Palabras que vencen al silencio

Hay silencios que no se rompen con ruido. Se instalan, incomodan, interrogan. Nos descolocan porque no los manejamos, porque no traen respuestas, porque no son cómodos ni previsibles. Entre todos, el más espinoso es el silencio de Dios: ese que parece prolongar el abandono del huerto, alargar la cruz, y resonar en cada herida de la historia. En cada guerra, cada injusticia, cada muerte absurda. Un silencio que no se deja domesticar.

Y, sin embargo, en ese silencio no hay ausencia. Hay espera. Hay revelación. Hay preguntas. Hay desnudez. Pero preferimos llenar la espera con palabras, el vacío con ruido, la revelación con doctrina, la desnudez con evasión. “Dios es silencio”, decía san Ignacio de Antioquía, “y en su silencio nos habla”.

No es fácil sostener la fe cuando se nos cierran las respuestas. Cuando las palabras se vuelven huecas e inservibles. A veces por impotencia, a veces por miedo, a veces por una fe cansada que ya no sabe cómo hablar de Dios sin convertirlo en eslogan. A veces callamos porque no sabemos qué decir. Otras, porque no queremos comprometernos.

Jesús también vivió cómo se marchaban los suyos. En silencio. Cuando sus palabras resultaban incómodas o incomprensibles. Y no los retuvo. Solo preguntó: “¿También vosotros queréis marcharos?”. Y Pedro, con la lucidez de quien ha comprendido algo esencial, respondió: “¿A quién iremos? Solo tú tienes palabras de vida” (Jn 6,68).

“Las palabras de vida son aquellas que surgen en medio de la muerte, no las que la niegan”, afirma el teólogo Christoph Theobald. Son palabras que rompen la lógica del sepulcro. Que no maquillan el dolor, ni lo anestesian, sino que lo iluminan. Palabras que no explican el sufrimiento, pero lo atraviesan con sentido. Que no controlan, pero acompañan. No son palabras correctas, ni precisas, ni cómodas. Son palabras que remueven, que incomodan, que sanan.

Dios no ha callado. Lo que nosotros llamamos silencio, él lo llama resurrección. Nuestra ansiedad, él la nombra esperanza. Nuestro desconcierto, redención. Lo que vivimos como oscuridad, es el umbral del alba. En palabras de san Ireneo de Lyon, “el Verbo se hizo carne para hablarnos desde dentro”.

El problema no es el silencio de Dios, sino el nuestro. Nuestro silencio cómplice, nuestro miedo a hablar de lo esencial. Nuestra comodidad para refugiarnos en estructuras, en lenguajes gastados, en lugares seguros.

La Pascua no es un final feliz: es un comienzo inesperado. Una palabra nueva y definitiva tras el silencio impuesto por la muerte. Nos empuja a dejar atrás discursos que no salvan, y nos lanza a pronunciar palabras que encarnen esperanza, que revelen sentido, que se atrevan a nacer donde solo parece haber tumba.

Como escribió Byung-Chul Han: “El dolor que se comparte, se transforma en lenguaje. Lo que no se puede decir, se convierte en sombra.” Esa es nuestra tarea pascual: convertir las sombras y los silencios en palabra de vida.

Cuando aparecen los “si hubiera”

Hace cinco días falleció mi padre. Comparto la homilía que hice en su funeral, porque así hago memoria de su vida, también porque me ayuda a integrar y equilibrar muchas situaciones que ahora me zarandean. Gracias por vuestras oraciones.

Hay expresiones que forman parte de nuestra historia, se quedan amarradas a nuestros deseos y a nuestras búsquedas en los momentos de oscuridad y pérdida. Hemos escuchado en el evangelio una de esas expresiones, en el marco del encuentro entre Jesús y Marta, tras la muerte de su hermano Lázaro. Marta dice a Jesús: “Si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano». Sincera queja que refleja muchos de nuestros sentimientos en estos días: una mezcla de fe y dolor, de búsquedas rotas y lazos perdidos.

