Encontrarnos nunca ha sido tan ansiado y necesario como en este tiempo de supervivencia. Ser con los otros, construir vidas compartidas, salvar los recuerdos, amar tanto las palabras como los silencios, esperar sin poner límites. Somos llamados a celebrar cada encuentro con una intensidad que parece salir de una memoria fielmente guardada, a la espera de hacer emerger nuestro verdadero rostro tras las mascarillas, salir de los confinamientos interiores, justo allí donde hemos ido recluyendo, consciente o inconscientemente, nuestro ser para el encuentro.
El filósofo Ortega y Gasset lo expresa con una claridad poética, “vivir es ejecutar mi esencia o lo que yo soy, fuera de mí; fuera de mí, se entiende fuera de mi esencia, en lo que no es mi esencia, en un elemento extraño a mi ser”. Cada encuentro me saca fuera de mí, y lo hace sin hacerme perder mi esencia, más bien expandiéndola en infinitos desarrollos de enriquecimiento mutuo. El abajamiento, la kénosis, en lenguaje teológico, implica un vaciarse para crear espacios compartidos en aquello que percibimos como extraño, aprender a vivir en lo que pensábamos lejano, asumir pesebres cuando aspirábamos a palacios, la visita de pastores y de magos cuando esperábamos gente de mayor alcurnia.
Vivir es este tiempo compartido. La soledad siempre será necesaria, pero quedará infecunda si nos aleja de los encuentros, habidos y por venir. Asociamos la Navidad con familia y amigos, porque resaltamos la urgencia de los encuentros, pero olvidamos que su esencia es expandir la nuestra y no sustituirla. Salir al encuentro, ponernos en camino, acoger la extrañeza de otras esencias, nos convierte en náufragos en espera de un rescate, porque ningún encuentro nos completa totalmente, más bien da luz a nuestros vacíos resaltando concavidades en las que la existencia se necesita mutuamente, crea espacios que redimensionan la percepción para convertirla en deseo.
Continúa Ortega afirmando que “la vida es en sí misma y siempre un naufragio”. Cuando nos sentimos necesitados de otros, en la ausencia y en la pérdida, es el encuentro el que viene al rescate de la vida. Tememos los naufragios porque sacan a flote nuestras debilidades, y nos muestran tal cual somos, a pesar de los intentos de aparentar fortaleza y sabiduría. Asistimos impotentes a infinitos naufragios y a sus consecuencias. Náufragos del dolor, de la soledad. Náufragos del sinsentido, del espíritu rebelde. Náufragos de historias sin acabar, de esperanzas que se olvidaron de redimir el presente. Es en esas islas de naufragio donde aparecen los ansiados «Viernes». Cuando nos vemos ante ellos, confundimos el encuentro con nuestra necesidad interna de colonizar, no tanto el territorio compartido cuanto la cultura y el pensamiento, sembrando ideas aprendidas en la memoria solitaria de nuestro civilizado modo de mirar. Y en la misma transformación vital que experimentó Robinson Crusoe, nos vamos convenciendo de que es el encuentro quien nos coloniza a nosotros, nos hace tomar conciencia de la obligatoriedad de dejar atrás el pensamiento propio, tan duramente tallado, para abrirnos a un pensamiento compartido en el que la isla de sentido que nos acoge es hogar de algo más que nuestros sueños, y la salvación esperada es menos deseable que el encuentro al que aprendemos a nacer.
Náufragos, en camino, encontrados y encontradizos, habitantes de los extraños espacios que redimensionan nuestra esencia. Cada vida es una sucesión de encuentros, que inspiran y nos reconcilian con los oscuros recovecos que dejan nuestras sombras, encuentros en los que siempre llega algo nuevo, que llaman a soltar el lastre de los apegos, a ser valientes en la intimidad de lo compartido. El poeta jesuita José Luis Blanco Vega canta bellamente la contradicción del encuentro en su conocido poema Alfarero del hombre: «Todo es presencia y gracia. Vivir es ese encuentro: Tú, por la luz; el hombre, por la muerte.»
En este encuentro de náufragos, de los que vivimos y esperamos, que es presencia y gracia, feliz Navidad.