Algo nuevo está brotando

Lo nuevo siempre descoloca. Especialmente cuando intentamos aproximarnos al misterio de Dios y de la existencia. Cuanto más nos acercamos, más se nos escapan las palabras. No es simplemente distinto: es otra cosa. Tiene la fuerza de lo que irrumpe y la ternura de lo que acaricia. Pero para reconocerlo hace falta una sensibilidad que hemos ido perdiendo entre estímulos, prisas y argumentos aprendidos. Hemos educado la mirada para detectar lo útil, lo eficiente, lo que proporciona satisfacción inmediata o confirma nuestras convicciones. Por eso no lo notamos. Por eso, cuando Dios se revela, como dice Isaías, como algo nuevo que brota, lo pasamos por alto.

A veces nos parece que la fe consiste en tener respuestas para todo, cuando en realidad se trata de vivir abiertos al asombro. El filosofo Alain Finkielkraut señala que vivimos en una época en la que el conocimiento ha sustituido a la sabiduría, y el cálculo al asombro. Tal vez por eso ya no reconocemos los brotes nuevos: porque no nos asombran, porque no los miramos con hambre de verdad, sino con deseo de control.

Ahora que la Cuaresma se acerca a su fin, se anuncia una novedad escandalosa: la misericordia no pone condiciones. No es un perdón que dependa del cumplimiento de ciertos requisitos. No exige que demos el primer paso ni que demostremos previamente arrepentimiento, como si tuviéramos que superar un fielato para acceder al perdón. Lo nuevo que está brotando nos dice otra cosa: que el perdón puede, y debe, llegar antes que la disculpa, incluso cuando aún no somos conscientes de necesitarlo. Y eso nos trastoca. Porque preferimos un mundo donde cada gesto tenga su peaje, cada don su contrapartida, cada abrazo su código. Y sin embargo, como ya dije en el post anterior, basta una actitud de acogida para que la gracia se manifieste, sin necesidad de palabras ni explicaciones.

Brota algo nuevo cuando limpio mi mirada de esa presbicia existencial que distorsiona lo esencial. Brota algo nuevo cuando me dejo afectar por la belleza de un gesto, una palabra o una vida entregada. Brota algo nuevo cuando suspendo el juicio y me atrevo a conocer sin etiquetas. Pero para eso hace falta desaprender, desandar caminos, renunciar a algunas certezas y exponerse a nuevas preguntas.

Lo nuevo de Dios no es una idea: es una experiencia. Se palpa cuando dejamos de buscar seguridades y empezamos a reconocer la belleza como una utopía que habita incluso en lo incierto. Por eso, la Pascua que se acerca no es solo una celebración, es un reclamo. Para quien está dispuesto a vivir desconcertado. Para quien se deja tocar por lo inesperado. Para quien se atreve a mirar el mundo con ojos nuevos, no desde la nostalgia de lo que fue sino desde la fe en lo que, aún sin darnos cuenta, ya está brotando.

Cuaresma… tiempo para situarme

Comenzamos una nueva Cuaresma cristiana. Voy a dejar a un lado los comentarios indignados de quienes cada año echan en falta más atención mediática y mensajes de nuestros políticos, que curiosamente sí reciben otros tiempos de conversión en religiones hermanas, y me centro en lo que realmente es importante en estos cuarenta días que los creyentes tenemos por delante. En primer lugar, porque no tenemos necesidad de que otros anuncien lo que forma parte de una tradición más cercana al cambio personal e interior que a la publicidad meramente externa; en segundo lugar, porque incluso nosotros mismos debemos recuperar la esencia de gracia de este tiempo, que consiste más en situarnos que en posicionarnos.

La Cuaresma tiene mucho de práctica, y es triste comprobar el reduccionismo que los mismos cristianos hemos hecho de esa praxis. Cuando nos quedamos amarrados a una ascesis que poco a poco ha ido perdiendo su sentido transformador, cuando limitamos la conversión a dejar de hacer cosas por un tiempo para después volver a lo mismo, cuando interpretamos la penitencia como mortificación y el cambio como recomendación, entonces somos nosotros, y nadie más que nosotros, quienes vendemos barato el valor de lo sagrado y lo suplimos por pensamiento mágico.

