El lugar de cada cosa

Siempre me han llamado la atención esos paneles de herramientas de los talleres en los que cada útil está perfilado con un trazo de su silueta, porque pareciera que ese límite hecho con marcador está definiendo su esencia más íntima, la peculiaridad que lo hace único en el universo del tablero que lo contiene, y no solo un atajo para devolverlo a su lugar con rapidez y decisión. «Un lugar para cada cosa y cada cosa en su lugar», pude leer a modo de título en uno de esos organizadores, norma de uso y dogma de sentido para adentrarse en la posibilidad del orden que pretende imponer sobre la amenazante entropía de su entorno.

La imagen del tablero es un espectáculo de equilibrio entre herramientas de todo tipo, unas para apretar o aflojar, otras para atornillar o amartillar, unas para sesgar y otras para ensamblar, unificadas en la armonía del espacio de coherencia en que conviven, hasta que les toca su turno en la escena, entonces se complementan, bajo la dirección de quien las hace actuar al ritmo creativo de su utilidad. Cada herramienta que sale del panel deja una sombra, fiel orientación para que pueda volver al preciso lugar que le corresponde. Un perfil que es memoria y esencia, como el sabor que queda en el paladar por largo tiempo, y nos ayuda a encontrar el camino del regreso a la mesa y al hogar.

Cuando confundimos el lugar de cada cosa se hace evidente la incoherencia del objeto descolocado, sin coincidencia alguna con la sombra que dejó, reclamando un orden bajo la mirada que busca armonía. La metáfora nos señala también al espectador de emociones desubicadas en la complejidad del mundo y de la existencia, la desazón con la que contemplamos la mesa en que se acumulan, una encima de otra, las herramientas que perdieron la oportunidad de regresar al lugar del que proceden. Una situación semejante a la prominente montaña de papeles y carpetas en muchas de nuestras mesas de trabajo. Y aunque pretendamos engañarnos con aquello de que todo tiene su orden, ya sé yo dónde buscar cada cosa, lo cierto es que a los organizadores que habíamos preparado solo les queda ser mudos testigos del derrumbe de las expectativas que habíamos creado.

He conocido muchas personas que han perdido el camino para encontrar el lugar en que situar sus emociones y decisiones, yo mismo soy en momentos una de ellas. Náufragos de un mar de vacilaciones, la urgencia de actuar nos confunde en la voluntad de ordenar y priorizar. No es fácil detectar esos engaños, desarmar la idea que nos invita a creer que en realidad no importa tanto el lugar cuanto la intención, caer en la trampa de una aceptada entropía, transformados en esclavos de la necesidad y de la decisión rápida. No es raro, entonces, buscar una justificación y defender que nos movemos desde la libertad personal, que toda esa rapidez vital mejora nuestras capacidades, aunque implique aceptar errores en el orden general de las cosas. Obligados a reaccionar ante las fracturas de nuestras relaciones, habiendo perdido el hábito de colocar en el lugar oportuno las emociones y de interpretar adecuadamente los encuentros, nos convertimos en hater de quien se interponga en nuestro camino, víctimas al fin y al cabo de nuestra propia intrepidez por pensar que el orden imaginado en nuestro entorno nos salvaría del desorden general de nuestra vida.

En el caos de mi desorden, de las piezas que dejaron de coincidir hace tiempo con su sombra, en los recovecos de mi deseo, es donde se realiza mi redención, la fortaleza que me capacita para la reconstrucción. Soy redimido cuando acepto que es el momento de devolver a su lugar lo que se había movido, de reconocer que no siempre me sitúo en las coordenadas correctas. Entro en la dinámica de rendición cuando identifico el lugar que debe ocupar cada herramienta de mis decisiones, cuando arriesgo a coser su sombra a mis sentimientos, sin miedo a equivocarme. La redención es la posibilidad de un espacio de sentido, que solo aparece cuando cada cosa ocupa su lugar, cuando yo mismo las dejo ir, sin retenerlas en mi conformismo emocional. Solo entonces, lo verdaderamente importante se situará de modo natural en mi centro vital, lo inesperado podrá ser nuevamente aceptado, la libertad será mucho más que una posibilidad.

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