Hace unos días escuchaba en un programa de radio una de esas llamada sorpresa para felicitar a un oyente en el día de su cumpleaños, un amigo, intuyo que el promotor de la iniciativa, dirigió al final unas palabras de ánimo al cumpleañero: «A por otros cuarenta, José Ignacio, la vida está hecha de buenas experiencias». No he podido dejar de pensar en esa expresión, que parece relegar a un sentimiento hedonista de la vida, de la existencia, según el cual necesitamos llenar todos los huecos, colorear cada ángulo muerto, saturar todos los silencios, enhebrar cada ojo de aguja, convenidos de que, si no lo hacemos así y dejamos espacios vacíos, la vida habrá perdido sentido.
Según Aristóteles, la naturaleza aborrece el vacío, y a pesar de los esfuerzos de Galileo por demostrar lo contrario, la historia del pensamiento, del arte, de la religión y de la humanidad, sigue mostrándonos esa obsesión tan humana de llenar los huecos vacíos de la existencia, como parte de nuestra naturaleza. Personalmente, soy un enamorado del arte románico y gótico, la sencillez de las formas, el vacío y el silencio que provocan, la trascendencia que alimentan, son un espacio de sentido. Cada uno, con sus diferencias estéticas, juega con la luz y la hace partícipe de un encuentro con el Absoluto, una invitación a otro tipo de experiencia, la de la ausencia de experiencia. Así es como nos adentra en el misterio y, a pesar de la piedra desnuda, nos deja a la intemperie.
Especialmente el gótico, crea un vacío en el ambiente que nos ayuda a reconectar con la esencia de la fe, incluso sus representaciones artísticas son, en su pose hierática, una propuesta de sencillez, que no se centra en el adorno sino más bien en lo que aporta nuestra presencia para enriquecer su concavidad. No a todos les resulta fácil encontrar sentido en su forma, o en su falta de ella, liberarse del pánico a ese abismo que se nos abre y nos envuelve. De ese miedo nace la exuberancia del barroco, el hórror vacui, miedo al vacío, que llena con su aprensión todos los huecos, reconocible en el arte mediante por su exacerbada ornamentación, pero también reconocible en las relaciones humanas y en la relación con el Absoluto por la obsesiva costumbre de llenar todo de palabras y de gestos externos.
La perpetuación del barroco se sostiene en su invitación a la contemplación, pero ahorrándonos el asombro y el pensamiento propio. No hay lugar para el vacío, incluso sus composiciones musicales son una profusión de notas y acordes que aturden los sentidos y dificultan el pensar, construcciones casi perfectas, armónicas, con precisas escalas que imitan sonidos e imágenes de la naturaleza. El barroco es un producto del voluntarismo, y nos gusta porque representa un todo en sí mismo, rellena nuestros huecos existenciales y ahuyenta el pavor al vacío y al silencio. Su hórror vacui ha marcado la evolución cultural, no solo del arte en todas sus formas, también de lo que esperamos encontrar y experimentar como expresión de la realidad. Es el mismo impulso que nos lleva a celebrar una vida llena de buenas experiencias, tapando sus espacios vacíos, porque no encontramos en ellos el mismo sentido que fácilmente nos llega en todas esas otras cosas que consideramos plenas y completas.
Hay muchas personas para las que el vacío y el silencio son una fuente de angustia, no toleran huecos en sus vidas y sienten la necesidad de llenarlos aunque sea con compañía indiferente y con palabras descoloridas, en palabras del escritor chileno José Donoso. Escuchamos música, mejor con auriculares, silbamos, devoramos horas de TV o de internet, nos hacemos espectadores de la vida de otros, aspiramos a una perfección irreal y artificialmente construida,… todo para esquivar la aterradora sinergia del vacío o los atronadores espacios del silencio. Es un rechazo nacido de la pereza existencial, porque es más sencillo dejar que las cosas nos asombren por sí mismas, que implicar nuestra capacidad personal para el asombro.
El asombro, en cuanto deseo de conocer, deja de ser una capacidad personal y se reduce a la experiencia externa que las cosas tienen para mí, aquello por lo que despiertan mis ganas de saber, el impacto que me provocan, su habilidad para no aburrirme. El vacío y el silencio quedan, por tanto, fuera de la ecuación, no hay nada en ellos que pueda motivar mi conocimiento, porque no hay nada en ellos que sobreexcite mis sentidos, son un fracaso desde el punto de vista de un aprendizaje que busca y necesita experiencias cada vez más intensas, que propone bocetos hiperrealistas de la existencia en los que todo debe tener un sentido evidente y directo, tiene que ser bello y fácil de interpretar, porque no podemos perder el tiempo perdidos en esos espacios vacíos tan complejos, que parecen interrumpir la comprensión de la vida.
El vacío, el silencio, son una tela vacía, incertidumbre esencial, tensión existencial, estética atrevida. Así la venera Kandinsky: «La tela vacía. En apariencia, realmente vacía, indiferente, silenciosa. Casi pasmada. En efecto: llena de tensiones, con miles de voces quedas, grávida de esperanza. Un poco asustada porque puede ser violada. Pero dócil. Hace de buen grado lo que se le pide, implora solamente gracia. Puede conducir a todo, pero no soportarlo todo. Maravillosa es la tela vacía, más bella que muchos cuadros.«
En un cuento de Ray Bradbury he leído que vivimos cada momento de nuestra existencia al máximo, y eso es una medicina magnífica. Quien ha experimentado el silencio ya sabe de su valor terapéutico, será difícil que no vuelva a buscarlo, y lo ame con la misma intensidad que se aman las palabras bellas. Pero también hay que acoger el vacío, y amarlo, vivirlo al máximo como un momento más de nuestra existencia, acoger que hay ausencias y no todo es experiencia de plenitud, con la misma serenidad con que acogemos la falta de respuestas para todas nuestras preguntas. Aceptar también los vacíos de otras personas que caminan con nosotros, esa concavidad extrema que nos descoloca y estamos tentados de llenar con nuestras justificaciones bienintencionadas. ¡Qué bonita idea!, el vacío y el silencio como medicina para la existencia. Espero saberlos acoger en mí, y aceptar en los otros, como una tela vacía.