En sus primeras palabras como papa, León XIV nos animaba a caminar “sin miedo, unidos de la mano con Dios y entre nosotros”. Frente a quienes cultivan el desencanto como actitud permanente, que con sospechosa insistencia buscan resquicios donde sembrar escepticismo; frente a quienes analizan los signos de los tiempos, los signos de Dios, con las herramientas torpes del cálculo político o las trincheras ideológicas, el papa León, como lo hiciera también san Juan Pablo II en el comienzo de su prontificado, como tantas veces repite el Señor en los evangelios, nos invita a no tener miedo, a levantar la cabeza y mirar el mundo con fe y esperanza.
No es una llamada ingenua. No es una frase bonita para encajar en titulares y quedar luego vacía de contenido. En boca de un papa misionero, que sabe de la vida y de la intemperie, es una exhortación a adquirir una mirada que trascienda nuestras limitaciones, emerja de nuestros sótanos y supere nuestras diferencias. Es una llamada a salir de la autopreservación y redescubrir una de las tareas más olvidadas, y más necesarias, de nuestra fe: tender puentes.
No es casual que al papa se le denomine Pontífice. El término viene de pons facere, “el que hace puentes”. En la antigua Roma, el pontífice era el funcionario que cuidaba los puentes sobre el río Tíber. Es un título sugerente, que pronto pasó a definir una de las tareas más importantes y bellas del sucesor de Pedro: conectar a Dios con la humanidad, a las personas entre sí, a la Iglesia con el mundo. Y en tiempos como los que vivimos, donde la polarización se ha vuelto rutina y la sospecha un método, construir puentes no es solo una hermosa metáfora, sino una tarea evangélica urgente.
Un puente no es un muro ni una torre. Su función no es proteger, sino abrir espacios. Su esencia es el ensanchamiento, no la clausura: une orillas que discurren en paralelo, salva vanos y vacíos, aproxima divergencias, abre puertas a la paz. Cada vez que negamos el diálogo, cada vez que juzgamos sin escuchar, cada vez que ponemos etiquetas donde deberíamos poner nombres, cada vez que damos la palabra a las diferencias porque creemos que la razón solo está en nuestra orilla, destruimos un puente. Por eso, una de las prácticas más tristes y repetidas de todas las guerras sigue siendo la destrucción de los puentes. Aún mantenemos en la memoria la imagen del Puente Viejo de Mostar, destruido en 1993 a causa de la guerra de los Balcanes. Romper puentes es un ejercicio de soberbia. Rehacerlos, una tarea de humildad y confianza.
Francisco insistió en esta misma idea durante todo su pontificado: “Lo que vale es generar procesos de encuentro, procesos que construyan un pueblo que sabe recoger las diferencias”. (Fratelli tutti, 217). Construir puentes no es una opción pastoral entre otras, es el único camino. Lo mismo en la política que en la educación, en la vida eclesial que en el corazón humano. Para lograrlo, Francisco nos habló de pacto educativo, León nos habla de construir puentes. Dos imágenes para una misma tarea, en la que necesitamos idénticas actitudes: facilitar el diálogo y el encuentro, vivir en disposición de salida, abrazar la fragilidad de la realidad, perder el miedo.
Tender puentes exige renunciar a la comodidad de nuestras orillas, cuestionar nuestras seguridades, dar un paso hacia el otro sin garantías. Requiere una disposición interior que no se improvisa: humildad, escucha, paciencia, capacidad de asumir que tal vez sea yo quien esté equivocado.
Pero no basta con levantarlos, también hay que cruzarlos. Tender puentes es un gesto noble; cruzarlos, un acto de fe. Implica exponerse, dejarse afectar, arriesgar algo de lo propio para encontrarse con el otro. Es toda una vocación. Porque cada vez que un puente se reconstruye, se desactiva una lógica de exclusión. Porque no hay fe que no implique un viaje hacia el otro, un éxodo de nosotros mismos. “Ayudadnos también vosotros, luego unos a otros, a construir puentes —nos pide León XIV—, con el diálogo, con el encuentro, uniéndonos todos para ser un solo pueblo siempre en paz.”
El tiempo de levantar muros ya ha dejado suficiente devastación. Es hora de redescubrir el oficio de pontífices. No todos llevamos el título, pero el Papa quiere contar con nosotros.

