cautividad por la obsesión de hombres que reclamaban la propiedad divina de una tierra que ni el mismo Dios quería; a quienes endurecían su corazón matando a otros en nombre de Cristo, que murió perdonando a sus enemigos. Guillermo, que tal vez era quien mejor conocía a Juan, le preguntaba muchas veces por esa fatiga que reflejaban sus ojos cada mañana.
— Están cansados de buscar -respondía Juan.

Tenía muy claro que que la Iglesia no era la solución a sus dudas y preguntas, incluso llegó a pensar por algún tiempo que la Iglesia, o alguno de sus jerarcas, eran el problema principal. Pero su viejo maestro de teología, Prevostino, fue convenciéndole de que solo cambiaremos con autenticidad la realidad que no nos gusta si lo hacemos desde el interior, y es imprescindible comenzar por cambiar el propio corazón. Fue en ese tiempo que Juan dejó la escuela catedralicia, cansado de su rancia manera de enseñar, de sus incongruencias éticas y de no encontrar respuestas. Se trasladó a la escuela de la abadía de San Víctor, atraído por el frescor de su nueva teología y por la amistad del viejo abad Guérin de Saint Victor. Tal vez por todo ello, no fue demasiada sorpresa, aunque algo de revuelo sí que provocó, cuando Juan comunicó a sus amigos que se haría sacerdote.

Fue la primera cruzada en la que Juan se embarcó. Su corazón era un campo de batalla que cada día reclamaba a Dios una respuesta a sus muchas preguntas, luchando por arrancar dudas y conquistar certezas, recuperando el territorio de su propia libertad. ¿Cómo hacer estas conquistas sin acabar sometido por el orgullo y el cansancio? Incluso esta mañana, en la que celebrará su primera Misa, Juan repite incansable su vieja petición, convertida ya en plegaria: ver y sentir con firmeza lo que Dios quiere, a qué le llama, cómo liberar a otros sin convertirse él mismo en cautivo de sus palabras o deseos.

Cuando Juan elevó la Sagrada Forma, tras la consagración, Miguel se dio cuenta de que algo extraño pasaba. Juan no era precisamente alguien nervioso, a pesar de que en un momento así, con el Obispo y el Abad presentes, los nervios podían jugarle una mala pasada. Juan parecía tener la mirada perdida en un infinito solo él podía ver. Una vez terminada la Misa, Miguel se acercó a Juan para decirle al oído:
— ¿Tienes ya tu cruz?
Juan lo miró, puso su mano sobre el pecho de la vieja túnica de cruzado, pasó sus dedos por los brazos de la Cruz, marcando su negra silueta, y le dijo.
— Lo he visto, Miguel. Ahora lo sé. Cristo ama a las personas, no la tierra. Toma a cada uno de la mano, sin importar cuál sea su color, para que su corazón pueda sentir la libertad más que sus cadenas. He visto mi camino y he visto mi cruz, el camino y la cruz de la Santa Trinidad, la roja pasión de la libertad y el añil compromiso de la redención. Ahora sé cuál es mi cruzada: aquella en la que la santidad se libra en las personas, no en las tierras ni en las ideas.

Unos días más tarde vieron a Juan, Guillermo y Miguel saliendo de París por la nueva Port du Temple, hacia el camino de Meaux. Su destino era una cruzada roja y azul, que todavía hoy, más de ochocientos años después, sigue amando la santidad y la liberación de las personas.


Juan de Mata se unió a un grupo de ermitaños que vivían en los bosques de Cerfroid, cerca de Meaux, liderados por Félix de Valois. Juan y Félix están considerados los fundadores de la “Orden de la Santísima Trinidad y los Cautivos”, obteniendo del papa Inocencio III la aprobación de la Regla propia el 17 de diciembre de 1198. Juan murió en Roma el 17 de diciembre de 1213. Guillermo Escoto fue el tercer Ministro General de la Orden Trinitaria, murió en Córdoba el 17 de mayo de 1222 mientras liberaba cautivos. Miguel Hispano fue el quinto Ministro General de la Orden, murió en Roma el 18 de julio de 1230. El relato anterior es una ficción, una torpe reconstrucción de unos acontecimientos de los que no se sabe casi nada . Pero el corazón y el bien absoluto, que la obra trinitaria de la redención ha realizado en la historia, me dicen que no es nada extraño que aconteciera así. Gloria tibi Trinitas et captivis libertas.