¿Quién soy cuando todo cambia?

Decía David Hume que pocas palabras hay más complicadas en filosofía que la palabra identidad. No le faltaba razón: ¿qué significa ser alguien en un mundo que cambia más rápido que nuestras certezas? ¿Cómo sostener una definición de nosotros mismos sin convertirla en dogma o en máscara? La identidad, lejos de ser una pieza fija, es una pregunta que nunca termina de responderse.

Toda reflexión sobre quiénes somos debería comenzar por una interrogación aún más radical: ¿cómo miramos el mundo? Porque la identidad no se levanta en el vacío, sino en la manera en que comprendemos y miramos el presente, y en nuestra disposición a acoger la creatividad como una constante existencial. Si la identidad se reduce a reproducir lo que “siempre se ha hecho así”, se vuelve un museo silencioso, incapaz de abrir ventanas hacia esa vida compartida en la que aprendemos y crecemos junto a las definiciones que otros también ensayan de sí mismos. La identidad, entonces, no es una fórmula que memorizar y defender, sino una aventura en permanente construcción.

Por eso, la identidad no puede funcionar como refugio. Pierde todo sentido si la encerramos en la comodidad del hogar, protegida de amenazas y miedos, sostenida por el respirador artificial de una tranquilidad que solo pretende perpetuar relaciones e ideas que ya no responden a ninguna pregunta actual. Vivir a la intemperie implica asumir que la identidad se juega en el riesgo, en la vulnerabilidad, en la apertura. Una identidad blindada es una identidad muerta; solo la que se expone a las afueras puede aprender a respirar por sí misma.

Sin embargo, esta apertura no equivale a desarraigo. La identidad necesita una conexión permanente con la tradición y la historia; de lo contrario, cae en el proselitismo o en la neutralidad vacía. Las raíces no son cadenas, son nutrientes. Sin ellas, la identidad se vuelve un proyecto hueco, incapaz de sostener la alteridad. El individuo hipermoderno, obsesionado con controlar la narración de su biografía, extirpa las raíces y convierte los idearios en piezas desligadas, casi estériles. Así mantiene un falso control sobre quién es, alejándose de toda tentación creativa que pueda devolver su identidad al diálogo vivo entre pasado y presente. Como advierte Fusaro: “La verdadera apertura a la alteridad no puede darse en el vacío, sino solo entre interlocutores que tengan perspectivas, culturas, raíces, identidades y, no menos importante, algo que decir”.

Necesitamos recuperar la identidad como propuesta dinámica y fecunda. Solo podemos hablar de identidad cuando nuestras acciones generan nuevas relaciones, cuando embellecen el mundo y nos mantienen abiertos al cambio. Lévinas lo expresa así: “El yo no es un ser que siempre permanece el mismo, sino el ser cuyo existir consiste en identificarse, en reencontrar su identidad a través de todo lo que le pasa”. La identidad, así entendida, no es una roca protectora, sino una obra original que se rehace en cada encuentro. Cada experiencia, cada vínculo, cada crisis nos obliga a recomponer el mapa de lo que somos, y también de lo que son los otros.

Esta perspectiva tiene consecuencias espirituales. La espiritualidad que nuestro tiempo necesita no brota de la uniformidad, sino de la complementariedad; reconoce que la pluralidad de identidades no amenaza la propia, sino que la profundiza. La fe, si quiere ser fecunda, debe aprender a dialogar con la diferencia, no a temerla. En este sentido, el amor es quizá el mejor maestro de filosofía: nos invita a descubrir cómo piensa el otro, a ver el mundo desde su diferencia y no desde la confrontación de identidades. Amar es aceptar que el otro no es mi espejo, sino mi horizonte.

Los grandes retos que se nos presentan son: hacer fuerte la libertad, avivar la identidad personal, sostener un pensamiento propio capaz de construir comunión. Porque una comunidad sin individuos libres es apenas una masa; y una identidad sin apertura termina siendo una caricatura de sí misma.

Tal vez ahí se esconda la clave: la identidad no es un puerto seguro, sino una travesía. No consiste en levantar muros, sino en trazar puentes para el encuentro de los caminos. No se trata de conservar intacto lo que somos, sino de atrevernos a ser más. Solo quien se expone a la intemperie sin miedo, quien deja que la vida desordene sus seguridades, puede encontrarse de verdad. Porque la identidad, como la libertad, solo florece cuando perdemos el miedo a perdernos.

Artesanos de lo cotidiano

Seguimos a vueltas con la santidad, y volvemos a descubrir que nos entrena en la primacía del ser sobre el tener. No se nos pide “tener santidad”, como quien colecciona trofeos o milagros, sino “ser santos”, como quien aprende una manera distinta de estar en el mundo. Edith Stein dijo: “Quien busca la verdad busca a Dios, sea consciente o no.”

