Indagar la identidad personal es una búsqueda que ha entretenido al ser humano desde que tuvo conciencia de sí mismo. Forma parte también de la conciencia personal, esa que vamos formando a lo largo de la vida, en lo que llamamos proceso de madurez. Andamos y desandamos caminos, vamos y venimos, en un permanente estado de ser y no ser. Hay identidades que nos enriquecen, enseñan a ser en medio del mundo y de las incertidumbres de la vida. Son las más codiciadas, porque junto a su misterio crece el convencimiento de que somos auténticos, de que nada nos diluye en las decisiones que tomamos y en los proyectos que emprendemos. Hay otras identidades que regalamos, delegamos el acto de vivir y de crecer en otros, porque nos preocupa el desgaste de las elecciones que tenemos que hacer.
Hay un costo de la vida que se cobra en identidad. El manejo que adquiramos de las propias emociones, las riquezas que más nos cuesta soltar, los límites que aceptamos para sentirnos libres y seguros, todo está relacionado íntimamente con el ser uno mismo, nos devuelve una imagen no siempre fácil de reconocer, especialmente cuando la hemos vendido a cambio de ganancias efímeras o, como Dorian Gray, de una eterna juventud que ha perdido el miedo a las pérdidas. Pero, al igual que en el relato de Oscar Wilde, siempre habrá un recóndito desván del alma donde envejece y se descompone el verdadero yo, apartado de la vista y de la realidad de nosotros mismos.
¿Quién soy? ¿A quién escondo en los dobleces de mi identidad? ¿Qué juego de espejos me multiplica, para no saber reconocer ya mi verdadero perfil? Delegar la propia identidad para ganar tranquilidad es un modo de protegerme de las crisis que encuentro en el camino, vivir la vida de otros, aparentar que avanzo y que pienso, que me hieren las espinas y me estremezco ante los desastres de este mundo. Es mucho más fácil que ser yo mismo, y tenerme que justificar siempre por no seguir los trillados y seguros caminos de la madurez; es más tranquilo que tratar de entender las caídas y los desaires de la vida cada vez que pretendo ser yo mismo, sin regalar a nadie mis incertidumbres; es más inocente que el compromiso de la responsabilidad cuando todo lo que quise levantar se derrumbo sobre los puros intentos de cambiar las cosas.
Si yo no soy yo, ¿quien lo será en mi lugar?, ser pregunta el filósofo estadounidense Henry David Thoreau. Necesito ser yo mismo, para que nadie me okupe y se instale en mis espacios deshabitados. Necesito ser yo mismo, sabedor de que mi identidad es siempre cambiante, en la esperanza de reencontrarme con todos esos yo que he ido dejando atrás, y ahora preciso. Necesito ser yo mismo, sin regalar nada a cambio, sin costes de identidad. Ser yo mismo, ser, al fin y al cabo.