La trampa de la anticipación

Vivimos rodeados de personas e instituciones atrapadas en la obsesión por anticipar. Es fácil descubrirlo en los discursos estratégicos, en los diseños formativos, en la forma de entender el liderazgo y la innovación. Todo parece girar en torno a la previsión, como si el devenir fuera una ecuación más por resolver.

Pero esta fiebre por la anticipación, lejos de hacernos más libres, nos encierra en un ideal de control que ahoga la experiencia. Dice Antonio Muñoz Molina, en un artículo reciente, que hemos caído en la neurosis de la anticipación. No se trata de una sana previsión, sino de esa ansiedad que busca tener siempre un plan B, una respuesta inmediata, una explicación para todo antes incluso de que las cosas sucedan. El resultado es una cultura que desconfía de la vida misma.

El filósofo Charles Pépin, en su ensayo Encontrarse, afirma: “Si solamente tenemos confianza en terreno conocido, cuando las cosas se desarrollan tal y como preveíamos, no se trataría de confianza, sino de competencia”. La confianza real -añade- es estar preparado para ir hacia lo que no podemos anticipar.

La experiencia del apagón que dejó sin electricidad ni conexión a buena parte de España y Portugal hace apenas una semana es solo un pequeño ejemplo. Pero no es el único. Venimos de años marcados por lo inesperado: una pandemia, guerras, inestabilidad política, crisis climáticas, quiebras emocionales. Duras lecciones para quienes pusieron toda su seguridad en la preparación, como si la vida pusiera preverse desde una hoja de cálculo. Sin embargo, no se trata de vivir improvisando, sino de aceptar que incluso la mejor formación no nos exime del salto de fe que implica toda decisión existencial.

Queremos tenerlo todo bajo control: el tiempo, el espacio, incluso las emociones. Desde ahí podemos entender que triunfen la comida rápida, las compras inmediatas, las respuestas instantáneas y los likes en redes sociales. Pero detrás de esa inmediatez no hay espontaneidad, sino una coreografía perfectamente calculada por los mercados: todo está anticipadamente dispuesto para que sigamos creyendo que controlamos lo que compramos, lo que hacemos y, lo que es más preocupante, lo que somos.

Jacques Derrida, en El erizo ciego, habla de dos momentos creativos: uno de apertura, de entrega a la experiencia, sin filtros ni cálculos; y otro de deliberación, de comprensión global, que involucra cuerpo, emociones y pensamiento. Pero incluso en estos procesos —dice— surgen resistencias, porque no es fácil fluir sin querer dominar lo que está ocurriendo. Nuestra obsesión por anticipar transforma en un problema que resolver, incluso antes de ser vivido.

No se trata de menospreciar la preparación. Necesitamos conocimiento, lectura, diálogo, herramientas. Pero, sobre todo, necesitamos una disposición que no se enseña en los manuales: la confianza. La capacidad de caminar sin ver el mapa completo. Porque aprender a caminar no implica hacerlo siempre del mismo modo: vendrán collados y valles, andares desequilibrados y otros más firmes, senderos trillados y otros inexplorados. Pero siempre será nuestra confianza, y no tanto nuestra competencia, la que vendrá a redimir nuestras vulnerabilidades.

Por eso, cuando nos enfrentamos a lo inesperado —cuando “nos quedamos al desnudo”, como dice Pépin— no serán nuestras habilidades técnicas las que nos salven, sino nuestra capacidad de sostenernos en el vacío sin rompernos. Aprender a vivir es también aceptar que el suelo tiembla, que el horizonte cambia y que los planes fallan.

Solo quien aprende a caminar con esa confianza radical en lo que no se puede anticipar será capaz de construir sin miedo, de amar sin garantías y de avanzar, incluso, cuando todo se apaga.

Adivina, adivinanza…

Adivina, adivinanza… Esta entradilla me retrotrae a la niñez, a esos tiempos en que la realidad desparecía tras unas manos o un pañuelo, simplicidad de respuestas y miles de preguntas. En la medida que crecemos nos parece ir comprendiendo el mundo, dejamos de creer en lo simple, porque todo nos resulta extremadamente complejo y complicado, la ingenuidad da paso a la sospecha y nos obsesionamos con sumar una experiencia tras otra, sin tiempo para interiorizarlas, aferrándonos a verdades absolutas que nos liberen de este sentirnos atados a la realidad. Ken Robinson solía decir que al dejar atrás nuestra infancia también abandonamos la creatividad, cada vez nos duele más que lo otro nos transforme, como si el proceso de madurez personal conllevara la pérdida de la percepción creativa del mundo y de la realidad, como si al crecer dejáramos de creer en la posibilidad de lo nuevo.

Hay, sin embargo, una parte de nuestras búsquedas infantiles que queda adherida a nuestra condición adulta, el gusto por la adivinanza. Pareciera que anheláramos seguir creyendo que las cosas se esconden con simplicidad ante nuestros ojos, que hay sentidos ocultos para lo incomprensible, que al cubrir nuestro rostro con las manos conseguimos realmente aislarnos y desaparecer de este eón que no podemos o no queremos aceptar. Crecemos, pero seguimos apegados al juego de la adivinanza, intolerantes para lo que escapa de nuestro entendimiento, una búsqueda obsesiva de todas las respuestas, que suele llevarnos a olvidar hacer las preguntas adecuadas.

Como un niño que no admite el callejón sin salida de la adivinanza, incapaces de descubrir los juegos de palabras que la vida nos pone por delante, convertimos esa zona de realidad desconocida en un misterio, capaces de vender la propia alma por desentrañarlo, evitando adentrarnos en los dédalos que puedan acercarnos a conocer lo que se nos esconde. Queremos saber, disponemos cualquier atajo para alcanzar lo desconocido, aunque para ello tengamos que anular los más obvios engranajes de nuestro modo de conocer las cosas. Queremos poder ver, necesitamos poder ver, asegurar las opciones de nuestras decisiones, obtener seguridad e hilo de certeza en las madejas de la vida.

Y cuando lo conseguimos, nos hacemos habitantes sedentarios de las respuestas arrancadas al futuro. Pero habremos vendido nuestra alma creativa, intercambiada por el embrujo de la paz personal. Son las casas que construimos, las tiendas que plantamos, las sillas que ocupamos, los dogmas que abrazamos, para evitar los enigmas de cada cruce de caminos, para tranquilizar la errante conciencia de la libertad.

La vida nómada del espíritu, sin embargo, se rebela frente a las cadenas de la adivinanza, al deseo de apuntalar las decisiones. Es el nomadismo de la vida a la intemperie, invitados a ser inspiración, creativa presencia. Es el nomadismo de la trascendencia, de quien se fía sin necesidad de ver y tocar, de quien levanta sus tiendas, de quien baja de las cumbres, de quien pisa fuerte un presente que no necesita más seguridad que la propia confianza. ¡Cómo no recordar aquellos versos que Machado escribió hace más de cien años:
Caminante, son tus huellas
el camino y nada más;
Caminante, no hay camino,
se hace camino al andar.