Difícil profetismo

Mi profesor de “Libros Proféticos” en la Facultad de Teología fue el jesuita José Luis Sicre. Además de tener la gran suerte de ser su alumno y escuchar sus clases magistrales, tuve la oportunidad de descubrir que el profetismo no tiene nada que ver con las artes adivinatorias, sino con el compromiso social y transformador.

Aprendí una lección que no he olvidado: es profeta quien sabe dar espacio en su vida a una palabra que no es la suya, quien pierde el miedo a anunciar las consecuencias de nuestros desmanes, quien sabe poner una mirada atenta y creadora en todos los acontecimientos, especialmente en los sencillos y desapercibidos.

El profeta tiene, por tanto, una dimensión solidaria y comunitaria. No va por libre, aunque su mensaje haga tambalear las relaciones mal cimentadas y escueza como la cura en las heridas. Nadie es profeta en su tierra, dice un viejo refrán, complicando aún más la vocación profética. En un mundo donde ya hay suficientes problemas día a día, nadie quiere agoreros que amarguen las ilusiones de que de esta salimos mejores. Por cierto, el diccionario de la RAE coloca profeta entre los sinónimos de agorero (”Que predice males o desdichas. Dicho especialmente de la persona pesimista”).

La tarea profética es difícil. Comienza con el hecho de tener que prestar su voz a la palabra de Dios, muchas veces sin conocer todos los detalles de sus planes, casi sin entender los porqués y sin capacidad para suavizar el choque del mensaje con palabras propias. Además, el profeta tiene el deber moral de hacer suyo ese mensaje que incomoda. Tal vez por eso tiene fama de pesimista, en contraste con quienes solo quieren ver una imagen idealizada de la vida, las relaciones y sus consecuencias.

Estos días me ha rondado un texto del profeta Ezequiel: «A ellos te envío para que les digas: “Esto dice el Señor”. Ellos, te hagan caso o no te hagan caso, pues son un pueblo rebelde, sabrán que hubo un profeta en medio de ellos». (Ez 2,5). Inspirador. El mensaje no es el medio, como pregonó McLuhan, sino el mismo profeta. Algún día, se podrá decir también de nosotros, especialmente en nuestras comunidades, que allí hubo un profeta. Se podrá recordar que defendimos los derechos olvidados, que nos pusimos del lado de los débiles, que pronunciamos palabras que se han convertido en diálogo y tendimos puentes que son encuentro. Se podrá decir, aunque nadie nos hiciera caso; porque hicimos de nuestra vida una defensa de los derechos humanos, que son los derechos de Dios.

Difícil profetismo. Por eso, ningún profeta acepta serlo de inmediato; tenemos ejemplos tanto en el relato bíblico como en profetas contemporáneos. Por eso, ningún profeta es inmediatamente canonizado, y cuando lo es, no está exento de polémica; la ortodoxia oficial lo señala y arrincona por incómodo e irrespetuoso. Por eso, es tan urgente despertar nuestra común condición profética, adquirida desde el bautismo y vergonzosamente dormida en el desván de nuestra conciencia, para evitar sospechas.

Sabrán que hubo un profeta en medio de ellos. Lo sabrán porque recordarán la palabra transformadora, la tarea de enseñar y señalar la vida en sus detalles, la pasión de la misión acogida y compartida. Tal vez no recuerden el nombre ni el rostro, ni los colores con los que cubrió los tonos grisáceos de sus creencias. Algún día lo sabrán, aunque hoy ninguna tierra lo reconozca.

Educadores trinitarios (1)

En los últimos días me han preguntado mucho sobre la relación histórica de los trinitarios con el mundo educativo, la verdad es que si por algo se nos conoce a los trinitarios en los más de ochocientos años de historia de la Orden no es precisamente por la enseñanza, es mucho más conocida la dimensión social y la actividad redentora. Hoy me propongo rescatar la memoria de los más relevantes educadores trinitarios, que no vivieron su vocación de profesores como opuesta a su vocación de redentores sino como complemento necesario. Por desgracia no siempre se ha entendido esta complementariedad, incluso los últimos años del siglo XX supuso no pocos enfrentamientos dialécticos entre quienes dentro de la Orden defendían la urgencia de aportar un sentido liberador a la enseñanza y quienes infravaloraban todo empeño educativo en favor de actividades de tipo social que se promovían como más cercanas al supuesto centro del carisma trinitario.

Pero el centro del carisma es una falacia, de las que gustan usar los débiles de argumentos para dar peso a sus ideas. Los carismas en la Iglesia no se agotan con las actividades que los desarrollan, más bien se enriquecen con ellas, pero hemos adoptado la mala costumbre de identificar la acción del Espíritu con las obras que hacemos, cayendo en un reduccionismo absurdo que ha acabado por empobrecernos y crear luchas internas por definir quién está más en línea con el carisma, qué obra está más cerca de su centro, qué es más propio y qué prescindible. Particularmente, en los trinitarios, estas disputas de los últimos años del siglo XX y primeros del presente fueron de gran intensidad. Yo estaba en mis años de formación y también me dejé llevar por aquellas corrientes fratricidas, en el bando de los que pretendían cerrar colegios, por supuesto. Al comenzar el siglo XXI, la caída de las Torres Gemelas inspiró, por diferentes motivos, es evidente, la caída de otras torres que poco antes parecían levantadas para perpetuarse en los idearios institucionales y en las mentes cerradas.

