Tendiendo puentes

Cada mañana, de lunes a viernes, tomo el autobús que me lleva a la sede de Escuelas Católicas en Madrid. Me siento en la parte delantera y paso el trayecto leyendo, por lo general ausente al constante subir y bajar de pasajeros. Cerca de mi destino, una voz pregrabada consigue sacarme de la lectura y me pone en movimiento con su anuncio: Próxima parada, Plaza del encuentro.

El nombre del lugar es evocación de espacio de salida y horizonte de significado, apertura y posibilidad de nuevos viajes, porque cada encuentro es una proyección hacia el umbral de un nuevo mundo. Me gustan los encuentros, tal vez porque en mi carácter tímido me he sentido invitado muchas veces a explorar más allá de mi interioridad.

No rehuso oportunidades para compartir, para dialogar, para buscar comprender planteamientos diferentes a los míos; es así como he alcanzado percibirme como soy. Al volverme hacia el otro, al descubrirle, me descubro también a mí mismo. Al dejarme interpelar desde el horizonte del tú, al adentrarme sin la protección de un hilo de Ariadna en los laberintos de la vida, empiezo a comprender quién soy, me descubro en la mirada en que me miro, me conozco.

El pensador judío Martin Buber define la vida verdadera como encuentro. Buber es quien desarrolla por primera vez una filosofía del diálogo, sustentada en la idea de que la condición humana se define por nuestra capacidad de relacionarnos con el prójimo, y esto es posible porque existe Dios, el gran Otro, el gran Tú. Y es que el encuentro se entiende mejor como mística que como aritmética, es mucho más que una ecuación o una suma de identidades, es misterio.

Para definir el encuentro me gusta el verbo pontificar. No según la definición de la RAE, Exponer opiniones con tono dogmático y suficiencia, sino de acuerdo a su etimología latina, Constructor de puentes. Pontificar se me antoja como el mejor oficio para el encuentro, unir orillas, prevenir abismos, ser “un puente tendido hacia otra singularidad”, como dice poéticamente Nietzsche. El puente es un camino, una aventura hacia lo que es diferente a mi yo, que me obliga a reconstruir el prisma de la diferencia, a modificar mi mirada sobre el mundo.

El encuentro, posibilitado por los puentes tendidos, se engrandece a partir de ese prisma de la diferencia. Puedo estar junto a otro, cohabitar espacios, proyectos y destinos durante años, pero seguir siendo identidades que coexisten, cada uno viendo el mundo a su manera, buscando ideas y palabras que nos identifican, pero no nos hacen prójimos. Y es que, el encuentro, cuando es auténtico, nos transforma, tal vez por eso los constructores de puentes son percibidos como gente peligrosa, y tradicionalmente han sido perseguidos por los amantes de un dogma y una tradición intocables.

Comenzar cada día en la Plaza del Encuentro me sitúa en un punto de partida envidiable, donde habrá caminos que recorrer y puentes que tender, donde habré de purificar la búsqueda de identidades de similitud y acoger la diferencia, donde lo creativo sea un don para espacios nuevos y encuentros generosos. Un puente sin retorno, para el encuentro.

Cuaresma… tiempo para situarme

Comenzamos una nueva Cuaresma cristiana. Voy a dejar a un lado los comentarios indignados de quienes cada año echan en falta más atención mediática y mensajes de nuestros políticos, que curiosamente sí reciben otros tiempos de conversión en religiones hermanas, y me centro en lo que realmente es importante en estos cuarenta días que los creyentes tenemos por delante. En primer lugar, porque no tenemos necesidad de que otros anuncien lo que forma parte de una tradición más cercana al cambio personal e interior que a la publicidad meramente externa; en segundo lugar, porque incluso nosotros mismos debemos recuperar la esencia de gracia de este tiempo, que consiste más en situarnos que en posicionarnos.

La Cuaresma tiene mucho de práctica, y es triste comprobar el reduccionismo que los mismos cristianos hemos hecho de esa praxis. Cuando nos quedamos amarrados a una ascesis que poco a poco ha ido perdiendo su sentido transformador, cuando limitamos la conversión a dejar de hacer cosas por un tiempo para después volver a lo mismo, cuando interpretamos la penitencia como mortificación y el cambio como recomendación, entonces somos nosotros, y nadie más que nosotros, quienes vendemos barato el valor de lo sagrado y lo suplimos por pensamiento mágico.

Cuaresma no es tiempo para aprender a morir. Es la misma tradición cristiana la que ha creado, posiblemente sin desearlo, una idea de Cuaresma que se siente necesitada de un carnaval. Si vamos a practicar le pérdida durante cuarenta días, llenos de prohibiciones morales, pareciera que no queda otra opción que aprovechar los momentos previos para el exceso y la burla. Y esto mismo nos ha llevado también al exceso en lo contrario. Ya no se insiste tanto en la necesidad de incorporar experiencias intensas de vida, aprender a resucitar en todas las muertes que acumulamos cada día, cuanto en resignarse a las pérdidas y recordar el polvo que seremos. En la inmediatez que rodea nuestras decisiones y vivencias hay poco espacio para aceptar un mensaje de este tipo, pareciera que lo único que nuestra fe pudiera proponer es enterrar la alegría y cubrirnos de ceniza, desterrar las flores y los cantos de nuestras celebraciones, ahondar en nuestra condición pecadora y traicionera, echarnos la capucha y esperar que pase el temporal.

