Bienaventurados los que no huyen: santidad y sentido

La palabra “santidad” suena, para muchos, a campanas lejanas, a vitrales impecables o a biografías sin tachones. Otros la perciben como un traje demasiado limpio para el barro de la vida real. Y, sin embargo, su presencia entre nosotros sigue siendo una pregunta incómoda y una hermosa posibilidad.

La santidad no es aislamiento: es respiración profunda en medio del mundo. No consiste en separarnos del ruido, sino en aprender a habitarlo hasta encontrar la melodía escondida. No somos santos porque nos alejemos del mundo, sino porque dejamos que el mundo entre en nosotros: en el hogar, en las agendas repletas, en la piel curtida por la vida. La santidad comienza cuando dejamos de ponerle candados a la realidad.

Francisco dijo en Gaudete et Exultate: “La santidad es el rostro más bello de la Iglesia”. Un rostro que es presencia, no filtro ni máscara. En tiempos en que abundan las propuestas de perfección envuelta para regalo —una santidad exhibicionista que imita lo externo, una inocencia entendida como territorio libre de conflicto, un misterio reducido a susto de temporada— conviene volver a lo esencial: la santidad cristiana es una propuesta de sentido. No es una coreografía, sino un camino que ordena la vida desde dentro. No es un “prohibido pasar” al mundo, sino un “bienvenido” con discernimiento. Hay misterios que no dan miedo, sino hogar; y lo sagrado no asusta, ensancha.

Recuerdo cuánto me impresionó la lectura de El precio de la gracia, de Dietrich Bonhoeffer, especialmente cuando afirma que “la gracia barata es el enemigo mortal de nuestra Iglesia”. Esa “gracia barata” es la santidad de escaparate, una estética impostada a la fe, donde todo es correcto, pero nada verdadero.

Lo contrario de la santidad no es el pecado, sino la indiferencia pulcra. La santidad auténtica, en cambio, acepta el conflicto como lugar de fecundidad. Solo se verifica a la intemperie de la fe, allí donde se sale del hogar y de sus comodidades. No se trata de odiar la casa, sino de no absolutizarla. Salir implica exponerse al viento que desarma seguridades, a la lluvia de preguntas, a los soles que deslumbran. La fe madura cuando se moja. El Evangelio no es un paraguas, sino una brújula.

En este presente hiperconectado y exhausto, la santidad cotidiana parece casi una obligación higiénica del alma. No condena al mundo, sino sus prisas y su idolatría de la eficacia. Vivimos —como dice Charles Taylor— en una “edad secular” poblada de opciones de sentido, pero también de una sutil anemia de profundidad. La técnica multiplica medios y difumina fines; el algoritmo optimiza rutas, pero no elige destinos. Francisco habló del “paradigma tecnocrático” que coloniza el imaginario: no todo lo posible es deseable, no todo lo eficiente es bueno. Por eso la santidad es contracultural: se atreve a perder tiempo con lo que de verdad importa, a demorarse en la gratuidad, a decir “basta” donde el mercado grita “más”.

Byung-Chul Han, reciente premio Princesa de Asturias, describe nuestra época como “sociedad del rendimiento”, una maquinaria que fabrica cansancio y soledades de alto desempeño. La santidad —dice Han— se viste de esperanza cuando responde con lentitud a una cultura acelerada: rehúsa ser trending topic para ser espacio de sentido; no busca likes, sino encuentros; se mide menos por métricas y más por memoria. No se “gana”, se habita.

Y se habita en lo pequeño. Podemos ser santos en la cotidianidad: en la mesa que recogemos sin hacer ruido ni alardes, en la pantalla que apagamos para mirar a los ojos, en la agenda que dejamos respirar para que entre un nombre propio. Simone Weil lo expresó con una precisión emocionante: “La atención es la forma más rara y más pura de generosidad”.

La santidad es atención sostenida: al dolor del otro, a la belleza inesperada, al propio límite. Es prestar oído a lo que no grita. No es una condena al ruido del mundo; es una protesta contra la prisa que lo vuelve incomprensible.

Por eso, la invitación a la santidad es siempre a la vida compartida, a la esperanza y a la confianza mutua. Jesús no beatifica a los inmaculados de museo; llama bienaventurados a los que se implican en la trama de la vida: los que celebran y los que lloran, los que trabajan por la paz y los que sufren su ausencia, los que hacen misericordia y los que la esperan cada día. La santidad no es el resultado de un examen, sino el tono vital de quien se sabe en camino con otros.

Al final del día, cuando la casa se queda en silencio y las manos huelen a lo vivido, la santidad se parece mucho a esto: haber amado un poco mejor que ayer. Habernos dejado atravesar por el mundo sin cinismo. Haber dicho la verdad con misericordia. Haber esperado cuando no había motivos. Y haber celebrado —siempre— que la vida es más grande que nuestras fuerzas.

Si alguien me preguntara por un programa mínimo, diría esto: dejar entrar el mundo, decidir a favor del ser, practicar la atención, compartir la vida, abrazar la intemperie. El resto, se nos dará por añadidura.

