Educar para el infinito

La educación está enferma de pragmatismo. Se ha convertido en una maquinaria de producción de competencias, en una fábrica de resultados y en un simulacro de sentido. Nos hemos habituado a medirlo todo: rendimiento, eficacia, utilidad. Como si educar fuera calibrar una máquina o entrenar un músculo. En este delirio de métricas hemos olvidado lo esencial: la pregunta por el ser, la posibilidad de abrirse al Infinito.

Emmanuel Lévinas nos ofrece una clave para comprender este callejón sin salida. Su crítica a la “totalidad” —ese sistema cerrado que pretende explicarlo todo, dominarlo todo, neutralizar lo imprevisto— es también una crítica a una pedagogía agotada, que ha perdido el temblor, el misterio, la apertura. Educar desde la totalidad es domesticar, formando sujetos funcionales, adaptados y obedientes. Sujetos listos para encajar, no para pensar; entrenados para sobrevivir en el engranaje productivo, pero no para habitar la vida.

La totalidad es cómoda: provee de respuestas, ofrece seguridad, ahorra el vértigo de la incertidumbre y la intemperie. Pero esa comodidad tiene un precio, ya que nos encierra en un círculo sin fisuras, donde el otro ya no aparece como otro, sino como espejo, recurso y pieza de recambio. La totalidad conlleva una pedagogía de la autoreferencialidad: entiende el conocimiento como consumo, la verdad como objeto que se posee, el aula como espacio de domesticación más que de revelación.

Frente a esta lógica totalizante, Lévinas propone una alternativa radical: el Infinito. No como idea abstracta, sino como experiencia ética que desestabiliza. El Infinito irrumpe en nuestra vida a través del rostro del otro, en esa presencia que resiste a toda reducción, que no cabe en nuestros conceptos ni en nuestras categorías. El rostro del otro no se puede reducir, ni clasificar, ni instrumentalizar. Es una llamada, una herida, una promesa. No se deja colonizar por nuestros métodos, ni diluir en nuestras programaciones.

Educar para el Infinito significa educar para esa interrupción: formar sujetos capaces de dejarse afectar, abiertos a la alteridad y que se comprenden vulnerables. Significa aceptar que el conocimiento no es dominación, sino encuentro; que la verdad no es posesión, sino espacio compartido; que el saber no es acumulación, sino responsabilidad ante el otro.

Es una pedagogía del temblor, de la intemperie, de la apertura. Una pedagogía que acepta que el aula puede ser un abismo, un lugar donde las certezas se desmoronan y el pensamiento se tambalea. Donde el otro, con su presencia, nos obliga a recomenzar, a descentrarnos, a dejar atrás la falsa seguridad de las respuestas totales.

En este horizonte, el educador ya no es el experto que domina los saberes, sino el testigo que se deja interpelar. Educar no es transmitir un repertorio cerrado de verdades, sino sostener el espacio donde el Infinito pueda irrumpir. El maestro no enseña desde la cima, sino desde el camino; no instruye desde la completud, sino desde la herida. Educar para el Infinito es recordar que el saber solo nos salva cuando nos transforma, cuando nos expone, cuando nos abre a la responsabilidad inagotable que es vivir junto a otros.

Heridas que sanan

En plena Semana Santa, recuerdo la de hace cuatro años, aquel 2020 que nos forzó a pasar estos días santos confinados en nuestras casas y en el interior de nosotros mismos. No faltaron los melancólicos, los pusilánimes de la vida, los que piensan que lo han comprendido todo pero en realidad no han entendido nada, lamentándose de que el COVID nos privara de nuestra Semana Santa.

Pasaron los confinamientos, las medidas de distanciamiento y el uso obligatorio de las mascarillas; las procesiones, las bullas y el aroma del incienso volvieron a nuestras calles. Y así como dejamos atrás rápidamente esos momentos o los tapamos, también salimos masivamente de aquella vida interior forzada en la que nos había sumido un minúsculo virus.

Pero no todas las heridas curaron. Ahora escuchamos hablar de COVID persistente, de cómo las cosas no han vuelto a ser igual, de pequeños negocios familiares que cerraron definitivamente, de relaciones que la intimidad del confinamiento fracturó, de personas que han desarrollado un miedo crónico al contagio.

Si se me permite la comparación, lo mismo sucede con nuestra vida espiritual: a pesar de la cuaresma, que se repite anualmente y cuyas condiciones conocemos de sobra, llegamos a su punto culminante sin haber sanado nuestras heridas. Quizás aún nos obsesiona que las experiencias deban ocurrir fuera de nosotros, como si necesitáramos esa exterioridad para validar su importancia, o para convencer a otros de nuestra autenticidad. Quizá nos incomoda la intimidad, preferimos permanecer en la superficie de nuestras vidas o compromisos, evitando entrar en diálogos profundos o razonamientos críticos. Sin embargo, para llegar a debates significativos, ya sea a través de la reflexión interna o del diálogo con otros, debemos adentrarnos. Pero, ¿quién elegiría sumergirse en una herida? Parecería más lógico huir de ella.