Ese “ser santos” no es un estado, sino un camino: una labor de toda la vida, una artesanía lenta que nos modela en cada circunstancia, no solo en las aparentemente luminosas y felices. La santidad es fidelidad a lo que estamos llamados a ser, incluso cuando el “tener” se presenta más fácil y visible. Es decir “no” a ciertos éxitos para poder decir “sí” a la verdad de uno mismo. Es resistir la tentación de acumular virtudes como medallas y optar, en cambio, por acoger: acoger límites, procesos, la voz de los otros, la presencia de Dios que llega sin estridencia.

Para que nuestra vocación a la santidad no se convierta en caricatura, necesitamos que el mundo entre en nosotros. Con su belleza indócil y sus injusticias que desvelan. Que entre para aprender sus lenguajes, para pronunciar mejor el Evangelio. Que entre para que la compasión deje de ser concepto y se vuelva tierra que pisar. No se trata de transformar la fe en estrategia de impacto social, sino de dejar que la fe nos vuelva más humanos allí donde lo humano parece encogerse. La santidad no es una política del cuidado, sino una preferencia radical por la persona sobre el problema, por el vínculo sobre el algoritmo.

La santidad, así entendida, no es ingenua. Sabe de sombras y de miedos. Aprende a confiar incluso cuando el horizonte se oscurece. El misterio no intimida; invita. Nos libera de la pretensión de controlarlo todo. Nos enseña a decir “no sé” sin rendirnos y “aquí estoy” sin garantías. Tal vez la primera oración del santo sea, simplemente, un balbuceo.

Por eso mismo, la santidad no es incorpórea. Se hace carne y misterio en el cuerpo que vela, trabaja, descansa, acaricia, protesta, perdona. Tiene horario y domicilio: pasa por la nómina y por la factura de la luz, por el llanto en la cocina y por la risa en el patio. Si no se puede colar en el transporte público, no sirve. Si no sabe a pan, a sudor y a abrazo, no es de Dios. Si no camina la calle, se marchita en los templos.

La santidad se juega, sobre todo, en lo ordinario. San Juan Crisóstomo decía: “No digas: No puedo ser santo porque vivo en el mundo. Precisamente en el mundo es donde debes ser santo”. Y san Basilio añadía: “La santidad no consiste en huir del mundo, sino en transformar el corazón en medio de él”. No se trata de escapar de la vida, sino de aprender a habitarla con transparencia y amor.

El Evangelio no vino a barnizar lo que había, vino a ensayar el Reino: enemigos que se vuelven prójimos, poderes que se vuelven servicio, pérdidas que se vuelven semilla.

La santidad no es la meta final, es la dirección. Es levantarse una y otra vez hacia el amor, transformando el corazón en medio del mundo. Es, como decía Bonhoeffer, gracia costosa: la que te pide la vida porque te la está devolviendo.

Nombrar para no extraviarse

En el libro del Génesis, el primer oficio humano es sencillo y trascendental: poner nombre. En lugar de conquistar territorios o levantar muros, recibe el encargo divino de pronunciar la creación. Cada palabra inaugura un vínculo con la realidad. También nuestra biografía comienza así: balbuceamos sílabas y el mundo, indulgente, se inclina para dejarse bautizar con torpes nombres. Algunas familias guardan esas primeras denominaciones infantiles como reliquias, pequeñas contraseñas de intimidad que solo cobran sentido en la calidez de las cercanías.

Nombrar es más que etiquetar: es tocar la realidad, impedir que nos sea ajena. Es la tentativa de comprimir la vida en un trazo de palabra que permita habitarla. Pero la hospitalidad del mundo tiene un límite. Crecemos, y la realidad nos devuelve la exigencia de precisión y de coherencia. Aquella naturaleza que reía con nuestros intentos infantiles ahora reclama que lo dicho sea verdadero, o al menos responsable.

Carl Gustav Jung advertía: “Lo que no se hace consciente se manifiesta en nuestras vidas como destino”. Nombrar lo oscuro no lo disuelve, pero le arrebata el privilegio de actuar en secreto. Poner en palabras miedos, culpas o deseos no es magia, sino cartografía emocional. El lenguaje, cuando no se rebaja a ser propaganda, dibuja mapas suficientemente honestos como para no caminar a ciegas.

Más tarde, la terapia narrativa de Michael White y David Epston enseñó que al nombrar los problemas los externalizamos, evitando confundirlos con nuestra identidad. Surge así un margen inédito para elegir.

