El acoso a la memoria

No es nuevo el acoso a la memoria. Todos hemos experimentado métodos de enseñanza que se han sustentado en la repetición y la memorización, siguen resonando aquello de la letra, con sangre entra, las interminables parrafadas de los libros de texto, la pegadiza musiquilla que acompañaba los listados y las tablas de multiplicar. Ciertamente, el abuso de la memoria para el aprendizaje lo aleja de la interiorización de las ideas y lo acerca al olvido una vez pasado el examen.

Uno de los principales ataques a la memoria proviene del imperio de lo emocional. La letra entra mejor si la asociamos al juego, si la revestimos de emociones, si la estetizamos. Eliminar los rituales de aprendizaje nos lleva, por el contrario, a un consumismo de saberes, solo lo que nos gusta, solo lo que pueda servir para conocer la realidad, el resto se considera que ocupa un espacio innecesario, para eso ya está el buscador de Google. Pero las emociones son más efímeras que los saberes, por eso no dan estabilidad a la vida, nos refieren solo a nosotros mismos, crean una burbuja de autosatisfacción. Hemos oído tantas veces eso de hay que educar para una realidad que aún no ha llegado, que nos quedamos en una propuesta de herramientas sin memoria, enredados en la autenticidad emocional, el consumismo narcisista sin referencia al mundo que ahora vivimos.

Consumimos conocimientos del mismo modo que lo hacemos con la información, en una sobrecarga extensiva de estímulos, carente de símbolos: leer, ver, escuchar… y olvidar. Es lo que se conoce como binge watching, el maratón de series al que se nos invita constantemente, provocando un visionado bulímico que nos lleva de un mundo a otro, de una idea a la contraria, aparentando generar conocimientos rápidos sobre todo, a pesar de que solo intensifica las emociones, sin duración, sin finalización, sin memoria. El filósofo surcoreano Byung-Chul Han llama la atención sobre estos estímulos anti-memoria, porque se orientan más a la necesidad de producir y de sentirse útiles que al verdadero aprendizaje de sentido.

La memoria, como forma de repetición, se lleva ante el tribunal de la sospecha, acusándola de represora de la creatividad, con el agravante de coartar la innovación pedagógica. Es cierto que algunos modelos memorísticos asustan: las ya citadas tablas de multiplicar, la tabla periódica de los elementos, la lista de los reyes godos, los opositores a notario memorizando la guía telefónica,… Y es que, ciertamente, recitar poemas de Bequer o Espronceda memorizados es una experiencia más robótica que emocional, que inquieta y desmoraliza. Pero la solución no puede caer en la llamada ley del péndulo, como por desgracia ocurre con la mayor parte de las metodologías educativas. La memoria tiene una cualidad redentora, también en el aprendizaje, y una dimensión creadora, creativa al fin y al cabo, que nos abre al conocimiento. En francés, aprender de memoria se dice apprendre par coeur. Hay repeticiones que aburren y cansan, pero las hay que salvan integralmente, porque llegan y pasan por el corazón.

La memoria despliega sus bondades cuando se aleja de la rutina, cuando no se queda en un mero recuerdo del pasado sino que se convierte en repetición auténtica, en recuerdo hacia delante, como propone Kierkegaard. Vivimos tan obsesionados con lo nuevo, con la autenticidad, con lo deslumbrante, que la memoria se convierte en un lastre y se destierra. Parece que solo caben nuevos estímulos, nuevas vivencias, un inmediatismo que improvise salidas a los enredos de la realidad. Pero necesitamos un hilo de Ariadna que nos guíe por el laberinto de los conocimientos, porque el flujo inconsistente nos deja sin un armazón firme, la vida se vuelve más contingente y menos trascendente. Sin repetición, sin memoria, sin constancia, el aprendizaje tendrá más de efímero que de hogar.

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