Estos días volveremos a airear, en nuestras celebraciones y procesiones, heridas que consideramos sanadoras: traición, infidelidad, incoherencia, golpes, burlas, insultos, azotes, caídas, unas manos y un corazón traspasados, abandono… Heridas que Cristo llevó sobre sí mismo, no tanto por nosotros como para nuestra redención.

La costumbre nos invita a mirar e interpretar las heridas desde afuera, desde el dolor que nos causan, la vergüenza de soportarlas, incluso la mirada compasiva de los demás. Bajo esta perspectiva, no podemos permitir que una herida permanezca abierta, es necesario cerrarla rápidamente, aplicar ungüentos y apósitos que aceleren su cicatrización y, si es posible, evitar que deje rastro externo, borrando cualquier cicatriz. No queremos que nada nos recuerde la caída, el fracaso, el dolor o la debilidad. Cuando éramos niños, solíamos mostrar con orgullo las cicatrices de nuestras caídas y golpes, incluso de las pedradas recibidas en improvisados juegos de guerra, pero con el tiempo las cicatrices se confunden con las arrugas y preferimos ocultarlo todo, aparentando que todo está bien.

Redimir es enseñar, es cambiar la perspectiva desde la cual observamos el mundo, acercarnos a la realidad para verla desde el interior de nuestras heridas. Ser capaces de ver a través de nuestras heridas implica un ejercicio de intimidad que altera nuestra interpretación del mundo. Es por eso que son heridas que sanan, aunque paradójicamente debamos mantenerlas abiertas. Poco podremos ver a través de nuestras heridas si las tapamos. Así es como Dios nos ve, las heridas de Cristo son su ventana al mundo; así es como nos invita a ver, sanando desde las experiencias dolorosas y sangrantes de nuestra vida, sin ocultarlas, porque solo así podremos curar las grietas por las que se escapa la vida y la dignidad de quienes son solo heridas.

Tendiendo puentes

Cada mañana, de lunes a viernes, tomo el autobús que me lleva a la sede de Escuelas Católicas en Madrid. Me siento en la parte delantera y paso el trayecto leyendo, por lo general ausente al constante subir y bajar de pasajeros. Cerca de mi destino, una voz pregrabada consigue sacarme de la lectura y me pone en movimiento con su anuncio: Próxima parada, Plaza del encuentro.

El nombre del lugar es evocación de espacio de salida y horizonte de significado, apertura y posibilidad de nuevos viajes, porque cada encuentro es una proyección hacia el umbral de un nuevo mundo. Me gustan los encuentros, tal vez porque en mi carácter tímido me he sentido invitado muchas veces a explorar más allá de mi interioridad.

No rehuso oportunidades para compartir, para dialogar, para buscar comprender planteamientos diferentes a los míos; es así como he alcanzado percibirme como soy. Al volverme hacia el otro, al descubrirle, me descubro también a mí mismo. Al dejarme interpelar desde el horizonte del tú, al adentrarme sin la protección de un hilo de Ariadna en los laberintos de la vida, empiezo a comprender quién soy, me descubro en la mirada en que me miro, me conozco.

El pensador judío Martin Buber define la vida verdadera como encuentro. Buber es quien desarrolla por primera vez una filosofía del diálogo, sustentada en la idea de que la condición humana se define por nuestra capacidad de relacionarnos con el prójimo, y esto es posible porque existe Dios, el gran Otro, el gran Tú. Y es que el encuentro se entiende mejor como mística que como aritmética, es mucho más que una ecuación o una suma de identidades, es misterio.

Para definir el encuentro me gusta el verbo pontificar. No según la definición de la RAE, Exponer opiniones con tono dogmático y suficiencia, sino de acuerdo a su etimología latina, Constructor de puentes. Pontificar se me antoja como el mejor oficio para el encuentro, unir orillas, prevenir abismos, ser “un puente tendido hacia otra singularidad”, como dice poéticamente Nietzsche. El puente es un camino, una aventura hacia lo que es diferente a mi yo, que me obliga a reconstruir el prisma de la diferencia, a modificar mi mirada sobre el mundo.

El encuentro, posibilitado por los puentes tendidos, se engrandece a partir de ese prisma de la diferencia. Puedo estar junto a otro, cohabitar espacios, proyectos y destinos durante años, pero seguir siendo identidades que coexisten, cada uno viendo el mundo a su manera, buscando ideas y palabras que nos identifican, pero no nos hacen prójimos. Y es que, el encuentro, cuando es auténtico, nos transforma, tal vez por eso los constructores de puentes son percibidos como gente peligrosa, y tradicionalmente han sido perseguidos por los amantes de un dogma y una tradición intocables.

Comenzar cada día en la Plaza del Encuentro me sitúa en un punto de partida envidiable, donde habrá caminos que recorrer y puentes que tender, donde habré de purificar la búsqueda de identidades de similitud y acoger la diferencia, donde lo creativo sea un don para espacios nuevos y encuentros generosos. Un puente sin retorno, para el encuentro.