Contradicciones que salvan

La Semana Santa no es una pedagogía del orden. No viene a darnos respuestas sencillas, ni a resolver las contradicciones que nos habitan. Más bien, nos invita a mirarlas de frente, a hacerles sitio y a descubrir que, en el corazón mismo de esas tensiones, también puede brotar la vida.

Las contradicciones no son un fallo del sistema. Forman parte de nuestra libertad. Lo que elegimos y lo que evitamos, lo que amamos y lo que tememos, lo que proclamamos y lo que silenciamos… todo convive en ese campo abierto donde vamos construyendo la autenticidad de la vida. Vivir sin atenderlas es como hacer limpieza con prisas: se va lo que molesta, pero también lo que da sentido. Por eso estos días son tan propicios para bajar al sótano del alma, donde las contradicciones no solo duelen, sino que revelan.

El relato pascual no ahorra tensiones: son los cobardes y los que traicionan, los mismos que abren paso al acto más libre y luminoso de Jesús. La entrega no ocurre a pesar de ellos, sino con ellos. Y es ahí donde las máscaras caen. La cruz no es solo el final del camino, sino también el espacio donde el amor, rodeado de traiciones y cálculos mezquinos, muestra su fuerza transformadora. En palabras de Orígenes, “la cruz es el árbol de la vida para quienes saben mirar más allá de la muerte”.

Otra gran contradicción: para saborear la vida en plenitud, hay que aprender a abrazar la muerte. No una muerte idealizada, sino su crudeza, su injusticia, su fragilidad. Cada vez que algo muere en nosotros —una relación, un proyecto, una imagen de nosotros mismos—, se abre la posibilidad de una vida más auténtica. El equilibrio no está en evitar la muerte, sino en reconciliarse con su presencia. Solo así la existencia deja de ser conflicto permanente y puede convertirse en un espacio para el encuentro. Dice Byung-Chul Han que vivimos en una sociedad que “despolitiza el dolor y oculta la muerte”, y de ese modo borra también la profundidad de lo humano.

Y también hay contradicciones en los símbolos. Los vemos pasar cada año: pan partido, vino compartido, agua que limpia, madera que pesa, clavos que hieren, sepulcro que se abre. Pero se nos escapan. No porque no los entendamos, sino porque no los dejamos ser nuestros. La fe no vive de repeticiones, sino de traducciones: ¿qué es hoy ese pan que parte mi egoísmo?, ¿qué maderos pesan sobre los hombros de los que caminan a mi lado?, ¿qué sepulcros vacíos me gritan que la vida no ha terminado? Sin esa relectura, los símbolos se convierten en rutina, y la rutina protege, pero no salva.

La Semana Santa no es una liturgia cerrada. Es una invitación abierta a integrar nuestras sombras, nuestras tensiones, nuestras heridas. A reconocer en ellas no una amenaza, sino una posibilidad. Porque la salvación no llega cuando todo encaja, sino cuando todo lo roto encuentra su lugar. Lo nuevo que brota —como decía Isaías— no lo notamos porque buscamos certezas, y lo que se nos da es un amor que no encaja en nuestros esquemas. Precisamente por eso, salva.

Heridas que sanan

En plena Semana Santa, recuerdo la de hace cuatro años, aquel 2020 que nos forzó a pasar estos días santos confinados en nuestras casas y en el interior de nosotros mismos. No faltaron los melancólicos, los pusilánimes de la vida, los que piensan que lo han comprendido todo pero en realidad no han entendido nada, lamentándose de que el COVID nos privara de nuestra Semana Santa.

Pasaron los confinamientos, las medidas de distanciamiento y el uso obligatorio de las mascarillas; las procesiones, las bullas y el aroma del incienso volvieron a nuestras calles. Y así como dejamos atrás rápidamente esos momentos o los tapamos, también salimos masivamente de aquella vida interior forzada en la que nos había sumido un minúsculo virus.

Pero no todas las heridas curaron. Ahora escuchamos hablar de COVID persistente, de cómo las cosas no han vuelto a ser igual, de pequeños negocios familiares que cerraron definitivamente, de relaciones que la intimidad del confinamiento fracturó, de personas que han desarrollado un miedo crónico al contagio.

Si se me permite la comparación, lo mismo sucede con nuestra vida espiritual: a pesar de la cuaresma, que se repite anualmente y cuyas condiciones conocemos de sobra, llegamos a su punto culminante sin haber sanado nuestras heridas. Quizás aún nos obsesiona que las experiencias deban ocurrir fuera de nosotros, como si necesitáramos esa exterioridad para validar su importancia, o para convencer a otros de nuestra autenticidad. Quizá nos incomoda la intimidad, preferimos permanecer en la superficie de nuestras vidas o compromisos, evitando entrar en diálogos profundos o razonamientos críticos. Sin embargo, para llegar a debates significativos, ya sea a través de la reflexión interna o del diálogo con otros, debemos adentrarnos. Pero, ¿quién elegiría sumergirse en una herida? Parecería más lógico huir de ella.

