Paciencia

Aprender paciencia es duro, a veces lo más duro. Se impone me a la sensatez con que pretendo comprender el mundo, obligándome a regresar a los puntos de salida personales. La paciencia compromete los espacios de mi vida, mis proyectos y propósitos, la belleza y las frustraciones, mis opciones y decisiones, el cambio y la estabilidad. Por eso mismo es un aprendizaje en el que debo poner tiempo, confianza y silencio.

El aprendizaje de la paciencia requirie tiempo, pareciera que no tengo suficiente con el que se me da, y que siempre necesito algo más para que las cosas ocurran y tengan sentido. Tengo más paciencia que hace unos años, las prisas han dado paso a cierta serenidad, la obsesión por la efectividad a la tolerancia ante el fracaso, los buenos propósitos a las decisiones tomadas en el momento oportuno. Comprender el tiempo de mis acciones me ha ayudado a ser paciente, conmigo mismo y con los demás, aprender a esperar, a sumar, a encontrar el gusto de las largas e intrincadas experiencias que la vida me regala. Ahora estoy en aprender el tempo de mis cosas, la velocidad relativa con la que suceden. Mis composiciones vitales me necesitan paciente en cada uno de los movimientos que interpreto, no ya solo en esa paciencia tolerante con las largas esperas, sino también sincero con lo que sucede en el interior mismo de mis decisiones.

Como en todo aprendizaje, es esencial la confianza. La paciencia me obliga a conceder no solo tiempo, también espacio para que las cosas sucedan. No es ya solo que sepa reconocerme en el espejo, tan variable en su reflejo, tan inquietante, debo confiar en la diversidad de mí mismo que en él se me presenta. Ser paciente es descubrir la belleza en los destemplados mares de lo confuso, es amansar los prejuicios que nos alejan de los otros y de nosotros mismos, dar una oportunidad tras otra a la transformación y a la voluntad de cambio, bañarnos una y mil veces en esas aguas que, por más que lo parezcan, ya no son las mismas en las que he nadado antes con soltura. Ese es el motivo por el que la paciencia necesita confianza, que es mucho más que una simple apuesta por la vida, y la confianza requiere paciencia, para creer y construir, para tolerar y levantar, para aprender a pronunciar palabras envueltas en el poderoso embalaje de la espiritualidad, únicas, imprevisibles, propias y compartidas.

Finalmente, solo aprenderé paciencia en la medida en que entienda el silencio. Tiempo y confianza implican acción, el silencio evoca inacción. Tal vez, donde más duele la paciencia es en ese vacío, sin tiempo ni espacio, sin reglas con las que medir ideas y decidir finales felices. La paciencia se envuelve de silencio, el silencio se viste de paciencia. Un nuevo equilibrio difícil de transitar, porque crear silencio no es tarea fácil. Hay veces en que vemos emerger del silencio el temible monstruo de las voces ausentes, y cotorreamos en un desesperado intento de apaciguarlo. Incluso callar se convierte en un modo de esquivar la paciente superación de los prejuicios, creando un silencio externo que es incapaz de aplacar la interna verborrea de ideas y palabras. «La mejor manera de crear silencio es abrazándose», dice David Foenkinos. El abrazo nos apacigua, nos enseña a dejar de medir los intersticios de los encuentros, acalla la eterna necesidad de tener una opinión o decir la última palabra. El abrazo es una cápsula de paciencia infinita que nos reconstruye.

Llevamos ya demasiado tiempo alejados de los abrazos, tal vez por eso hemos dejado de confiar en los silencios. Y, entre tanto, la paciencia se aleja y nos entregamos al juicio fácil, la palabra hueca y la vida regalada Ojalá este año que estrenamos podamos encontrarnos de nuevo en los abrazos, sería una maravillosa vuelta al tiempo de la paciencia.

Palabras contra la impotencia

A veces se acumula la impotencia. Es como si, a pesar de los avances tecnológicos una parte de nosotros se quedara anclada e impedida para avanzar a su mismo ritmo. En los últimos meses algo de esto es lo que más sentimos. A la invencibilidad de nuestro sistema (el corrector me lo cambia por imbecibilidad, estoy dudando cuál dejar) le ha salido un hueso duro de roer, destapando nuestra vulnerabilidad pero sin conseguir acabar con todas nuestras derrotas sociales. Siguen ahí, disfrazadas de estadísticas, con políticos indagando nuevas formas de beneficiarse, con poderosos abusando de su posición frente a los más débiles, con mujeres que continúan siendo víctimas de la indiferencia y ancianos dejados en residencias, que ahora han perdido hasta las horas de visita.

En los momentos de impotencia faltan sobre todo las palabras. Una salida fácil es refugiarse en verdades internas, hay muchos que lo hacen en la fe, y se construyen un paraíso personal en el que encontrar sentido para seguir adelante con su vida. Esos invernaderos vitales se convierten así en una peligrosa burbuja de autorreferencialidad, que no basta para enfrentarse a la vida auténtica, porque despojándola de sus espinas también la deshabita de su belleza.

Una de esas palabras es perdón. Frente a la impotencia necesitamos el equilibrio entre sabernos responsables y evitar un excesivo sentimiento de responsabilidad que impida actuar. El perdón nos enseña a vivir de este modo desde la humildad, sin creernos por encima del bien y del mal, haciendo creíble el resto de palabras pronunciadas, porque nos reconocemos parte del problema. Un perdón que no se compromete en la solución acaba creando nuevas incertidumbres y más impotencia, paraliza la vida y la devuelve a esa esfera de lo personal que todo lo excusa pero nada arregla.

Otra palabra es paciencia. Detectamos tantas vidas en juego que a veces nos puede el deseo de soluciones rápidas y efectistas, afrontamos la impotencia con impaciencia y solo conseguimos agravar las consecuencias. No es que necesitemos tener paciencia, no es cuestión de saber esperar el momento oportuno, lo que necesitamos es mantener una actitud paciente, de confianza, que evite esas posiciones extremistas en las que caemos por culpa de las prisas. Esto nos permitirá estar atentos a lo que estamos viviendo, al momento presente, nos enfocará en el problema y no en el deseo de deshacernos de él.

Y de poco nos servirán las palabras anteriores si no incorporamos sensatez, y valor, y libertad, y… Palabras contra la impotencia que nos comprometan con la vida, que no ofrezcan soluciones prefabricadas, que nos lleven allí donde otros se parten el alma, palabras que generan vida. En ocasiones usamos esas mismas palabras para chapotear en la indiferencia y conformarnos con las cosas tal cual vienen, las convertimos entonces en aliadas de los que levantan muros y se creen seguros en su aislamiento. La libertad de no debernos a otras seguridades nos permitirá pronunciar con firmeza palabras en las que creer, espantar los fantasmas que nos debilitan, esos que nos hacen perder la fe en las personas y asustan nuestra alma de niños y nos mantienen en la impotencia.

Conocemos de memoria las palabras que luchan contra la impotencia, pero nos cuesta pronunciarlas. Hay quien nos seguirá convenciendo de que ni siquiera las buenas palabras van a acabar con las injusticias, que hace falta más acción que discursos, más responsabilidad que inconformismo, más pedir permiso que perdón. No es cierto, necesitamos el poder de cada palabra, también de las que pronunciamos sin abrir la boca, necesitamos todas las palabras y todos los acentos para evitar la tentación de creer que ante la impotencia las palabras se las lleva el viento.