Sin lugar para ellos

La Navidad es la celebración del desempoderamiento de Dios, a pesar de que la hemos convertido en un símbolo justo de lo contrario. Nos empoderamos de ganas de demostrar que hemos sobrevivido a decenas de pequeñas luchas; nos empoderamos de deseo, de imágenes que sobresalen por encima de la cotidianidad; nos empoderamos para esquivar pérdidas, para afianzar nuestras seguridades, y si es frente a otros mejor. Lo más triste es que lo seguimos haciendo en el nombre mismo de Dios, en un olvido sintomático de las lecciones que creíamos haber aprendido bien, y también en el nombre de un humanismo que, en el mejor de los casos, es tibio.

Cuando Dios se desempodera, se convierte en una presencia subversiva y aguafiestas. No dudamos, incluso, en hacerlo callar. Silenciamos su presencia cuando lo hacemos cómplice de nuestras posesiones, a Él, que se desposeyó; cuando lo encerramos en nuestras respuestas, a Él, que ama infinitamente las preguntas; lo silenciamos cuando lo reducimos a una meta a alcanzar, a Él, que se hizo pura posibilidad y proyecto, niño, pequeño. Lo llenamos todo de altas luces y alegría impostada, porque no queremos ver el suelo del pesebre sobre el que caminamos, ni tampoco a quienes siempre, desde aquella primera Navidad, han estado más pegados a su barro.

Nuestro afán de silenciar nace del desconcierto. No es nada fácil vivir en espacios que nos desempoderan, menos aún cuando todo parece invitarnos a ser los reyes de la casa. Se hace necesario un aprendizaje, el que comienza mirando desde abajo, los no lugares, esos en los que nos cuesta más quedarnos, los más humanos, los mismos en los que la esperanza camina aún con muletas, los que requieren más de la confianza y del cuidado, donde Dios elige encarnarse para comenzar, una vez más, su historia de salvación para todos.

Quiero escuchar nuevamente las palabras proféticas de Jeremías, «Confiad, os daré un futuro lleno de esperanza» (Jr 29,11). Pero esta vez quiero escucharlas junto a todos los inocentes que se quedan sin lugar, nuevamente. Necesito que mi fe, sobre todo esta Navidad, me devuelva, nos devuelva, a esos lugares de salvación, todos los que he ido deshumanizando para llenar mis búsquedas de justificaciones y de buenas intenciones, y debo hacerlo para descubrirlos y convertirlos también en mi hogar. Pido ser un aguafiestas, que se acerca y encuentra con quienes vuelven a quedarse, sin lugar para ellos.

No es resignación, más bien consiste en aprender a ser comienzo, punto de partida y punto de encuentro para que todas las opciones liberadoras las aprenda a asumir desde la realidad más sencilla, la de quienes amo y acompaño. No tengo más camino que hacerme plenamente humano, abrazado a mis limitaciones, saliendo de los lugares que me invitan a quedarme para siempre y de las sillas que me llaman a sentarse, debo evitar los trinos, los palacios y los templos que me instalan y empoderan. Así, desempoderado, sin lugar para mis descansos, despojado también del poder para cambiar definitivamente las cosas, desnudo de las seguridades más esclavizantes. Humanizarme también en los no lugares. Desde ahí es que te invito, porque es Navidad, ¡humanízate!

Todavía «no hay lugar para ellos»,
ni en Belén ni en Lampedusa.
¿Navidad es un sarcasmo?
«Si tu Reino no es de este mundo»
¿qué vienes a hacer aquí,
subversivo, aguafiestas?

Para ser el Dios-con-nosotros
has de serlo en la impotencia,
con los pobres de la Tierra, así, pequeño,
así, desnudo de toda gloria,
sin más poder que el fracaso,
sin más lugar que la muerte,
pero sabiendo que el Reino
es el sueño de tu Padre,
y también es nuestro sueño.

Todavía hay Navidad,
en la Paz de la Esperanza,
en la vida compartida,
en la lucha solidaria,
¡Reino adentro, Reino adentro!

