No hay santidad sin alegría

Para mucha gente, demasiada, no estamos en tiempo de alegría. Nos cuentan que el confinamiento, el miedo, la angustia, el dolor de lo perdido, han traído un desembarco de soledades y tristezas; que para algunos la vida se les está escapando entre los dedos, incapaces de retenerla y absorberla; que aumentan los suicidios en jóvenes, siempre tan desconcertantes; que el esperado cambio tras el virus, no será más que un legado de emociones mal integradas. Nos cuentan que esta enfermedad ha venido para quedarse, y no puedo dejar de pensar que con ella se quedará también esta falta de alegría, que tan pacientemente ocultamos tras las mascarillas.

Hay engranajes oxidados de la vida que nos embotan también cualquier intento de tener una visión limpia, alegre. A veces todo nos parece una montaña rusa, donde risas y gritos se alternan en convivencia enfrentada, como en un pentagrama que buscara poner orden en los desaforados espacios que vivimos; un tiempo arriba, respirando abiertamente, dueños del mundo a nuestros pies, otro tiempo, atrapados en una bajada de vértigo, el corazón y el alma queriéndose salir de ese yo temerario que los retiene. El misterio aparece cuando, una vez liberados de esa atracción de feria en que cada poco se convierte la vida, queremos volver a ser parte del loco pentagrama, como si no pudiéramos tolerar la rutina de tener los pies en tierra firme, como si necesitáramos escapar del triste encuentro con la realidad, liberando la dosis de adrenalina que nos permita huir.

Guardamos en nosotros infinitos “países de alegría”. Algunos los abandonamos, como queriéndolos olvidar, como si formaran parte de un tiempo efímero que ya ha concluido. Otros, los habitamos intermitentemente, deseando hacernos dignos ciudadanos suyos. Buscamos la alegría, a veces con la nostalgia de quien recupera viejos espacios de felicidad, otras con el convencimiento de que esta, y no otra, es nuestra tarea más preciada. Pero lo hacemos sabiendo que la vida es una alternancia, no siempre pacífica, de alegrías y tristezas, donde existe el fracaso todo lo envolvemos en una permanente pregunta por la utilidad, aunque sin comprometernos con su sentido. No siempre salimos bien parados de esta paradoja, y donde algunos escuchan notas de esperanza otros solo perciben añoranza, o silencio.

«Estad siempre alegres», les pide Pablo a los cristianos de Filipos, incluso se lo repite, por si aún no les ha quedado claro. No consiste en encontrar un vellocino de oro, un talismán que nos salve de los tiempos de tristeza. No es de esperar que olvidemos los fantasmas, y salgamos al campo abierto del deseo, para sonreír incluso cuando no hay fuerzas para hacerlo. Pero poseemos una capacidad personal para convertir el presente en alegría, en encuentro, en intensa vida. Es cierto que en ocasiones es una capacidad irreconocible, que vive en la perplejidad y que solemos enredar con términos de resignación, incluso con la aceptación para acoger la sucesión de sentimientos contrarios.

La primera confusión con respecto a la alegría tiene que ver con la obsesión por la felicidad, rebajada a una eterna vivencia de alegrías y sonrisas, que no es más que una absurda y reducida visión de la vida. Asociar felicidad a alegría nos puede jugar malas pasadas, como perder el horizonte de todos esos momentos de la vida que conllevan ausencias, evitar los otoños existenciales y sospechar de todo lo que no nos saque una sonrisa. Jesús clamó desde una montaña contra esos engaños, una apuesta por la vida sin disfraces que emocionó al mismo Mahatma Gandhi cuando entró en una iglesia de Sudáfrica, en el mismo momento en que se leían tan cautivadoras palabras. El comentario que Gandhi hizo al respecto parece cumplirse, cada vez que los cristianos simplificamos el mensaje de las bienaventuranzas a experiencias enlatadas de alegría.

La segunda confusión es con la seriedad, hacer bien las cosas parece que se relacione más con la falta de alegría, esa opresión que nos supone aportar por aquello que creemos que mejor responde a la fidelidad, aunque se nos vaya la vida en ello. Es así como nos acostumbramos a una tristeza vital, pensando que estamos más cerca de respetar las tradiciones, incluso la voluntad de Dios, que somos más santos, que cumplimos mejor con los objetivos de nuestra existencia. Nos negamos a nosotros mismos el visado para nuestros «países de alegría», confiados a la perfección de nuestras decisiones, aunque nos condene a perder la alegría de vivir.