¡Cuántas cuaresmas perdidas! Incluso Jesús buscó experimentar un espacio de vacío a su alrededor, un desierto de deseos y de necesidades, para situarse y no perderse en el camino a Jerusalén. Sin apartarse de las distracciones, sin tomar conciencia de lo efímero y lo volátil de la propia vida, no es posible asumir que no existen las pérdidas definitivas sino la vida en abundancia. A eso estamos invitados, parar y mirar alrededor, poner nombre a nuestros miedos e inseguridades, mantener la mirada a cada tentación de sentarse o de correr demasiado, situarnos. No hay mucho que calcular, en realidad el mismo cálculo de nuestras pérdidas y ganancias es una tentación más para invitarnos a la resignación.

Solo si alcanzamos a quitar esas falsas ideas de nuestra Cuaresma podremos reconocerla como la oportunidad más bonita para ser. Y es que solo quien aprende a situarse está capacitado para amar las medidas que nos ayudan a avanzar, amar el encuentro y la soledad, interpretar los silencios y la prolijidad de palabras, aproximarse a la vida y a su ausencia, integrar lo inútil de muchos gestos en el absoluto de utilidad de nuestra existencia, acoger el ser que nos constituye para que siempre gane al haber que nos okupa. Situarse, no en el centro absoluto y protector sino en la periferia que nos regala desiertos de sentido. Bienvenida, Cuaresma, tiempo para situarme.

Memoria emocional

Hace unos meses tuve la suerte de conocer y compartir proyecto con Carmen Guaita, es de esas presencias que transforman miradas, cambian perspectivas, aportan serenidad. Ambos somos buenos conversadores, en las ocasiones en que hemos coincidido no nos ha faltado algo de qué hablar, sobre todo porque ella es una andaluza apasionada por La Mancha y yo un manchego apasionado por Andalucía, casi nada.

En nuestro segundo encuentro me regaló su última novela, Todo se olvida (Khaf, 2019), y este es el motivo por el que hoy escribo. No voy a hacer una reseña ni una crítica de la novela, que vale por sí misma todo cuanto pueda escribirse sobre ella. El tema de fondo es el vacío que deja el olvido que arrecia de pronto, disfrazado de Alzheimer, levantando muros inquebrantables, destilando silencios. La novela de Carmen es una pequeña maravilla, escrita con la delicadeza de quien sabe sobradamente de la vida que comparte, esa vida que se hace de retazos y recuerdos, no de quien la ha vivido sino de quien la ha rozado. Hay que leerla.

Personalmente, acompañar los no-recuerdos de Criptana Senzi, la protagonista silenciosa, me ha llevado a revivir los espacios compartidos con dos hermanos de comunidad enfermos de Alzheimer, uno aún con nosotros, Benjamín, el otro murió en septiembre, Emiliano.

Un buen amigo, que sabe de estas cosas, y a quien pedí consejo y ayuda al comenzar a convivir con un enfermo de Alzheimer, me explicó lo mejor que pudo que esta enfermedad no es una riada que arrasa con todos los recuerdos, porque, misteriosamente, no puede llevarse la memoria emocional. A pesar de la crudeza con la que iba descubriendo los grandes silencios que se abrían con mis hermanos, y sus desvaríos explicativos, sus cada vez más frecuentes pérdidas de paciencia y enfados, sus medias sonrisas al no saber qué hacer o responder ante lo que ocurría a su alrededor, a pesar de todo eso la revelación de mi amigo me sonó tremendamente poética, una flor colorida en el gris desierto de todo lo perdido.

Conservar la memoria emocional es la pervivencia de todo lo amado, lo sentido y lo vivido. Olvidaré las caras, será lo más difícil de aceptar, y las letras aprendidas y leídas en mil libros, y los números mal sumados desde niño, y los nombres de las cosas, y de las personas que amo, y de los sentimientos que me abrigan, olvidaré todo cuanto me ha hecho ser, los esfuerzos y los fracasos, olvidaré incluso mi nombre y mi rostro, pero ahora sé que nunca olvidaré la esencia misma del amor que sentí por todas esas caras y libros y nombres. Lo sé porque he podido ver con asombro cómo brillan los ojos de un hermano con una canción que canta a pleno pulmón, sin olvidar una sola palabra de su letra, he visto cómo esos mismos ojos se cierran y recitan salmos y oraciones que brotan de una fe amasada y sembrada cada día de su vida, he visto cómo de esos ojos, nunca más que ahora espejos del alma, asoman lágrimas cuando escucha el nombre de su madre y lo repite paladeando cada sílaba.

Recuerdos que viven en los pliegues existenciales, que afloran cuando escampa la tormenta vital del desconcierto, que habitan los claros de ese bosque siniestro en que se ha convertido la vida. Esa memoria emocional es el único flotador al que podemos abrazarnos quienes asistimos al final inesperado de una función que solo trae silencios callados. No hay olvido, ni pasado, que supere el emocionado recuerdo del alma que ha sentido y amado intensamente. “Quererse y vivirse es lo mismo”, qué bien lo sabes tú, Carmen. Es por eso que necesito rescatar de mis pliegues personales todo aquello que quiero y vivo, necesito aferrarme al amor, sí, al amor, no a ese cariño sucedáneo que nos imponen como tolerable, amar valientemente es lo único que me salvará, también quererme y vivirme, y no quedarme en las formas, ni en los nombres, no acampar en los triunfos ni callarme en las derrotas, porque ahora sé, lo sé, que cuando lo olvide todo, incluso a ti, nunca olvidaré por qué he amado, por qué te he amado.