También Lacan habla del nombre, y afirma que el amor es siempre amor de nombre. Llamar a alguien por su nombre es decirle: no eres intercambiable. La exactitud amorosa nombra sin poseer, separa al otro de la masa de los parecidos y de nuestras proyecciones. También aquí late una ética de la intemperie: resistir la tentación de reducir al otro a una función, a un adjetivo, a una herida. El buen nombre —el que no captura ni domestica, el que se pronuncia a cielo abierto— crea espacio para el misterio.

Massimo Recalcati subraya: “El nombre era el resto melancólico que la obligada vivencia del duelo no lograba disolver”. Nombramos las pérdidas para soportarlas sin desaparecer con ellas. Repetimos ciertos nombres para recordar que en ellos hubo vida, promesa, conversación. Otros, en cambio, los borramos compulsivamente, como si el silencio pudiera excusarnos del dolor. Ambos gestos participan de la misma lucha: significar una ausencia que insiste en formar parte de nuestras vidas.

Sería ingenuo pensar que siempre nombramos desde dentro. Muy pronto la sociedad ofrece —y a veces impone— su catálogo de nombres, etiquetas, oficios y métricas. El currículo, el historial clínico, la estadística, el algoritmo: fábricas de nombres. Cada rótulo trae consigo una mirada del mundo y un modo de organizarnos en él. Aceptamos muchos de estos sellos para seguir perteneciendo. Y, con el tiempo, olvidamos aquellos nombres que inventamos de niños, cuando nuestra creatividad recién estrenada bautizaba las cosas a su manera.

Nombrar no es inocente. Tampoco lo es callar. Los nombres nos hacen promesas, aunque muchas veces dejan fuera algo de nosotros mismos. Hacen posibles muchas vidas, pero también clausuran otras. Aprendemos pronto que la realidad no se resume en palabras tan fácilmente.

Tal vez por eso, conservamos algunos nombres en nuestra intimidad, como brújulas secretas que nos orientan cuando el paisaje se vuelve inhóspito. A veces los compartimos, y el nombre se vuelve contraseña de amor o de amistad. Pero cuando esos nombres se pronuncian desde la traición, es mayor: pocas cosas desnudan tanto como escuchar en boca ajena el nombre que era símbolo de confianza. Incluso en ese dolor se revela que el nombre es presencia: sitúa, expone, compromete.

Nombramos también lo invisible: la fe, el deseo, el silencio, el vacío. Mal usadas, las palabras profanan; bien usadas, custodian. La espiritualidad no huye de los nombres, pero tampoco se refugia en ellos. Nombrar demasiado pronto mata el misterio; callar siempre lo disuelve. El arte está en elegir la palabra adecuada, el momento preciso y la medida justa. Hay silencios cobardes y silencios fértiles; palabras que abren como una llave y palabras que clausuran como candados.

Recuperar la capacidad de nombrar —con rigor y ternura— es un acto de resistencia. No para negarlo todo, sino para no vivir sometidos a etiquetas que otros nos asignan junto con instrucciones de uso. Quien nombra, manda. Hoy también la tecnología ha entrado en esa liturgia: los algoritmos nos bautizan sin ceremonia ni consentimiento, reduciendo nuestra complejidad a patrones de consumo y probabilidad.

A veces, para ver de verdad, hay que aventurarse a quitar etiquetas. Desnombrar no es renunciar a la verdad, sino despejar la mirada: limpiar los nombres gastados que ya no significan nada y permitir que algo se presente sin guion. La intemperie pide ese coraje: salir sin paraguas de palabras que nos excusan de pensar. No se trata de “no juzgar” en abstracto, sino de juzgar con piedad y precisión, sabiendo que la realidad siempre excede nuestros moldes.

La vida humana que comenzó nombrando lo visible y lo invisible terminará olvidando casi todos los nombres. Quedará el gesto, la memoria afectiva de lo que fue amado, un puñado de sílabas esenciales. Tal vez baste con eso: concentrar la existencia en unos pocos nombres verdaderos —“gracias”, “perdón”, “aquí”, “tú”— y dejar que el resto se evapore sin rencor. El mundo se irá apagando a medida que se borren los nombres que le pusimos, pero quizá la última luz sea, precisamente, reconocer con humildad que la realidad nunca nos perteneció, que solo fuimos huéspedes con derecho a pronunciarla desde el cuidado.

Nombrar es crear y, al mismo tiempo, desposeerse. Decir bien es no poseer del todo. Ahí comienza una espiritualidad sin refugios: en la intemperie de una palabra que no captura pero acompaña, que no cierra pero sostiene.