El reverso de la historia

Forma parte de la condición humana convencernos de que todo lo que amenaza nuestra estabilidad, lo que nos saca de la normalidad establecida, nos hace más fuertes y mejores. Lo vivimos como esperanza, porque es difícil resignarse a finales infelices, de ahí el eterno retorno a los campos sembrados de sueños, ideales, promesas, mentiras también,… Esa resistencia interior a dejar vencer lo inesperado nace de la misma raíz que desde niños nos ha convencido de que debemos aspirar a la belleza, y alejarnos lo más posible de la fealdad; que tenemos una meta de felicidad y debemos dar gracias por estar sanos, evitando y ocultando el dolor y la muerte; que nos define el equilibrio, y en él la capacidad de acomodarnos e integrarnos, de ser agradables al entorno, de pasar por la vida sin la impaciencia de romper normas, contar verdades o llorar en público.

Cuando nos rodea el desorden optamos por la esperanza, lo que acaba resultando un intento desesperado de imponer un orden tranquiliza-conciencias, de colorear los paisajes en tonos grises que nos negamos a ver en su realidad, y por ese motivo rebuscamos entre los recuerdos, porque admirar las fotos de nuestra vida es siempre mucho más amable que mirar la vida sin filtros. Pero la esperanza nos desborda, explota ante nuestros ojos, porque no es sino la vida misma defendiéndose, como diría Cortazar. Se defiende de las grietas que la debilitan, se protege de las heridas que descubren su debilidad, se atrinchera ante lo que la deja sin palabras. Nos convencemos con ingenuidad de que todo va a ir bien, sabiendo realmente que no siempre todo tiene que ir bien.

En estos días nos ha desbordado esa realidad que solemos mantener bajo raya, es el motivo por el que nos inquieta la acumulación de tantas muertes, no solo por el hecho en sí de la muerte, sino por no haberlas podido silenciar; y nos abruma el tiempo de encerramiento en nuestras casas, porque nos enfrenta a preguntas para cuyas respuestas seguimos sin estar preparados. No es ninguna novedad, siempre ha pasado así, hay circunstancias que nos descolocan, un virus, una pérdida, un silencio inesperado, alguien que se va de nuestras vidas,… Hay una desnudez existencial para la que no nos preparamos, y cuando aparece nuestra mejor reacción es mirar a otro lado, enrojecer de pudor para evitar ataques de pánico interior. Nos instalamos entonces en una doble vida carente de conciencia y de remordimientos, que aplaude en los balcones hazañas ajenas al tiempo que ignora a los héroes con quienes convive; que se cubre de mascarillas y guantes profilácticos mientras aprovecha la distancia para herir sin miedo a contagiarse; que bendice la tecnología de la inmediatez y mantiene esa llamada que espera desde hace demasiado tiempo su oportunidad.

Sé que este no es un tema que guste escuchar, pero es el que necesito expresar, y también creer. Preferimos un mundo en que lo feo, lo triste, la enfermedad o la muerte no tengan lugar, y a cambio vendemos nuestra alma a los engaños que nos permitan vivir en una fantasía de normalidad y belleza. Realmente tan solo sobrevivimos, porque no hacemos sino explorar oportunidades estéticas que nos alejan de toda ética constructiva. El psicoanalista francés Jacques Lacan dijo: “Cuanto más desagradable seas, mejor irán las cosas”. No es una llamada a la falta de amabilidad, al menos no lo interpreto así, sino a la fortaleza que supone asumir la ruptura en la que vivimos para reencontrarnos con el reverso de nuestra historia personal que menos queremos ver, y con el reverso de la historia de aquellos con los que caminamos, amamos, convivimos.

Es en ese reverso donde nos jugamos el ser, donde la fe se tambalea, y donde descubrimos los hilos sueltos que nos configuran. Construirse una vida a base de bellos paisajes y bonitas palabras no la hace más agradable, la mayor parte de las veces acaba siendo un gran engaño en el que vamos aprendiendo que tampoco mejora cómo nos van las cosas. La obsesión por embellecer la realidad ocultando sus espacios de fealdad y dolor está unida a nuestra incapacidad para comprender el arte abstracto y conceptual, la misma que nos impide aceptar que nunca entenderemos nuestra historia sin su reverso.