Cuando aparecen los “si hubiera”, nos situamos en la esperanza de que las cosas podrían haber sido diferentes. La memoria se nos llena de condicionantes no siempre asumidos. Ya no es solo, como en Marta, un “si hubiera” que evitara la muerte; nos persiguen los “si hubiera” que han formado parte de nuestra vida y relaciones. “Si tan solo hubiera hecho esto o aquello”; “Si hubiera dicho”; “Si me hubiera callado”; “Si hubiera…”. En los últimos cinco días, estos pensamientos han invadido mi mente, la mayoría de ellos relacionados con momentos amargos y difíciles en la relación personal con mi padre. Estoy convencido de que mi madre, mi tía y mis hermanos han hecho también su propia colección de “si hubiera” en estos días.

Este vendaval de pensamientos no solo ha destapado lo amargo, sino que también me ha devuelto a tiempos pasados, a caminos que aprendí de mi padre y de su mirada atenta. El recuerdo más antiguo que tengo de mi padre es de él detrás una cámara, siempre buscando el encuadre perfecto para retratar el paso de la vida. A través del objetivo, enfocaba el mundo y a las personas, como si quisiera poner orden en los sentimientos que nos agitan y nos dejan al descubierto, perpetuando después ese orden recién encontrado en diapositivas y cientos de metros de película fotográfica, que mi madre conserva con cariño. Con el tiempo, su pasión cambió de la cámara a las lentes correctoras de la visión. Ya no le bastaba mostrar a otros cómo veía el mundo; quiso ayudar a que viéramos la realidad con una mirada nueva y crítica, por nosotros mismos.

Otro recuerdo que guardo con admiración es su valentía para emprender senderos poco transitados, enfrentando desafíos y adversidades con fortaleza. Muchos lo habéis conocido y respetado también por este rasgo de su personalidad, cambiando los condicionantes “si hubiera” por los posibilitadores “por aquí es”. Esto solo puede hacerse desde la acogida de la propia identidad, conformada por fortalezas y debilidades. Está contenido en la respuesta que Jesús da a Marta: “Yo soy la resurrección y la vida, quien crea esto vivirá”. Nada de mirar al pasado paralizador, sino ponerse ante cada reto en perspectiva de resurrección y de vida. Este es el mejor legado que he recibido de mi padre. Todo lo que soy, lo debo a la combinación de ese espíritu creativo con el realismo práctico y comprometido de mi madre.

Pero en todos los caminos que emprendió a lo largo de su vida, mi padre también tuvo momentos de desorientación, en los que perdió mucho más de lo que encontró. Quiso llegar a un horizonte más allá de la mirada y, a su paso, creó vacíos y ausencias. Me consta que la llegada de esta enfermedad, en el dolor de los sentimientos de fragilidad, también le ha regalado la oportunidad de contemplar esos vacíos desde una nueva perspectiva. También para él, la muerte, desde que comenzó a rondarle, ha venido al rescate de la vida.

Al aceptar ese difícil regalo, comprendió su necesidad para sanar heridas y buscar la paz interior. Su última aventura ha sido la música, que no es sino otra manera de mirar la realidad, interpretarla y compartirla. Me ha alegrado conocer, hace poco, el estreno de su primera composición musical polifónica esta pasada Semana Santa: un magníficat. En un video de YouTube, él mismo explica esta obra como una maravillosa expresión del encuentro y de las obras grandes que Dios hace en cada uno de nosotros. ¡Hay tantas cosas encerradas en esas notas y en esas palabras!

