Quien tiene un amigo…

Uno de mis recuerdos del colegio tiene que ver con el cartel que cada día veía en la escalera del centro, representando un rostro dulzón de Jesús de Nazaret con la inscripción Amigo que nunca falla. Con el paso del tiempo aquella frase ha ido marcando, de diferentes maneras, mi fe, mis relaciones interpersonales y mi idea de confianza. Nunca me he sentido fallado en mi fe, tal vez porque fui madurando una imagen de Dios que evolucionaba al mismo tiempo que adquiría nuevas sabidurías y me las veía con situaciones vitales de desgarro y frustración. Jesucristo es para mí el amigo que nunca falla, con una convicción purificada del sentimentalismo propio de la adolescencia. No puedo decir lo mismo de mi relación con todas las amistades que he tenido, sí que les he fallado, y les fallo, en muchas ocasiones, sin hacer daño, sin malas intenciones, casi siempre dejándolas ir en un pasar página decoroso, silencioso.

Pero puedo decir con sinceridad que no siento haber perdido ninguna. Tal vez por eso me ha costado menos volverme a sentir amigo, con todas sus consecuencias, en el reencuentro. En más de una ocasión he sentido como si no hubiera pasado el tiempo, enredado de nuevo en la continuación de una conversación interrumpida por años, embelesado por la limpieza de la mirada, la sonrisa, los viejos proyectos compartidos. En la amistad he buscado siempre la liberación de los apegos, y a lo largo del tiempo esta idea no conceptualizada nos ha purificado, a mí y a quienes llamo amigos, del falso interés de las complicidades, de una amistad entendida como inversión de bajo riesgo, de las grietas emocionales que convierten al amigo en mera transacción. Ser amigo supone aceptar el fallo, en el otro y en uno mismo, pero sin hacer de ello un abismo; implica reconocer los espacios infinitos que se abren entre ambos con la flexibilidad que da el tiempo compartido, sin llevar la cuenta de los segundos separados. Supone no llegar nunca a poseer al amigo, como aquella paradoja de la flecha de Zenón, porque la verdadera amistad, la que no falla, carece de movimiento en el tiempo, se aproxima y se distancia sin perder la esencia de los abrazos.

En su Ética a Nicómaco, Aristóteles dice que «el amigo es otro yo». Para alcanzar esta verdad hay que comenzar por mantener lejos de la amistad la imagen del espejo, no puedo convertir al amigo en un reflejo de mis aspiraciones y deseos, porque la necesidad de ser amigo no puede construirse desde mi carestía, su imagen no es la prolongación de mis búsquedas. Aristóteles se mueve en el terreno de la conciencia personal, más allá de la apariencia que presenta espacios cerrados de sentido, en un descubrimiento de la belleza que detecta la justicia y el amor en las actitudes desde las que llamo al otro mi amigo, pero sin imponer mis coordenadas existenciales. Es otro yo cuando lo acojo como lo hago conmigo mismo, cuando perdono y amo y comprendo sin ambigüedades, pero también sin necesidad de permanentes explicaciones. Es otro yo cuando me abre a la conciencia de mí mismo, al mismo tiempo que me hace tomar conciencia del mundo y de sus relaciones. Otro yo que, como yo mismo, se siente no sabedor de los misterios e indaga ese no saber sin agotar las relaciones, casi tangencialmente, en una línea asíntota que se cruza en infinitas ocasiones con la vida y los espacios compartidos.

Debo a mis juveniles a danzar por el Pirineo la oportunidad de conocer el secreto de la flor de edelweiss, llamada también la flor de la amistad. Aún guardo un sobre con cuatro pequeñas flores recogidas, con la inconsciencia ecológica propia de los diecisiete años, cerca de la cascada de las Negras, en el impresionante barranco de Izas. La flor de edelweiss tiene tres características peculiares: es endémica de algunas zonas montañosas del planeta, en las que crece a grandes alturas, y no es fácil de encontrar; sus pétalos son suaves al tacto, como de terciopelo, como nieve siempre fresca; y nunca se seca, ni se pudre, se mantiene, aun cortada, como si siguiera unida a su tallo, en un atrevido brindis a la inmortalidad.

