El lugar que habito

Pasamos la vida buscando nuestro lugar. No es solo una bonita frase, resume en pocas palabras el conjunto de nuestros éxitos y fracasos, apunta directamente a todos los espacios de sentido que transforman nuestras visiones del mundo y de nosotros mismos, nuestras relaciones, nuestros miedos, los laberintos en que nos perdemos, las plazas en las que nos encontramos, las búsquedas que nos constituyen.

El más recurrente es el lugar físico, aquel en el que vivimos, o en el que aspiramos a vivir; también el que habitamos una vez, recordado después con nostalgia, como si no quisiéramos desprendernos nunca de la paz que dio a nuestra alma, de las alas que dio a nuestros sueños. Sumamos lugares en nuestro mapa vital, porque nos hicieron llorar o reír, nos dieron años de vida o nos la fueron quitando poco a poco. A los que se fueron les suceden otros que también se irán, lugares que cambian y ya no son los mismos, de los que conservamos recuerdos, a los que regresamos, a pesar de la frustración que nos provoca encontrarnos con ellos cuando se han hecho viejos y ya no tienen respuestas para las nuevas preguntas que nos atormentan. El empirista Heráclito podría decirnos que somos nosotros, y no los lugares, quienes hemos cambiado, que la memoria del devenir se ha diluido en nuestro mar de sentimientos, pero, ¿qué sabrá Heráclito de nuestras búsquedas emocionales?

También andamos en lugares metafísicos, desligados de la materialidad de las formas, sin coordenadas, sin dirección que introducir en el GPS. A veces es una idea, a la que nos aferramos con la ilusión infantil de quedarnos a vivir en ella y por ella, convertida en dogma vital. Otras es un sentimiento, una emoción que se hace constante, que aspiramos transformar en delicada fachada de nuestro ser. Los lugares metafísicos son también espacios compartidos, no podemos recorrerlos solos porque no están hechos para una vida eremítica. Tienen nombres tan sublimes como cotidianos: amor, odio, libertad, solidaridad, perdón, paz, conflicto,… Son lugares teológicos, filosóficos, éticos… en los que nos encontramos a Dios, a las personas, a nosotros mismos. Y su misma fuerza es también una debilidad, porque no abarcamos en ellos todas nuestras búsquedas, porque siempre necesitarán un anclaje a la realidad para que podamos creer en ellos, vivir en ellos.

Cada lugar, sea físico o metafísico, se convierte en encrucijada de contextos, nos lleva a periferias tangibles y existenciales, nos invita a habitarlo, a camuflarnos en su propuesta de sentido. Pero somos nómadas, coleccionistas de lugares que fluyen a lo largo de nuestra vida. Tal vez por ello seguimos buscando, tal vez por eso no llegamos a habitar completamente ninguna verdad, ningún espacio, ningún lugar.

No hacemos más en la vida que ir buscando el lugar donde quedarnos para siempre.

El evangelio según Jesucristo, de José Saramago

Hasta septiembre…

El lugar donde quedarse

La salida del hogar, de la que hablé en el post anterior, nos aventura a espacios salvajes e inexplorados, opciones que posibilitan encuentros, paisajes interiores que dibujan o desdibujan nuestros anhelos, llamadas al orden y a la quietud para no desperdiciar la sabiduría que tanto nos ha costado alcanzar. Salir del hogar, adentrarse en la tierra de la incertidumbre, nos salva de la rutina que acomoda los sentidos para hacernos partícipes de un territorio por conquistar, incluso en nosotros mismos. Grutas y siniestros senderos que continuamente hemos evitado recorrer, por miedo o por ignorancia, pero en los que, de algún modo lo sabemos, se encierra nuestro verdadero ser.

Salir a caminar por esas veredas de incertidumbre despierta el deseo de encontrar el lugar en que quedarnos a vivir para siempre. ¿Cómo entender que dejemos un hogar para entrar a otro? ¿Cómo poner en equilibrio permanencia y cambio? ¿En qué lugar decidir quedarse para siempre, sin esperar más salidas, espantando sueños, ahuyentando fantasmas pasados? Incluso se nos ha enseñado a construir el hogar edificado sobre firmes cimientos y con resistentes muros, que nos mantenga a salvo de los lobos sopladores que amenazan nuestra costosamente labrada estabilidad, a refugio de las tormentas que azotan la serenidad de nuestros cálculos. Si te vas a quedar para siempre, será mejor que cuides los materiales con los que vas a levantar tu casa, advierte la prudencia. Y nosotros, que no deseamos otra cosa, nos entregamos en cuerpo y alma a retener y acaparar historias, experiencias, palabras, besos y abrazos, para que no se nos escapen más y sean abrigo para las frías noches que vendrán en el hogar sobre roca firme en que esperamos quedarnos a vivir.

El lugar donde quedarse no siempre es material. Nos aferramos a las ideas y a los descubrimientos personales, ha costado tanto hacerlos propios que acaban colonizando nuestros sueños y barriendo las esperanzas. Para espantar los cambios nos encadenamos a conocimientos que esquivan la zozobra de la vida, manteniendo un pensamiento que creemos propio contra el desgaste que produce el roce con la intemperie y con el juicio de quienes nos acompañan. Asumimos dogmas, repetimos compulsivamente liturgias personales, releemos los mismos libros y escuchamos las mismas canciones que nos emocionaron, nos apegamos a personas junto a las que nos sentimos a salvo, recorremos territorios pertrechados con mapas bien memorizados, inhalamos un aire que, aunque corrompido, es el único que nos atrevemos a respirar. Y con todo ello, levantamos un hogar eterno.

Cuando esos hogares interiores se desmoronan, la catástrofe nos deja desnudos frente a la verdad oculta por la piedra y el ladrillo de nuestras seguridades. Es el momento de ponerse en camino, la hora de abrigarse y partir. No podremos evitar la tentación de construir nuevos hogares, arar la tierra para acoger otras ideas, levantar otros muros, descansar en sus interiores de perfección, pronunciar nuevos mantras de palabras sanadoras. Al fin y al cabo, como dice Saramago, “No hacemos más en la vida que ir buscando el lugar donde quedarnos para siempre.” (El evangelio según Jesucristo).