“En mi final se encuentra mi sentido”

A vueltas con la necesidad de aportar sentido, me sigue cuestionando la obcecada superioridad moral de quienes imponen una interpretación simplista de la vida, excluyendo el dolor, la muerte y el realismo trascendental del ser humano. La confusión con la que afrontamos el sentido de la existencia la resolvemos con el viejo truco de tapar lo que no nos gusta, sumándole simplistas búsquedas de una felicidad que desplaza la búsqueda de sentido y nos convierte en una sociedad paliativa, en expresión del filósofo surcoreano Byung-Chul Han.

“Es aquí donde nos encontramos con el tema central del existencialismo: vivir es sufrir, sobrevivir es encontrar sentido en el sufrimiento”, nos dice Viktor Frankl en El hombre en busca de sentido. La ideología de la supervivencia, que promueve una visión excesivamente positivista de la vida, acaba desbancando la narrativa de la resurrección, reduciendo la vida a los miedos que nos empeñamos en evitar. La pandemia nos ha devuelto al realismo de una existencia que también tiene derrotas y soledades, nos ha enfrentado directamente con las emociones y los símbolos que desde hace tiempo venimos disfrazando con transitorios ropajes de fiesta, porque nos generan depresión social, ya que en el valor que nos imponen son incapaces de generar un sentido de permanencia más allá de la repentina felicidad.

La búsqueda de sentido tiene una fuerza transformadora semejante a la de las utopías, nos empuja y sostiene para no vernos arrastrados por la improvisación de la supervivencia, una salvación localista y parcial que pierde toda su trascendencia, que ignora deliberadamente la espiritualidad para conformarse con un inmanentismo estéril de futuro. Es así como vamos imponiendo límites a la educación, a la fe, al pensamiento propio, a la solidaridad. Parcelamos de tal modo su sentido que los convertimos en mera supervivencia, sin dolor, sin frustraciones, apegados a un hoy que libera del esfuerzo de construir un mañana, sin obligaciones ni sanciones, entregados a que las personas, especialmente los niños y los jóvenes, no se sientan insatisfechas ni desdichadas, aunque los convirtamos en meros supervivientes ante los reveses de la existencia y el peso de las circunstancias, sin capacidad de superar las frustraciones o de afrontar los conflictos.

En palabras de Byung-Chul Han, «la vida se reduce a un proceso biológico que hay que optimizar, pierde toda dimensión meta-física», pierde su finalidad y sentido. Esta optimización facilita que sean las experiencias positivas y hedonistas las que marquen la percepción de la vida, de los conocimientos en ella adquiridos y de su aplicación práctica, condicionando la interpretación de la existencia, que se reduce a la exploración de momentos estéticos agradables y bondadosos, efímeras vivencias de una felicidad transitoria que rechaza lo desagradable, una vida leída desde la apariencia y sus reflejos, construida en la funcionalidad de la exterioridad pero sin soporte alguno para la vida interior del espíritu.

Aportar sentido no es solo una tarea teleológica, consistente en encontrar y seguir una finalidad. Aportar sentido es, sobre todo, adquirir un horizonte de significado en el que integrar la presencia de lo vivido existencialmente, facilitando una nueva hermenéutica, en la que nada de lo que nos constituye está de más, en la que todo lo sensiblemente sentido, todo lo aprendido, todo lo amado, todo lo odiado también, es aceptado como apertura espiritual de comprensión, narrativa de resurrección. Un primer paso decisivo en esta tarea nos invita a dejar de percibir las experiencias vitales como conclusivas, ese empeño de dogmatización de las propuestas pastorales, las metodologías pedagógicas, las celebraciones litúrgicas. Aportándoles un carácter de conclusión no hacemos sino limitar su horizonte de significado y, por tanto, de sentido, de finalidad, de circularidad hermenéutica.

He usado como título de este post una frase de Thomas Merton, “en mi final se encuentra mi sentido”, que se complementa con otra de sus reflexiones, «el amor es nuestro verdadero destino. No encontramos el sentido de la vida por nuestra cuenta, lo encontramos junto a alguien». La conclusividad con que la ideología de la supervivencia nos envuelve también nos cierra al amor, al compartir junto a otros para encontrar el sentido, especialmente en el dolor y el sufrimiento, la confianza en las posibilidades infinitas que ese amor nos descubre, el espacio de sentido verificado en una vida que no se cierra a la transitoriedad sino que se expande en su trascendencia. Pero todo ello sin endulzamientos limitadores, sin pautas de interpretación desde finales cortoplacistas, sino con la pasión que se propone desde un pensamiento interior alejado del reflejo de las apariencias. Un sentido que encuentro en mi final, pero también en quien camina conmigo, en el paralelo vital que me salva sin innecesarios recursos a una supervivencia simplista y reduccionista.

Encontré este árbol seco el jardín de la comunidad trinitaria de São Paulo. La Monstera se ha abrazado a su tronco con tanta pasión que le ha dado un nuevo vestido para la fiesta de la vida.

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s