Sin palabras de más (Navidad 2024)

Desde tiempos inmemoriales, el misterio ha puesto límites a las palabras. Es una permanente invitación a sumergirnos en aguas de contemplación, donde solo el silencio permite nadar. Pero el misterio nunca llega solo; viene habitado por la duda y la conmoción. No basta con sentirlo o comprenderlo. Hay que amarlo, abrazarlo hasta acallar los ecos de nuestras preguntas.

Émile Cioran decía que en ocasiones toda palabra es una palabra de más. Sin embargo, esas ocasiones parecen escasear. Hablamos sin cesar, compartimos opiniones de todo y de nada, confundimos atención con permanencia y vínculo con simple posicionamiento. Ajustamos nuestras palabras buscando la rima perfecta, aunque en el camino perdamos el alma del sentimiento que las originó. Nos empeñamos en saber qué decir, qué tono usar, qué gesto acompañar. Si no lo sabemos, lo fingimos. Medimos, pesamos, equilibramos… y llenamos cualquier vacío de ruido, temiendo el silencio que revele nuestras imperfecciones.

Incapaces de saber cuándo callar, saturamos el tiempo y el espacio con palabras. Nos desbordamos de idas y sonidos, especialmente cuando deberíamos estar más atentos. No hay escena lo suficientemente humilde que apague nuestro deseo de ser escuchados, ni pesebre que nos devuelva la contención de guardar silencio. Incluso frente al gesto más solidario y generoso, encontramos formas de justificar nuestra interminable verborrea y justificación.

La Navidad, sin embargo, no está en nuestras palabras. Está en el silencio que las trasciende. Este es el momento de reprimir esa necesidad de llenar el misterio con nuestro saber pretencioso, de renunciar a enturbiarlo con palabras que, al final, solo encubren vacíos. Las luces, las felicitaciones forzadas, las comidas abundantes y los encuentros superficiales son meros parches para ocultar nuestras búsquedas no resueltas. Son la excusa perfecta para evitar enfrentarnos a lo esencial.

No sabemos callar ante el misterio, del mismo modo que no sabemos detener la desmesura de nuestras palabras. Nos empeñamos en aparentar, en construir trascendencias de cartón, cuando lo único que se nos pide es presencia humilde, desnuda de pretensiones, contemplación, mirada atenta, silencio.

Tan solo dos palabras de más: Feliz Navidad.

Cuando aparecen los “si hubiera”

Hace cinco días falleció mi padre. Comparto la homilía que hice en su funeral, porque así hago memoria de su vida, también porque me ayuda a integrar y equilibrar muchas situaciones que ahora me zarandean. Gracias por vuestras oraciones.

Hay expresiones que forman parte de nuestra historia, se quedan amarradas a nuestros deseos y a nuestras búsquedas en los momentos de oscuridad y pérdida. Hemos escuchado en el evangelio una de esas expresiones, en el marco del encuentro entre Jesús y Marta, tras la muerte de su hermano Lázaro. Marta dice a Jesús: “Si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano». Sincera queja que refleja muchos de nuestros sentimientos en estos días: una mezcla de fe y dolor, de búsquedas rotas y lazos perdidos.

Cuando aparecen los “si hubiera”, nos situamos en la esperanza de que las cosas podrían haber sido diferentes. La memoria se nos llena de condicionantes no siempre asumidos. Ya no es solo, como en Marta, un “si hubiera” que evitara la muerte; nos persiguen los “si hubiera” que han formado parte de nuestra vida y relaciones. “Si tan solo hubiera hecho esto o aquello”; “Si hubiera dicho”; “Si me hubiera callado”; “Si hubiera…”. En los últimos cinco días, estos pensamientos han invadido mi mente, la mayoría de ellos relacionados con momentos amargos y difíciles en la relación personal con mi padre. Estoy convencido de que mi madre, mi tía y mis hermanos han hecho también su propia colección de “si hubiera” en estos días.

Este vendaval de pensamientos no solo ha destapado lo amargo, sino que también me ha devuelto a tiempos pasados, a caminos que aprendí de mi padre y de su mirada atenta. El recuerdo más antiguo que tengo de mi padre es de él detrás una cámara, siempre buscando el encuadre perfecto para retratar el paso de la vida. A través del objetivo, enfocaba el mundo y a las personas, como si quisiera poner orden en los sentimientos que nos agitan y nos dejan al descubierto, perpetuando después ese orden recién encontrado en diapositivas y cientos de metros de película fotográfica, que mi madre conserva con cariño. Con el tiempo, su pasión cambió de la cámara a las lentes correctoras de la visión. Ya no le bastaba mostrar a otros cómo veía el mundo; quiso ayudar a que viéramos la realidad con una mirada nueva y crítica, por nosotros mismos.

Otro recuerdo que guardo con admiración es su valentía para emprender senderos poco transitados, enfrentando desafíos y adversidades con fortaleza. Muchos lo habéis conocido y respetado también por este rasgo de su personalidad, cambiando los condicionantes “si hubiera” por los posibilitadores “por aquí es”. Esto solo puede hacerse desde la acogida de la propia identidad, conformada por fortalezas y debilidades. Está contenido en la respuesta que Jesús da a Marta: “Yo soy la resurrección y la vida, quien crea esto vivirá”. Nada de mirar al pasado paralizador, sino ponerse ante cada reto en perspectiva de resurrección y de vida. Este es el mejor legado que he recibido de mi padre. Todo lo que soy, lo debo a la combinación de ese espíritu creativo con el realismo práctico y comprometido de mi madre.

