Sicarios de la esperanza

En la tarea de ahuciar cada promesa, cada proyecto, cada ideal, recorremos un camino muchas veces solitario. No es fácil verse acompañado cuando lo que vislumbramos más allá de nuestras miras solo lo vemos nosotros, más aún cuando lo tenemos que hacer en una comunidad que no acepta la impermanencia, que se aferra a los eternalismos, para los que no hay esperanza, ya que esta implica cambio y avance. Pero es precisamente el carácter cambiante de la existencia lo que nos permite abrazar la espontaneidad y la conciencia, lo que nos otorga la capacidad de fluir y transformar la vida a nuestro alrededor. Así se define la esperanza, es así como la generamos y como nos envuelve.

La espontaneidad no entra en nuestros planes de futuro y a cambio hacemos un eterno presente de cada sueño y cada esperanza. Lo hacemos desterrando el error y el fracaso de nuestras vidas, evitando experimentar y elaborar experiencia, agarrándonos al éxito, sin espacio para el asombro, sin ambigüedades, desvirtuando así todo deseo de aprendizaje. Nos hacemos previsibles, sin espacio para el idealismo, monótonos y monolíticos seres sin esperanza, rebajada a virtud menor, desahuciada de nuestros modelos sociales, educativos, religiosos y de maduración personal.

Creemos que cuanto más esperamos menos realistas somos, que un incierto polimorfismo nos resta la identidad que con tanto afán hemos construido, porque el que espera desespera. La esperanza, sin embargo, anda enredada en caminos de creatividad, encuentra tierra fértil en la espontaneidad que da paso a la transformación. La esperanza nos invita a soltarnos y aceptar el desconcierto de lo que podrá o no suceder, y es por ello que nos necesita despiertos y atentos. La realidad no es uniforme, a pesar de que la prefiramos cerrada en sí misma y fácil de interpretar, desesperados en las interminables esperas que ponen a prueba nuestra paciencia. La espera tiene muchas caras, unas amables, otras amargas.

Schopenhauer nos advierte sobre la desesperación, es «la pérdida de la esperanza y por tanto del miedo». La alimentamos desde nuestra obsesión por guardar experiencias que nos han enriquecido, aquellas en las que encontramos una seguridad y un apoyo, fielmente custodiadas por nuestro sentido práctico de la vida. Convertidos en sicarios de la esperanza, en palabras del papa Francisco, asesinamos los anhelos y los sueños. Desesperados por las múltiples caras de todo lo que esperamos, nos agarramos con fuerza a lo que otros esperan de nosotros y nos hacemos rehenes de una forma de ver el mundo y a las personas, como si fueran de una sola pieza, libre de sorpresas y sobresaltos, pero también sin asombro y, por tanto, sin un pensamiento que nos abra a la novedad creativa de la existencia. La desesperanza se convierte en desesperación.

Esperar, frente a todo pronóstico, a pesar de las estadísticas, con la frente alta, libres de prejuicios, pisando con firmeza el suelo que habitamos. Esperar, espontáneamente, desde el asombro y el deseo, reconociendo todo lo bueno que hemos vivido pero abiertos también a una visión menos figurativa de la existencia. Esperar, sin perder la esperanza, mirando más allá de nuestras limitaciones, construyendo espacios para el encuentro, haciendo de nuestro paso por la vida un aprendizaje de sentido. La copla popular dice, quien espera desespera, y quien desespera no alcanza, por eso es bueno esperar y no perder la esperanza. Abrazarse a la esperanza es abrazar la incertidumbre, bendecirla sin complejos, es abrazar la vida y el cambio, es esperar y es confiar.

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