Dice el refrán que quien tiene un amigo, tiene un tesoro. Prefiero el versículo del libro del Eclesiástico «El amigo fiel es seguro refugio, el que le encuentra, ha encontrado un tesoro» (Eclo 6, 14). Cuento a mis amigos por tesoros, en su misterio y en su otredad, y también me gusta contarlos como edelweiss. El amigo verdadero es endémico de los escarpados espacios angostos y vertiginosos de la vida, no se busca, se encuentra, y desde el primer momento se es consciente de la riqueza del descubrimiento, sabedores ambos de que la amistad es la única virtud que necesita de dos, así la definió preciosamente Michel de Montaigne. El amigo es terciopelo, no como suavidad adormecedora, de las que tranquilizan conciencias, sino como refugio seguro que acompaña en la tempestad y en la calma de la vida, que está aunque no se le vea, que intima, en la más profunda y bella acepción de su significado. El amigo nunca se pudre, ni seca su suave y delicada presencia, incluso cuando guardamos su amistad por largo tiempo; su recuerdo, y también su presencia inesperada, nos salva de la miseria y de la soledad, se hace otro yo incluso sin encuentros, porque al abrir el sobre donde guardamos pacientemente su memoria, nos invita a encontrar su mirada ausente de juicio, en un decíamos ayer eterno y sincero.

Tengo en un cajón de mi mesa un sobre con edelweiss, de vez en cuando lo abro y paso mis dedos por los suaves pétalos de las flores eternas. Son mi memoria de amistad, especialmente de aquellas a las que debo frases inacabadas y miradas suspendidas hace tiempo.

¿Qué nos pasa?

Hemos convertido la pandemia en chivo expiatorio de todo lo que pretendemos comprender y asimilar. Atrás quedó el convencimiento inconsciente de que todo esto nos haría más fuertes, de que aprenderíamos del confinamiento a centrar nuestra vida en lo verdaderamente importante, de que inaugurábamos un nuevo tiempo social alejado del hiperindividualismo con el que comenzamos el siglo. Aún nos cuesta desprendernos de estas ideas, nos mantenemos, aferrados como a clavo ardiendo, en la tragicomedia en que se nos ha convertido la propia vida compartida.

A estas alturas ya no son tan importantes los obstáculos a salvar cuanto los principios de integridad personal a conservar. Y, sin embargo, esos obstáculos siguen presentes, son los mismos que nos han dado forma. Focalizamos insistentemente la voluntad de cambio en lo intangible que forma parte de la vida, reunimos fuerzas, sacadas habitualmente de la propia debilidad, para combatir la desidia, para vencer los miedos, para llenarnos de sentido. Incorporamos palabras salvíficas: libertad, conciencia, fortaleza, unidad,… para hacer presentes ideas y espacios de futuro. Pero no hacemos más que confundir los conceptos con el terreno que pisamos. Hemos olvidado que solo hay trascendencia cuando hemos sido capaces de encontrar una existencia que trascender, solo hay principios cuando hemos detectado las montañas y los valles en nuestro andar, solo hay sentido cuando hemos aprendido a amar las caídas tanto como las levantadas. No es necesario vivir una pandemia para que esto ocurra, aunque caigamos en la trampa de pensar que necesitamos la pandemia para hacerlo argumento de justificación personal, política y social.

La ignorancia premeditada viene a rescatarnos del cansancio de afrontar retos. El arte de liarse mantas en la cabeza tiene más seguidores que el de adquirir destrezas para interpretar la realidad. Y a pesar de que lo sabemos, regresamos diariamente a aquel juego infantil en el que cuando algo quedaba oculto dejaba de existir. Nos escondemos de la vida y nos creemos a salvo de sus consecuencias, no sabemos lo que nos pasa y la mayor parte de las veces ni siquiera queremos saberlo. En ese no saber nos abrazamos a las sombras que proyectan la realidad, las acciones, las opciones personales, para alejarnos del miedo por acabar comprendiendo el sentido de lo que vivimos. Preferimos las tinieblas a la luz, dice san Juan, tememos a la luz, concluye Platón.

Vivir a la intemperie desabastece de excusas y de mantas, por eso preferimos la burbuja de sentido autorreferencial y renegamos de nuestra condición filial en todas las zonas de conciencia personal. En consecuencia, bajamos nuestras defensas porque nos sentimos protegidos por los grandes principios y los dogmas, y aceptamos con candidez su presencia a cambio de no indagar los por qué, no ladrar, no saber. En la medida en que nos ampara la ignorancia acabamos siendo sus esclavos sumisos, y a partir de ese punto sin retorno nos entregamos a considerar cualquier excusa, cualquier chivo expiatorio, como interpretación aceptable de cuanto no entendemos, confiados en que otros entenderán por nosotros.

La realidad, sin embargo, nos devuelve al reino de las certezas, no de las verdades últimas y definitivas, sino de la esperanza indomable que encuentra horizontes de sentido en los gestos sencillos y en las piedras de tropiezo, la que no escamotea preguntas, la que contempla con espíritu crítico cada rincón de la existencia y se entrega a la luz del conocimiento, aun sabiendo que no abarcará todo, que no lo sabrá todo, pero podrá dar una explicación coherente de lo que ocurre sin la prosaica obligación de recurrir a paradojas o medias verdades.