Un misterio para vivirlo

Rodeados de discursos que pretenden tener siempre la razón, explicamos, argumentamos, convencemos… y, sin darnos cuenta, convertimos también la fe en una teoría más que defender. Esta obsesión por comprender y explicarlo todo, incluso a Dios, nos aleja del más íntimo acceso al misterio, que, lejos de requerir conceptos brillantes, se acoge desde la humildad y la sencillez.

San Agustín, tras dedicar años a reflexionar sobre la Trinidad, nos dejó un consejo lleno de sabiduría: Comienza sabiendo lo que no es, y poco a poco te acercarás a lo que es. No se trata de partir de lo que creemos saber, sino de lo que humildemente reconocemos que no entendemos. Dejar a Dios ser Dios.

La Trinidad no es una fórmula que resolver. No son tres modos de actuar ni tres partes de un todo. No es jerarquía, ni confusión, ni repetición. Y mucho menos, una idea que pueda definirse con claridad desde nuestro esfuerzo personal de pensamiento. Es comunión sin fusión, distinción sin separación. Es relación, sin soledad ni dominio.

La imagen de un Dios corpóreo, limitado, sometido al tiempo, es un reflejo de nuestras propias limitaciones. Un Dios fabricado a nuestra medida, para acomodarse a nuestras ideas preconcebidas. Un Dios hecho a nuestra imagen. Pero así no es el Dios cristiano. El Dios de Jesús, Dios Trinidad, no cabe en nuestros esquemas, porque no es esquema: es vida que circula, amor que se da, relación que nos transforma. Y hemos sido hechos a su imagen.

Agustín lo comprendió después de muchos esfuerzos por “entender” a Dios. Lo comprendió cuando se dejó abrazar por el misterio y se rindió al amor. Él mismo afirma en uno de sus sermones: “Comprenderás si crees”. Si queremos acercarnos a ese misterio, no nos servirá la imaginación. Nos servirá la fe, la adoración y la confianza. Y, sobre todo, una vida que se haga imagen de esa comunión. Solo cuando nuestras comunidades cristianas y educativas buscan vivir desde la reconciliación, la apertura, el respeto y la entrega mutua, se están acercando al corazón trinitario de Dios. No les hace falta explicarlo, porque lo encarnan.

El misterio de la Trinidad no se enseña ni se comprende, se vive. Solo desde esa vida compartida, podremos intuir algo de su profundidad. De nuevo, en palabras de San Agustín: “Donde hay amor, hay Trinidad: uno que ama, uno que es amado, y el amor mismo”.


AVISO: Esta vez, tengo que interrumpir antes de agosto la publicación semanal del blog. Debo centrarme en otro proyecto personal que me requiere por entero. El primer martes de septiembre, estaré de nuevo por aquí. Nos seguimos encontrando en la intemperie de la vida. ¿Dónde mejor?

Sin palabras de más (Navidad 2024)

Desde tiempos inmemoriales, el misterio ha puesto límites a las palabras. Es una permanente invitación a sumergirnos en aguas de contemplación, donde solo el silencio permite nadar. Pero el misterio nunca llega solo; viene habitado por la duda y la conmoción. No basta con sentirlo o comprenderlo. Hay que amarlo, abrazarlo hasta acallar los ecos de nuestras preguntas.

Émile Cioran decía que en ocasiones toda palabra es una palabra de más. Sin embargo, esas ocasiones parecen escasear. Hablamos sin cesar, compartimos opiniones de todo y de nada, confundimos atención con permanencia y vínculo con simple posicionamiento. Ajustamos nuestras palabras buscando la rima perfecta, aunque en el camino perdamos el alma del sentimiento que las originó. Nos empeñamos en saber qué decir, qué tono usar, qué gesto acompañar. Si no lo sabemos, lo fingimos. Medimos, pesamos, equilibramos… y llenamos cualquier vacío de ruido, temiendo el silencio que revele nuestras imperfecciones.

Incapaces de saber cuándo callar, saturamos el tiempo y el espacio con palabras. Nos desbordamos de idas y sonidos, especialmente cuando deberíamos estar más atentos. No hay escena lo suficientemente humilde que apague nuestro deseo de ser escuchados, ni pesebre que nos devuelva la contención de guardar silencio. Incluso frente al gesto más solidario y generoso, encontramos formas de justificar nuestra interminable verborrea y justificación.

La Navidad, sin embargo, no está en nuestras palabras. Está en el silencio que las trasciende. Este es el momento de reprimir esa necesidad de llenar el misterio con nuestro saber pretencioso, de renunciar a enturbiarlo con palabras que, al final, solo encubren vacíos. Las luces, las felicitaciones forzadas, las comidas abundantes y los encuentros superficiales son meros parches para ocultar nuestras búsquedas no resueltas. Son la excusa perfecta para evitar enfrentarnos a lo esencial.

No sabemos callar ante el misterio, del mismo modo que no sabemos detener la desmesura de nuestras palabras. Nos empeñamos en aparentar, en construir trascendencias de cartón, cuando lo único que se nos pide es presencia humilde, desnuda de pretensiones, contemplación, mirada atenta, silencio.

Tan solo dos palabras de más: Feliz Navidad.