En estas circunstancias, zarandeados por los recuerdos, quedamos expuestos y vulnerables, pero nos permiten acercarnos a los umbrales de la fe y del perdón. Sin perdón, sin fe, no hay posibilidad de resurrección, de vida tras la muerte. Necesitamos el perdón porque nos libera, nos sana, nos permite mirar con esperanza. El perdón desata nudos, emociones no expresadas, palabras no dichas, gestos no realizados. La fe en la misericordia de Dios, “¿Crees esto?”, proponía Jesús a Marta, disuelve los nudos a la luz de los encuentros que no fueron, pero que existieron, transformándolos en hilos nuevos de consuelo y confianza. Celebramos esta fe desde la vida, la valentía y las luchas interiores de mi padre, que nos desafía a ser mejores, perdonar y amar con autenticidad.

“Creo, Señor, que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios”. La fe de Marta posibilita la vida de su hermano Lázaro. Nuestra fe, compartida en esta celebración de acción de gracias, viene también al rescate de la vida de mi padre y lo vuelve a llevar allí de donde nunca quisimos que se fuera.

Esperanza y diversidad

Lo reconozcamos o no, nos da miedo lo diferente, solemos escondemos de las situaciones que no podemos mimetizar. Levantamos silos para guardar en ellos esperanzas que un día nos salven de lo que no podamos comprender, que nos permitan ir sacando de ellos imágenes e ideas pacientemente conservadas, y poder creer que nada ha cambiado, que podemos reconocernos en el espejo de la vida sin problema. Tememos las diferencias porque nos obligan a cambiar los posicionamientos, porque nos devuelven un reflejo que no está hecho a nuestra imagen y semejanza, que coincide con los principios largamente tallados en la dura roca de nuestras seguridades. Entonces, ideamos una esperanza desde nuestros sueños de unidad, y asumimos que solo nos salva lo que es parecido a ellos y, en el fondo, a nosotros mismos.

Esta endogamia del pensamiento solo consigue congelarnos. Buscando la unidad se nos impone la uniformidad. Construyendo la identidad desde lo idéntico, dejamos de ampliar el horizonte del tú para crear espacios comunes en los que descansar del agotamiento de la diversidad. Los pensadores críticos y marxistas lo llaman la ingeniería del consenso, individualidades que no aportan nada nuevo bajo el paraguas de un consenso artificial que evita la pluralidad del pensamiento y se instala en la indiferencia.

La base del pensamiento cristiano desde la Trinidad va por otro camino, cuanto más fuerte es la libertad individual, la identidad personal, más fuerte es la comunión, porque lo contrario de la unidad no es la diversidad, sino la desunión, la diversidad enriquece la unidad. Estamos llamados a encontrarnos en el reconocimiento de posturas y pensamientos que no son uniformes, la indiferencia agota los caminos de pluralidad y solo genera un hiperindividualismo que aumenta el consumismo y la apariencia, como denuncia con fuerza Lipovetsky, del todos iguales. Un ejemplo palpable, y triste, se nos da cuando paseamos por el centro de la mayor parte de las grandes ciudades: todas se parecen, mismos espacios, mismas firmas de moda, mismos escaparates,… La tan famosa aldea global, alentada por todo lo compartido en las redes sociales, ha acabado creando imágenes idénticas hasta de las personas. Apena comprobar que muchos se alegran de todo esto y lo consideran un signo de comunión.

No es nuevo. La esperanza de un mañana diferente se asienta desde hace tiempo en la confianza de una unidad sin diferencias. Incluso cuando todos compartíamos el gran confinamiento de la COVID, no faltaban las voces que anhelaban salir de él más unidos, todos igualados por la desgracia compartida. Pero olvidamos que nuestras diferencias se sostienen en lo que tenemos en común, sin agotarlas. Esperanza y diversidad van unidas, son la pareja ideal para que se dé un pensamiento propio. Esperamos cosas distintas, también los fracasos asociados a la esperanza son diferentes, y las soluciones que encontramos para los mismos. Sin embargo, no hay esperanza sin que algo avance en nuestras posiciones, y solo nos salvará reconocer que nuestros versos sueltos formarán, para alguien, tal vez incluso para nosotros mismos, el poema en el que la vida se hace comunión y encuentro.