En lugar de mejorar nuestra especie este virus va desvelando nuestras miserias: gente inconsciente que se salta normas y recomendaciones porque, ¡total… qué pasa?, políticos que nos mienten aborregando el mínimo sentido crítico que nos quedaba, luchadores cansados de que sus puños se estrellen contra los muros de la indiferencia colectiva, negacionistas que vociferan conspiraciones y callan tragedias, gente de fe preocupada por los aforos y los cepillos vacíos de los templos que han olvidado acompañar la vida y trascenderla. Ignorantes todos, que escogen el camino del no saber. Tenía razón Ortega y Gasset, siempre Ortega: “No sabemos lo que nos pasa y eso es precisamente lo que nos pasa».

Aprender de todo esto

La imagen que el papa Francisco dejó al mundo, y a la historia, el pasado viernes va a costar mucho olvidarla, y asimilarla. La plaza de San Pedro se convirtió en el espejo de una nueva cristiandad, que en pocos días ha tenido que hacerse a una realidad desbordante: iglesias cerradas, celebraciones canceladas, preguntas y dudas acumuladas, esperando que el tiempo y la fe vayan dando sentido a todo esto.

En ese escenario, propio del mejor director de cine, la voz cansada del Papa resonó sin complejos para señalar la llaga que más duele: «Codiciosos de ganancias, nos hemos dejado absorber por lo material y trastornar por la prisa. No nos hemos detenido ante tus llamadas, no nos hemos despertado ante guerras e injusticias del mundo, no hemos escuchado el grito de los pobres y de nuestro planeta gravemente enfermo. Hemos continuado imperturbables, pensando en mantenernos siempre sanos en un mundo enfermo»

Nos creemos sanos en un mundo que está enfermo, y esta verdad nos duele más que ninguna otra. Hemos ido olvidando a nuestros mayores, construyendo para ellos delicados espacios de silencio, y ahora nos abruma el dolor de sus muertes reducidas a números; hemos ido olvidando a nuestros niños y adolescentes, hipnotizándolos con pantallas de ruido blanco, y ahora nos asusta el dolor de su aburrimiento confinado; hemos ido olvidando los momentos perdidos con amigos y personas amadas, disfrazando los encuentros de palabras sabidas, y ahora nos persigue el dolor de la distancia y los espacios infinitos. Es ahora, cuando sentimos derrumbarse los andamios que le pusimos a nuestra vida, el momento de percibir que no era salud lo que nos habitaba, sino enfermedad, una enfermedad sabia, que ha sabido esperar pacientemente el momento de trastornar nuestra prisa y recordarnos nuestra fragilidad.

La fragilidad, ya lo he escrito en otras ocasiones, es una fuente inagotable de aprendizaje, pero, ¿a quién le gusta? Lo es porque nos obliga a tocar fondo, y bien sabemos que a mayor simplicidad de los enunciados y de las formas más auténtico es el proceso de aprendizaje. Y lo es, también, porque incorpora las llamadas de alarma que han precipitado la caída, esas guerras, injusticias, gritos de los pobres y de la naturaleza de los que hablaba el Papa; sabemos que al caer, la primera imagen, incluso antes de levantarnos, es vislumbrar por un instante el error que nos empujó, la piedra que no vimos, la mano que soltamos. Aprender de todo esto implica, inexcusablemente, tomar conciencia de nuestra enfermedad y de los síntomas que mostraba; tomar conciencia de que nada era intocable y definitivo, ni siquiera nuestras agendas; tomar conciencia de que hemos abusado impúdicamente de la creación, y en especial de sus seres más débiles y desprotegidos.

Solo cuando nos hacemos conscientes aprendemos, y ese proceso de conciencia tiene mucho que ver con nuestra capacidad de individuación y personalización, hasta dónde estamos dispuestos a llegar para reconocer nuestra parte de responsabilidad personal en la creencia de estar sanos, en la sordera ante las llamadas de socorro, en la parálisis de la compasión y la opción por un dolor al que poco a poco nos estábamos acostumbrando. Responsabilizarnos en conjunto y llamar a todo esto un mal social es buscar una salida fácil y negarnos a asumir que los pequeños gestos y las faltas de ajuste, porque no hacía falta ser tan minucioso, han hecho crecer esta montaña.

«Con la tempestad, se cayó el maquillaje de esos estereotipos con los que disfrazábamos nuestros egos siempre pretenciosos de querer aparentar; y dejó al descubierto, una vez más, esa (bendita) pertenencia común de la que no podemos ni queremos evadirnos; esa pertenencia de hermanos.» Aprender de todo esto comienza por un buen desmaquillador. Ahora tenemos tiempo, materia y buena compañía para comenzar a aplicarlo, porque nos ronda una pregunta crucial para cuando todo acabe, ¿habremos aprendido algo de todo esto?