Pero en todos los caminos que emprendió a lo largo de su vida, mi padre también tuvo momentos de desorientación, en los que perdió mucho más de lo que encontró. Quiso llegar a un horizonte más allá de la mirada y, a su paso, creó vacíos y ausencias. Me consta que la llegada de esta enfermedad, en el dolor de los sentimientos de fragilidad, también le ha regalado la oportunidad de contemplar esos vacíos desde una nueva perspectiva. También para él, la muerte, desde que comenzó a rondarle, ha venido al rescate de la vida.

Al aceptar ese difícil regalo, comprendió su necesidad para sanar heridas y buscar la paz interior. Su última aventura ha sido la música, que no es sino otra manera de mirar la realidad, interpretarla y compartirla. Me ha alegrado conocer, hace poco, el estreno de su primera composición musical polifónica esta pasada Semana Santa: un magníficat. En un video de YouTube, él mismo explica esta obra como una maravillosa expresión del encuentro y de las obras grandes que Dios hace en cada uno de nosotros. ¡Hay tantas cosas encerradas en esas notas y en esas palabras!

En estas circunstancias, zarandeados por los recuerdos, quedamos expuestos y vulnerables, pero nos permiten acercarnos a los umbrales de la fe y del perdón. Sin perdón, sin fe, no hay posibilidad de resurrección, de vida tras la muerte. Necesitamos el perdón porque nos libera, nos sana, nos permite mirar con esperanza. El perdón desata nudos, emociones no expresadas, palabras no dichas, gestos no realizados. La fe en la misericordia de Dios, “¿Crees esto?”, proponía Jesús a Marta, disuelve los nudos a la luz de los encuentros que no fueron, pero que existieron, transformándolos en hilos nuevos de consuelo y confianza. Celebramos esta fe desde la vida, la valentía y las luchas interiores de mi padre, que nos desafía a ser mejores, perdonar y amar con autenticidad.

“Creo, Señor, que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios”. La fe de Marta posibilita la vida de su hermano Lázaro. Nuestra fe, compartida en esta celebración de acción de gracias, viene también al rescate de la vida de mi padre y lo vuelve a llevar allí de donde nunca quisimos que se fuera.

Palabras tardías

Intuyo que no soy al único que le pasa: mantengo con alguien un diálogo interesante, intenso, todo parece fluir con naturalidad, intercambiamos ideas, palabras, imágenes mentales, y poco después de terminar aquel encuentro comienzan a venir a mi mente palabras y argumentos que debería haber dicho. Es solo ahora que surgen con facilidad, recreo el diálogo incorporándolas y me parece mucho más vivo e interesante, pero ya es tarde, porque cualquier encuentro futuro tendrá sus propios caminos y las palabras a veces parecen tener vida propia.

Las palabras tardías se me aparecen con más frecuencia tras diálogos difíciles, muchos de ellos discusiones, intercambios complejos de opinión. A menudo solo pasa un breve espacio de tiempo, suficiente para que el encuentro se de por terminado, y mis pensamientos recurrentes se llenan de fantasmas que rehacen el diálogo y el ambiente. Pero ya estoy solo, la divagación me permite controlar con mayor precisión los términos del intercambio de palabras, ahora soy capaz de encontrar las adecuadas, de expresar argumentos perfectos y rotundos, incluso de adornarlos con citas concluyentes que decantan claramente el resultado a mi favor. Tarde ya, probablemente en mi próximo encuentro real sea incapaz de recordar toda la definición que ahora tiene mi lenguaje.

El escritor y Nobel francés André Gide dice, Muchas veces las palabras que tendríamos que haber dicho no se presentan ante nuestro espíritu hasta que ya es demasiado tarde. Los espectros de las palabras tardías, de las palabras no dichas, nos atormentan aún más cuando el reencuentro se hace imposible. El estado relajado de nuestra mente, que favoreció el rumiar reconstructivo del diálogo incompleto, se convierte, con la ausencia de la posibilidad, en estado de tensión y remordimiento. Son especialmente las palabras amables, las palabras de perdón o de cariño, las que más se nos retrasan, sobre todo el tono de las mismas. Cuando ya es demasiado tarde vienen a rondar nuestro espíritu y alterar nuestras emociones, envueltas en arrepentimiento y asimilando la pérdida de futuras oportunidades.

En el prólogo a la edición francesa de La rebelión de las masas, Ortega y Gasset afirma, La palabra es un sacramento de muy delicada administración. Un sacramento, que sitúa a la palabra en el reino de lo simbólico y de lo ritual, donde no solo hay que venerar sino también cuidar, porque representa ausencia y presencia a un mismo tiempo, reclama la delicadeza en su administración. Estamos invitados, obligados incluso, a que las palabras tardías dejen de habitar el limbo de nuestros territorios olvidados, sabedores de que el pensamiento vuela y las palabras andan a pie (Julien Green). Pronunciar nuestras palabras como sacramento puede salvarnos de la recurrencia de los pensamientos tardíos, pero sobre todo de nuestra pasividad en las presencias y los encuentros.