Esta continua sucesión de acontecimientos, que parece desbordar nuestras emociones, trae como consecuencia mucho sufrimiento, y la incapacidad de incorporar todo lo que nos sucede a ese ritmo tranquilo y sosegado que buscamos para la vida. Comprender la realidad y lo que nos pasa no es tarea fácil, pero es en los cambios donde más se nos pide una mirada equilibrada que estructure el pensamiento y nos ayude a aceptarlos. No todas las personas reaccionamos del mismo modo, la inestabilidad y la incertidumbre provocan una resistencia íntima que se encarna en reacciones de miedo, excesiva protección del entorno, susceptibilidad, mayor silencio del habitual, incluso pequeños gestos de violencia. Es que algunos tienen una piel muy fina, escucho constantemente, porque no acabamos de entender la mayoría de esas reacciones y del dolor que provocan a quienes las tienen, porque nos descoloca ese confuso espacio que no podemos controlar.
Me ha recordado una curiosa afirmación de Aristóteles, «La naturaleza ha dotado al hombre de la piel más fina, en relación con su tamaño» (Sobre el origen de los animales, V, 2). Más allá de errores anatómicos y evitando los anacronismos cientistas, el ser humano se nos presenta como el animal de piel fina. Por contradictorio que parezca, es en su debilidad, en su capacidad de ternura, en su misterio donde encontramos su mayor grandeza. Pasar por las incertidumbres sin emocionarnos es no tocar la realidad, porque las complejidades del mundo vibran de tal modo en nuestra piel fina que se convierten en sonido de sentimiento y emoción.
Una piel fina es signo de sensibilidad, a flor de piel, decimos. Pero es tan solo vulnerabilidad física, que ciertamente en algunas personas alcanza cotas de obsesión y desesperación, lo es también de vulnerabilidad espiritual. El demasiado humano de Nietzsche, que busca anclas para comprender las emociones que nos atan, acaba siendo justificación para una debilidad que se nos obliga a ocultar, con frialdad y precisión. Ser vulnerables se entiende como flaqueza y fragilidad, y se nos pide fortaleza, piel curtida y dura frente a las adversidades, ocultamiento de las emociones. La heroicidad se asocia más al superhombre, que hace rebotar las balas que al hombre sencillo que llora o siente necesidad de abrigo frente al frío de su existencia.
Las cosas no son sencillas, a pesar de que aspiremos a comprenderlas sencillamente. El presente, especialmente este que vivimos pero en realidad todos los presentes, es siempre opaco a la interpretación. Paul Ricoeur decía que solo la memoria del ser nos salva de esa opacidad, de ahí la necesidad de ser diálogo y encuentro con todo lo que buscamos comprender. El deseo y la necesidad de interpretar, que nos evite el sufrimiento en nuestras debilidades, busca atajos en todas esas artes adivinatorias que parecen darnos consuelo desde un futuro incierto y presuntamente nuestro. Cualquier pequeño engaño que consiga hacer callo en la finura de nuestra piel, ocultar el carácter vulnerable de la vida, encontrar excusas para resistir un poco más, pero sin tiempo para saber ver que esas promesas de bienestar son solo humo que adormece nuestra sensibilidad.
Animales de piel fina, humanos, funambulistas que caminan por el delgado alambre del sentido de la vida, habitantes de la intemperie, sin abrigos suficientes para nuestras necesidades de búsquedas. No hay definición más propia, a la vez que trágica. La herida está lejos de la comprensión estética, a pesar de los intentos por maquillarla, pero es parte indispensable de la comprensión ética de la existencia. La finura de nuestra piel no nos evita el frío, que nos abraza a la vida, pero da pleno sentido a ese encuentro, necesitados del diálogo y del cuidado, nos hace humanos.