San Juan de Mata, fundador de la Orden, era profesor en Paris, no está claro si de la Escuela catedralicia o de la Abadía de San Víctor, o de ambas. Su intensa actividad fundadora le obligó a dejar las clases para poder atender las nuevas casas trinitarias en Francia, España e Italia. Es muy probable que los primeros que se unieron a su proyecto procedieran del ambiente académico en el que Juan de Mata fraguó la Orden trinitaria, me recuerda aquel primer grupo de compañeros de san Ignacio de Loyola, también en París, procedentes de toda Europa; los sobrenombres de quienes siguieron a Juan de Mata evocan la atracción de París por estudiantes de todos los rincones europeos: Juan Anglico (el inglés), Miguel Hispano (el español), Guillermo Escoto (el escocés), Nicolás Gallus (el francés), Santiago Flamencus (el flamenco),…

En el siglo XV encontramos dos ministros generales de la Orden que, además de ser profesores en la ya fundada Universidad de París, son también decanos de gran fama en la misma, fr. Juan Halboud de Troyes (fallecido en 1439), decano de la Facultad de teología del colegio de Sorbonne, que en esos años se integrará en la Universidad de París (incluso le dará su nombre), y fr. Roberto Gaguin (fallecido en 1501), decano de la Facultad de Derecho (Decretos se llamaba entonces) de la Universidad de París de 1483 a 1489, y profesor de la misma Facultad. Roberto fue un destacado humanista de su tiempo, que mantuvo una rica relación epistolar con Erasmo de Rotterdam y al que este visitó en París poco antes de su muerte solo por el gusto de conocer al que denominó «luz y gloria de la Academia de París».

En los siglos XVI a XIX destacaron académicamente en las provincias trinitarias de España y Portugal muchos religiosos, en armonía con los frailes redentores que mantenían la actividad de liberación de cautivos en el norte de África. Sería largo y pesado citar aquí a todos ellos, me quedo con algunos destacados:

La Universidad de Salamanca es sin duda la que más trinitarios ha tenido en su claustro a lo largo de su historia. A finales del XVI había veinte trinitarios con voto en cátedras de teología, se hicieron notar fr. José Romero, fr. Salvador de Mallea y fr. Manuel Guerra y Ribera. En el XVII y XVIII encontramos a fr. Marcos de Sepúlveda como catedrático de Física y de Lógica; fr. Juan de Estrella como catedrático de Física; fr. Hortensio Félix Paravicino, catedrático de Retórica; fr. Juan de Bonilla Vargas, catedrático de Filosofía, después será obispo de Almería y de Córdoba; y fr. Manuel Bernardo de Ribera, catedrático de Escoto y San Anselmo, que fue también académico de las reales academias de la Historia y de la Lengua, y considerado uno de los mayores eruditos del siglo XVIII.

A finales del siglo XVI y comienzos del XVII fueron catedráticos de teología en la Universidad de Lérida fr. Juan Esapolat y Prades y fr. Pedro Moliner. Es curioso el caso de fr. José Agustín Canellas que en los primeros años del siglo XIX fue profesor de matemáticas (álgebra y geometría) en la Real Academia de Ciencias Naturales y Artes de Barcelona, y en 1806 es Director de la Real Escuela Náutica también de Barcelona, siendo la enseñanza de la náutica su gran pasión, que le dio fama internacional.

Otros trinitarios ocuparon cátedras en diversas universidades españolas: fr. Gabriel Manzano de Artes en la de Zaragoza (s. XVII); fr. Diego de Ávila de teología en la Universidad de Baeza y de Sagrada Escritura en la de Sevilla (s. XVII), escribió más de 42 libros sobre exegética; fr. Alonso Cano y Nieto de Sagrada Escritura en la Universidad de Toledo (s. XVIII), después fue obispo de Segorbe; y fr. Antonio Gaspar Bermejo también de Sagrada Escritura en la Universidad de Alcalá (s. XVIII).

En Portugal, en la Universidad de Coimbra, fueron catedráticos de Sagrada Escritura fr. Nicolás Coelho de Amiral (s. XVI), que también lo fue en la Universidad de Valladolid; fr. Baltasar Paes y fr. Isidoro de la Luz (s. XVII). En la misma Universidad y a lo largo del siglo XVII fr. Juan Freire de Lima fue catedrático de leyes y derecho romano, fr. Antonio dos Anjos catedrático de filología (traducía ocho lenguas), y fr. Antonio de Jesús profesor de música.

Tras las leyes de exclaustración en el siglo XIX en la mayor parte de países europeos la Orden quedó reducida a tan solo dos casas en Roma, el renacer y la expansión supondrán una nueva perspectiva y la vocación de no pocos educadores trinitarios.