Desde tiempos inmemoriales, el misterio ha puesto límites a las palabras. Es una permanente invitación a sumergirnos en aguas de contemplación, donde solo el silencio permite nadar. Pero el misterio nunca llega solo; viene habitado por la duda y la conmoción. No basta con sentirlo o comprenderlo. Hay que amarlo, abrazarlo hasta acallar los ecos de nuestras preguntas.
Émile Cioran decía que en ocasiones toda palabra es una palabra de más. Sin embargo, esas ocasiones parecen escasear. Hablamos sin cesar, compartimos opiniones de todo y de nada, confundimos atención con permanencia y vínculo con simple posicionamiento. Ajustamos nuestras palabras buscando la rima perfecta, aunque en el camino perdamos el alma del sentimiento que las originó. Nos empeñamos en saber qué decir, qué tono usar, qué gesto acompañar. Si no lo sabemos, lo fingimos. Medimos, pesamos, equilibramos… y llenamos cualquier vacío de ruido, temiendo el silencio que revele nuestras imperfecciones.
Incapaces de saber cuándo callar, saturamos el tiempo y el espacio con palabras. Nos desbordamos de idas y sonidos, especialmente cuando deberíamos estar más atentos. No hay escena lo suficientemente humilde que apague nuestro deseo de ser escuchados, ni pesebre que nos devuelva la contención de guardar silencio. Incluso frente al gesto más solidario y generoso, encontramos formas de justificar nuestra interminable verborrea y justificación.
La Navidad, sin embargo, no está en nuestras palabras. Está en el silencio que las trasciende. Este es el momento de reprimir esa necesidad de llenar el misterio con nuestro saber pretencioso, de renunciar a enturbiarlo con palabras que, al final, solo encubren vacíos. Las luces, las felicitaciones forzadas, las comidas abundantes y los encuentros superficiales son meros parches para ocultar nuestras búsquedas no resueltas. Son la excusa perfecta para evitar enfrentarnos a lo esencial.
No sabemos callar ante el misterio, del mismo modo que no sabemos detener la desmesura de nuestras palabras. Nos empeñamos en aparentar, en construir trascendencias de cartón, cuando lo único que se nos pide es presencia humilde, desnuda de pretensiones, contemplación, mirada atenta, silencio.
Tan solo dos palabras de más: Feliz Navidad.