(Pedro Casaldáliga)

Salvar lo que se ama

Pocos problemas han generado en la historia una respuesta tan global como esta lucha contra el coronavirus. Ciertamente hay muchas incógnitas por resolver, incluidas las sospechas sobre la capacidad que tendremos para promover soluciones y actuaciones que no generen nuevas desigualdades. Con la experiencia actual soy poco optimista en este aspecto. Porque más allá de compartir datos, que en muchos casos sabemos cocinados, no estamos actuando con la solidaridad y la unidad que debería esperarse de una humanidad capaz de afrontar peores guerras. Cuando finalmente habíamos detectado los peligros del individualismo, a todos los niveles, ha llegado esta pandemia a obligarnos a guardar distancias, proteger nuestros encuentros, mirar por uno mismo y confinarnos.

En la película Los últimos Jedi Rose Tico le dice a un atribulado Finn, «Así es como ganaremos, no luchando contra lo que odias sino salvando lo que amas». Tal vez no sea una cita muy erudita, pero es buena e intensa, abre un espacio de posibilidades. La lucha personal, sanitaria y política contra el coronavirus nos ha envuelto en una nube de odio, a todos los niveles. Odiamos las palabras con que intentamos definir la nueva situación, odiamos a quienes gestionan las decisiones, y las decisiones mismas, odiamos también los cambios a los que nos vemos obligados, y odiamos a quienes no cumplen con las normas, a quienes pasean su inconsciencia colectiva, a veces incluso a quienes enferman. Compartir semanas confinados con quienes creíamos amar sin fisuras también nos ha descubierto las fragilidades y debilidades de la convivencia, y hemos acabado odiando a quienes ni lo merecen ni se lo ganaron.

Las guerras tienen comienzos difusos y finales inciertos. Ni siquiera el paso del tiempo acaba de aclararnos por qué empezó un conflicto, pero tampoco el paso del tiempo soluciona los odios ni cierra las heridas, a pesar de esas máximas buenistas que nos invitan a confiar en la justicia del tiempo. Una vez comenzamos a odiar no es difícil olvidar las construcciones de paz que tanto costó levantar, participamos en esa ceguera colectiva que se niega a ver lo positivo y a reconocer espacios de encuentro.

Odiar no es un acto gratuito, deja marcas que nada borrará, emplea ardides que cambiarán para siempre nuestros deseos de bondad, incapacita para la vida, nos destierra de la trascendencia. Cuando odiamos el presente que vivimos, abrimos una brecha con el pasado que nos constituye y con la potencialidad del futuro. No podemos ganar esta guerra desde el odio por lo que estamos perdiendo, no podemos superarla eliminando lo que nos ataca, lo que cambia nuestra realidad. ¡Ay!, esa realidad que odiamos en la misma medida en que echamos de menos lo que antes nos ataba a ella.

Para vencer necesitamos salvar lo que amamos. El primer paso es sencillo, identificar lo amado, porque solo el amor alumbra lo que perdura, y en lo amado encontramos universos de sentido que hacen buenas las palabras y los gestos con que edificamos cada espacio vital. El segundo paso es más complejo, amar lo que no entendemos, lo que no aceptamos, lo que nos descoloca. Para construir esta dislocada existencia es preciso integrar los fracasos y unificar el deseo, identificar los porqués y hacerlos proyecto de vida.

Hay que salvar lo que se ama para que podamos salvar nuestra capacidad de amar, para evitar que los odios se conviertan en intolerantes guardianes de nuestras futuras decisiones. Salvar lo que se ama es reconocer lo que nos ayuda a integrar y a crecer, resguardar lo que nos abre al sentido trascendente de la vida, acoger y besar cada pedazo roto de nuestra existencia porque merece la pena hacerlo propio y ponerle nombre. Es una salvación que llega a cada modo en que vivimos, que rescata todos los cómo, sin moralinas, con entereza, porque «quien tiene un porqué para vivir puede soportar casi cualquier cómo» (Nietzsche citado por Viktor Frankl, esta sí es una cita más erudita).