De la pizarra al pixel

Conversando con educadores de diversas escuelas alrededor del mundo, he notado que la presencia de dispositivos tecnológicos en el aula provoca tanto temor como entusiasmo. La polémica sobre la incorporación de nuevas tecnologías en la educación nos sumerge en un debate constante. Existen tantas opiniones como argumentos, y aunque a cada parte le cueste reconocerlo, más allá de las alarmas y efectos dramáticos, el resultado suele ser un empate.

Hace dos siglos, durante la Revolución Industrial, la tecnología educativa también suscitó inquietudes, al desafiar las prácticas pedagógicas establecidas. Un ejemplo claro de ello son dos herramientas hoy omnipresentes en nuestras aulas, cuya llegada no estuvo exenta de polémica.

En 1564, en Inglaterra, el grafito fue descubierto por accidente, inicialmente confundido con plomo y empleado de manera rudimentaria para la escritura. Sin embargo, no fue hasta 1761 cuando Kaspar Faber, un ebanista alemán de Baviera, impulsó su uso. Faber fabricaba tablillas de grafito que insertaba entre finas láminas de madera unidas con cordel, lo que permitió un uso más práctico del material.

La verdadera revolución llegó en 1794 con la invención del lápiz, gracias al ingenio del francés Nicolas-Jacques Conté. Ante la escasez y el alto coste del grafito inglés, Conté ideó un método que mezclaba polvo de grafito, agua y arcilla, creando una mina que luego encapsulaba en madera. Esta innovación permitía distintas durezas e intensidades en los lápices, adaptándolos a diferentes usos y usuarios. A pesar del escepticismo inicial en las escuelas, que se resistían a sustituir las plumas y tinteros de sus pupitres y veían el lápiz como un obstáculo para la caligrafía, al poderse borrar y emborronar el papel, el invento fue adoptado de manera inevitable en la educación. Más tarde, Faber perfeccionó la invención de Conté, dándole la forma que conocemos hoy.

Cincuenta años después, el pedagogo escocés James Pillans introdujo otro cambio trascendental al colgar una gran pizarra en la pared del aula, facilitando la enseñanza colectiva y sustituyendo las pizarras de tablillas individuales. En 1960 el fotógrafo coreano Martin Heit inventó la pizarra blanca, pensada inicialmente para anotaciones en su cuarto oscuro y para dejar mensajes junto al teléfono. Aunque su llegada a las aulas fue más lenta, en la década de 1990 se popularizó como una alternativa a la pizarra de tiza. No obstante, su reinado fue breve, ya que fue pronto fue reemplazada por proyectores, pizarras digitales y pantallas interactivas.

Como es habitual, tampoco faltaron detractores para esta nuevas herramientas. Al principio, algunos educadores consideraban que la pizarra de Pillans distraía a los estudiantes, ya que, según ellos, iba en contra del principio pedagógico de fomentar el aprendizaje individualizado. De manera similar, la pizarra digital encontró resistencia entre aquellos que valoraban la simplicidad de la tiza, y hoy en día, la imposición de tabletas digitales es vista por algunos como un intento de regresar al aprendizaje personalizado, en oposición a la enseñanza colectiva.

Curiosamente, lápices y pizarras están volviendo a protagonizar una revolución en las aulas, esta vez impulsada por quienes defienden la escritura manual frente a las pantallas y valoras la inteligencia colectiva sobre la artificial. En palabras del filósofo Roberto Casati, la escuela tiene el privilegio de “no tener que correr detrás del cambio tecnológico y, al mismo tiempo, generar, gracias paradójicamente a sus inmensas inercias, el verdadero cambio, que es el desarrollo moral e intelectual de los individuos”.

Más allá de la ciega incorporación de la tecnología y las metodologías a nuestros proyectos educativos, cualquier cambio tecnológico no debe ser solo un cambio de herramientas, sino un cambio en la forma de pensar la educación, como sugiere Casati. Ojalá sea este el cambio que decidamos perseguir.

Educar y creer, educar y crear

Bajo el sugerente lema “Sí, creo”, Escuelas Católicas de Madrid nos convocó la pasada semana a su quinto Congreso. Comparto la reflexión que hice en su apertura.

Nuestra labor educativa siempre ha sido y será una cuestión de fe. Para muchos, es necesario tener una fe firme para continuar con entusiasmo esta tarea compleja y motivadora. Como nos recuerda la Carta a los Hebreos, la fe es “garantía de lo que se espera y prueba de las realidades que no se ven” (Heb 11,1). 

Nuestra fe no es vana (1 Cor 15,14); se edifica desde nuestras capacidades para ser y co-crear. Esta es la dualidad que se nos invita a reflexionar en el marco de este Congreso. La dimensión transformadora de la escuela alcanza un propósito significativo en nuestros centros educativos de ideario católico, otorgándonos un propósito vital.

Ser escuela católica significa reconocernos llamados a la catolicidad, una vocación universal y no excluyente, que abraza a todos, que no segrega a nadie y da un nuevo significado a la equidad y la integración. Sin embargo, no debemos interpretar la catolicidad de nuestra escuela como una condición de identidad, sino como una vocación, al igual que la santidad. Como bien entendió y vivió San Carlos de Foucauld, “La vocación de la Iglesia, su misión, es la catolicidad”. Es esta catolicidad, construida en la diversidad, la que nos permitirá desarrollar una identidad fructífera.

Solamente una identidad moldeada e informada, que se erige como un símbolo de redención y liberación, que no se amedrenta ante valores y palabras que otorgan sentido, que no se encierra en su propia historia, por más valiosa que sea, ni se define por la confrontación con otras identidades; solo una identidad entendida de esta manera nos abrirá horizontes en el tiempo y en el espacio para crear. Esta condición se convierte en nuestra tarea en la propuesta humanizadora de la escuela católica.

Hace poco, el papa Francisco alentó a un grupo de educadores lasalianos a retomar el desafiante objetivo de formar más que informar. Nuestras escuelas deben ser espacios de narración, creación, encuentro, diálogo y fe. Si renunciamos a esta vocación, nuestro relato se limitará a cambios metodológicos, nos quedaremos en mera inversión para adaptarnos a los mismos, alterando el orden de nuestros valores si es preciso, pero nos alejaremos de nuestra esencia, perdidos en propuestas que separan irreparablemente nuestra capacidad única para creer y para crear.

Nuestro programa es el Evangelio: educamos, humanizamos, transformamos, acompañamos, formamos… Todo cimentado en el proyecto creativo de Jesús de Nazaret, sabiamente interpretado por todos los carismas, fundadores y fundadoras de las escuelas e instituciones que conforman nuestra organización. Nuestra antropología, nuestra visión de la persona, complementa otras perspectivas que fundamentan una educación que transforma vidas. Aportamos trascendencia, mejoramos el mundo y preparamos para el mañana.

Por eso somos necesarios. Por eso debemos enfocarnos en el ser. Por eso no podemos dar por sentada una identidad que es un tesoro precioso manifestado a través de la misión educativa. Por eso formamos parte de la misión de la Iglesia. Por eso somos privilegiados. Por eso creemos y creamos.

Mantengamos la esperanza recordando, de nuevo, la Carta a los Hebreos: “Sacudamos todo lastre y corramos con fortaleza la carrera que tenemos por delante, fijos los ojos en Jesús” (Heb 12,1-2a).