Estos días volveremos a airear, en nuestras celebraciones y procesiones, heridas que consideramos sanadoras: traición, infidelidad, incoherencia, golpes, burlas, insultos, azotes, caídas, unas manos y un corazón traspasados, abandono… Heridas que Cristo llevó sobre sí mismo, no tanto por nosotros como para nuestra redención.

La costumbre nos invita a mirar e interpretar las heridas desde afuera, desde el dolor que nos causan, la vergüenza de soportarlas, incluso la mirada compasiva de los demás. Bajo esta perspectiva, no podemos permitir que una herida permanezca abierta, es necesario cerrarla rápidamente, aplicar ungüentos y apósitos que aceleren su cicatrización y, si es posible, evitar que deje rastro externo, borrando cualquier cicatriz. No queremos que nada nos recuerde la caída, el fracaso, el dolor o la debilidad. Cuando éramos niños, solíamos mostrar con orgullo las cicatrices de nuestras caídas y golpes, incluso de las pedradas recibidas en improvisados juegos de guerra, pero con el tiempo las cicatrices se confunden con las arrugas y preferimos ocultarlo todo, aparentando que todo está bien.

Redimir es enseñar, es cambiar la perspectiva desde la cual observamos el mundo, acercarnos a la realidad para verla desde el interior de nuestras heridas. Ser capaces de ver a través de nuestras heridas implica un ejercicio de intimidad que altera nuestra interpretación del mundo. Es por eso que son heridas que sanan, aunque paradójicamente debamos mantenerlas abiertas. Poco podremos ver a través de nuestras heridas si las tapamos. Así es como Dios nos ve, las heridas de Cristo son su ventana al mundo; así es como nos invita a ver, sanando desde las experiencias dolorosas y sangrantes de nuestra vida, sin ocultarlas, porque solo así podremos curar las grietas por las que se escapa la vida y la dignidad de quienes son solo heridas.

Morir en soledad

Algo se nos debe estar pasando por alto cuando nos alegramos de haber tenido «solo 700 muertos en un día». Estas son las cosas que tiene la estadística, esa ciencia del sentido común que, sin embargo, toca fondo cuando se trata de reconciliarse con el sentido común de la vida; esa ciencia que, en momentos así, nos endurece, altera la percepción y cierra nuestros ojos a la realidad, insensibles, silenciosos, resignados.

Hace unos días leí en una entrevista a dos trabajadores de una funeraria, para mí lo más triste es ver a los difuntos solos en la muerte, sin familiares ni amigos. Y un amigo sacerdote me decía, con voz cansada y amarga, la que se tiene tras celebrar seis entierros diarios desde hace más de una semana, que la soledad de esos muertos le estaba quitando a él mismo trocitos de vida. Becquer, del que estamos celebrando los 150 años de su muerte, lo expresó con versos eternos,

Ante aquel contraste de vida y misterios,
de luz y tinieblas, medité un momento:
¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!

Gustavo Adolfo Becquer, Rima LXXIII

A la muerte llegamos siempre solos. Por más buenos amigos y seres queridos que nos rodeen, la soledad de afrontar el momento de la muerte no escapa a nadie. Tal vez por eso buscamos tapar y ocultar su rostro, nos abrazamos compulsivamente, enviamos flores que llenen los rincones vacíos, nos agarramos a ideas piadosas poco realistas… y, sin darnos cuenta, nos debilitamos, porque en esos gestos hemos escondido todas las emociones posibles. Y ahora, cuando no tenemos a mano nada con que taparla, la muerte se nos presenta tal cual es, sin abrazos, ni flores, sin largos pésames, ni pietismo… solo con las preguntas solas, y nos alcanza vacíos de respuestas y de sábanas blancas. ¡Qué solos se quedan los muertos!

Una muerte nos conmueve, cientos de muertes nos anestesian. Cuando las muertes se acumulan ponemos en marcha un mecanismo social de defensa, durante un instante nos sentimos vulnerables, hay una realidad que invade nuestras emociones y las desborda, pero la dificultad para digerirla hace torpes nuestros sentidos y los anula temporalmente. Sin embargo, una muerte, sea cercana o lejana, despierta el miedo a la soledad, nos hace apátridas de la existencia, porque nos sitúa frente al abismo de nuestras propias soledades, al contraste de vida y misterios.

En estos días recordamos, y celebramos, la muerte en soledad de Jesús de Nazareth. La suya es una de esas muertes que, de cientos de veces recordada, han acabado anestesiando nuestros sentidos, también de esas que hemos adornado con flores y muecas agridulces, tapaderas indecentes de tantas otras muertes que en su nombre provocamos. Aprendemos de memoria su via crucis, sacamos a la calle su pasión (de un modo diferente este año), disputamos con cierta dosis de envidia quién es mayor esclavo, penitente o hermano, y olvidamos las acciones de resurrección que dieron sentido a su vida, las únicas que pueden dar sentido a su muerte, acompañado de dos únicos familiares, apestado, chivo expiatorio de políticos y mandatarios religiosos… Sí, es él, hoy ha vuelto a morir en soledad.