Cuaresma no es tiempo para aprender a morir. Es la misma tradición cristiana la que ha creado, posiblemente sin desearlo, una idea de Cuaresma que se siente necesitada de un carnaval. Si vamos a practicar le pérdida durante cuarenta días, llenos de prohibiciones morales, pareciera que no queda otra opción que aprovechar los momentos previos para el exceso y la burla. Y esto mismo nos ha llevado también al exceso en lo contrario. Ya no se insiste tanto en la necesidad de incorporar experiencias intensas de vida, aprender a resucitar en todas las muertes que acumulamos cada día, cuanto en resignarse a las pérdidas y recordar el polvo que seremos. En la inmediatez que rodea nuestras decisiones y vivencias hay poco espacio para aceptar un mensaje de este tipo, pareciera que lo único que nuestra fe pudiera proponer es enterrar la alegría y cubrirnos de ceniza, desterrar las flores y los cantos de nuestras celebraciones, ahondar en nuestra condición pecadora y traicionera, echarnos la capucha y esperar que pase el temporal.

¡Cuántas cuaresmas perdidas! Incluso Jesús buscó experimentar un espacio de vacío a su alrededor, un desierto de deseos y de necesidades, para situarse y no perderse en el camino a Jerusalén. Sin apartarse de las distracciones, sin tomar conciencia de lo efímero y lo volátil de la propia vida, no es posible asumir que no existen las pérdidas definitivas sino la vida en abundancia. A eso estamos invitados, parar y mirar alrededor, poner nombre a nuestros miedos e inseguridades, mantener la mirada a cada tentación de sentarse o de correr demasiado, situarnos. No hay mucho que calcular, en realidad el mismo cálculo de nuestras pérdidas y ganancias es una tentación más para invitarnos a la resignación.

Solo si alcanzamos a quitar esas falsas ideas de nuestra Cuaresma podremos reconocerla como la oportunidad más bonita para ser. Y es que solo quien aprende a situarse está capacitado para amar las medidas que nos ayudan a avanzar, amar el encuentro y la soledad, interpretar los silencios y la prolijidad de palabras, aproximarse a la vida y a su ausencia, integrar lo inútil de muchos gestos en el absoluto de utilidad de nuestra existencia, acoger el ser que nos constituye para que siempre gane al haber que nos okupa. Situarse, no en el centro absoluto y protector sino en la periferia que nos regala desiertos de sentido. Bienvenida, Cuaresma, tiempo para situarme.

A vueltas con eso de las tentaciones

A vueltas con eso de las tentaciones, me ronda unos días la sensación de que confundimos churras con merinas. Del no nos dejes caer en la tentación hemos pasado a un paliativo aléjanos de la tentación, como si necesitáramos todas nuestras fuerzas para mantenernos en una burbuja de pureza que nos haga más dignos de la vida. Y así, llevo unos días escuchando, porque de eso suele ir el comienzo de cada cuaresma, que nuestro objetivo es evitar tentaciones y rechazarlas, consciente y firmemente.

A vueltas con eso de las tentaciones, mi experiencia me dice que de quien debo alejarme es de los beaturrones perfeccionistas, aspirantes a una pureza de espíritu que solo denota sus verdaderas faltas y su pobreza interior; me dice también que me aleje de las palabras fáciles que pueblan los refranes espirituales, esas que parecen sacadas de antiguos catecismos antimodernistas, y se ponen en boca de Cristo si es preciso, para justificar a quien solo sabe recitar condenas de memoria; me dice que me aleje de los que insisten en ver suciedades y pecados, comparando a todas horas su pureza de intenciones con la vida intensa que rechazan.

A vueltas con eso de las tentaciones, me ha parecido entrever que la vida no se define por aquello que negamos, sino por lo que integramos. Y, por tanto, no puedo llamar tentación a lo que puede ayudarme a encontrar sentido a cuanto siento, y aún llamándolo así, debo quitarle esa carga negativa y sucia que la mala historia le ha endosado, para reivindicar mi derecho a equivocarme, mis rincones oscuros, las islas que sueño como náufrago. Y debo hacerlo, no tanto por mí cuanto por aquellos que no pueden, o no quieren, porque han aprendido, hay quienes dedican una vida a enseñarlo, a ver demonios y tentaciones en cada recodo de la vida, y a alejarse de ellas, cerrar los ojos y volver a un útero de pureza sin amenazas, sin optativas, limpio.

A vueltas con eso de las tentaciones, preveo la necesidad de adentrarme en ellas, abrazarlas incluso, porque me hablan, no de mis defectos, más bien de las ensoñadas virtudes que nutren mis espacios interiores; sí, los nutren y las siento como virtudes, porque cada tentación me hace crecer, acerca lo que creo ser a lo que realmente soy, sin ellas no puedo madurar. A vueltas con eso de las tentaciones, he llegado al momento en que forman parte de mis logros y de mis fracasos, lo mismo que mis elecciones, y aunque solo fuera por haber tenido la oportunidad de elegir, ni busco alejarlas ni quiero que me falten. Llamémosle sentirse vivo,… y libre.