En el ángelus del día de Todos los Santos de este año segundo de pandemia, el papa Francisco nos ha recordado que “Alegría es poder afrontar cada situación bajo la mirada amorosa de Dios. Sin ella la fe se convierte en un ejercicio opresivo, que lleva a la tristeza. ¿Somos cristianos alegres o personas con cara de funeral? ¡No hay santidad sin alegría!».

La tristeza… y una sonrisa

Hace ya quince años que cada tercer lunes de enero nos llega con la amenaza velada de ser el día más triste del año, Blue Monday le llaman. Como muchas otras cosas esta también tiene una curiosa historia: en 2005, el profesor Cliff Arnal, de la Universidad de Cardiff, creó un cálculo matemático para lanzar una campaña de marketing de la agencia de viajes Sky Travel. Quería saber cuándo había una mayor predisposición de los consumidores para reservar sus vacaciones, y el resultado fue el tercer lunes de enero.

La fórmula matemática era así: 1/8C+(D-d) 3/8xTI MxNA, en la que C= clima; D= deudas adquiridas en Navidad; d= dinero que se cobra en enero; T= tiempo desde final de Navidad; I= período desde el último intento fallido de dejar un mal hábito; M= motivaciones; NA= necesidad de actuar para cambiar la vida.

El mismo profesor Arnal ha advertido en numerosas ocasiones del despropósito que supone sacar conclusiones de aquella broma, pero como nos encanta eso de poner nombre a las cosas y declarar días para casi todo… aquí lo tenemos, año tras año, consumiendo minutos en las noticias, en las conversaciones de bar y en las búsquedas de internet. Hasta el papa Francisco ha tenido que hacer alusión al tema.

La tristeza sigue siendo un tema recurrente, y por desgracia no es solo cuestión de un día al año. Hay quien la habita, y la hace estandarte de su vida, en muchos casos sin saber cómo abandonarla. Desde aquellos tres tristes tigres… que comían trigo, y que aprendimos sin atisbo de pensamiento crítico alguno, la vida nos ha ido metiendo en trigales de tristeza que se convierten en laberintos sin escapatoria. Es entonces cuando la tristeza se alía con la soledad, y ronda cada espacio, nuestros propósitos de cambio, cada fracaso personal.

Parece que ha encontrado en los jóvenes una tierra en la que echar raíces, jóvenes cada vez más solos, a pesar de esos miles de amigos que linkean sus entradas en Instagram. Desengañados de las grandes historias, de las promesas de cambio, algunos apenas son capaces de ver algo más que asco y tedio en lo que esta sociedad tan abierta e informada les ofrece. No creo en eso de la generación perdida, es más bien una generación triste y solitaria, enmascarada en su propia inmediatez.

El mejor antídoto contra la tristeza es una sonrisa, y solo la fe puede devolvernos la alegría, dice el papa Francisco. Sí, es cierto, la sonrisa siempre ha sido sanadora, nos obliga a mirar la realidad con otros ojos, con una perspectiva más abierta, sin cargas de profundidad. Pero, incluso para esbozar una sonrisa, necesitamos encontrar motivos. La intemperie en que vivimos, especialmente la que habitan los jóvenes, debe permitirnos descubrir horizontes de sentido, abrirnos a la trascendencia para que las preguntas existenciales, que son también preguntas de fe, no abracen nuestra soledad sino que provoquen sonrisas de futuro.

Vivir en la tristeza adormece los sentidos, acomoda la existencia a sueños de los que no podemos escapar. No es la opción fácil, como piensan muchos, es la no opción, el reflejo imperfecto de una vida que ha perdido su sentido trascendente, maravillada por un constante de inmanencia que tan solo aporta explicaciones rápidas, inmediatas, seguras. Una sonrisa, la que adopta un gesto espiritual y de sentido, no elimina las grises pinceladas de la vida, pero sí nos regala la visión que necesitamos para contemplarla desde otro ángulo, con el humor y la actitud de quien descubre su trascendencia, con la mirada de quien no sueña, respira, siente.

Moramanga, Madagascar (2007)