Lo que cuentan mis pulseras

Dos sencillas pulseras de hilo me acompañan desde hace tiempo. Cada una de ellas cuenta una historia que convierto en vida todas las mañanas, y que hoy comparto por su valor y simbolismo. Mis pulseras no son adornos, ni vanidosa coquetería, en el conjunto de mi historia personal representan un compromiso para que la memoria no acabe siendo una imagen estática del pasado. Esto es lo que cuentan mis pulseras.

A finales de julio de 2018 regresé a Sucre, Bolivia, y tuve la oportunidad de visitar nuevamente la cárcel de San Roque, aunque esta vez fue muy diferente de la que había hecho dos años antes. En realidad, cada vez que piso una cárcel es siempre una experiencia nueva e intensa. He podido conocer cárceles de cuatro continentes, en España, Alemania, Reino Unido, Madagascar, Marruecos, Corea del Sur, Perú, Bolivia, Chile y Argentina. Ni siquiera en las modernas y seguras cárceles de cinco rejas del llamado primer mundo he podido dejar de sentirme ante un almacén de seres humanos, clasificados por sus errores y permanentemente condenados por los errores de la sociedad a la que traicionaron. Pero nada comparable a esos pozos de abandono y miseria que son las cárceles de Madagascar o Bolivia.

La singularidad de aquella segunda visita a la cárcel de Sucre es que tuve que hacerla solo. El trinitario que en aquel momento era capellán tuvo un imprevisto y me pidió que fuera a celebrar las misas del fin de semana. Eso de que me gusten los retos me ha lanzado siempre a vivir situaciones únicas y especiales, así que allí estaba yo el sábado por la mañana, dispuesto a adentrarme en el estómago de aquella ballena con rejas. Nada más entrar al barracón me rodearon decenas de presos, algunos querían saber quién era, a qué iba, qué regalaba; otros querían venderme pequeños objetos que ellos mismos fabricaban, incluso comida. Me rescató un preso de avanzada edad, arrugado y sereno, que, con esa cadencia que da a la voz el altiplano, me fue explicando cómo vivían allí, más bien cómo sobrevivían. Las celdas, excepto las de quienes podían pagarlo, también en la cárcel hay clases, eran un puro hacinamiento de personas: infrahumanas, degradantes, indignantes. En cada rincón alguien cocinando para poder después vender al resto de presos una comida caliente al día.

Cárcel de San Roque, Sucre

Al terminar la Misa, que celebramos en medio del patio, un preso de 22 años, Alan, se me acercó para darme las gracias por estar ahí y contarme su historia. Cumplía una condena de diez años, por un delito que me empeñé en no conocer. Apenas se hacía entender en castellano, más bien lo balbuceaba mezclado con el quechua. Durante más de una hora escuché el relato sobre su vida campesina, sus cuidados a su awicha (su abuela), en condiciones que convertían la cárcel en un lujo inesperado. Cuando supo que al día siguiente volvería para decir la Misa en el otro barracón me pidió que pasara al suyo, iba a hacerme un regalo. El domingo pedí permiso para verlo, no es difícil conseguirlo en penales así, solo es necesario saber con quién hablar y llevar suficientes pesos bolivianos en el bolsillo. Me esperaba en el patio del barracón desde primera hora. Sin dejarme hablar me puso una sencilla pulsera de hilo en la muñeca, la había trenzado él mismo, y me pidió que le recordara, que rezara por él y por su destino. En esa pulsera se concentraba toda la historia de Alan, todo el bien que había hecho cuidando a su awicha enfermita, y también todo el mal que había provocado, todo él, en un presente que cada vez pesaba más como una losa sobre sus posibilidades de futuro. Cada día recuerdo su historia, y la convierto en una sencilla oración.

Apenas unos meses después, a mediados de noviembre, me encontré con otra pulsera de hilo en mi muñeca. En mi viaje de regreso desde Corea del Sur a España tenía que hacer noche en Seúl. Desde varias semanas antes programé esa oportunidad para visitar el templo de Jogyesa, el principal del budismo coreano, que conserva una parte de las cenizas del Buda Gautama. La tradición cuenta que al morir el Buda Sidharta Gautama su cuerpo fue incinerado, las cenizas se repartieron en ocho vasijas que se enviaron a los principales príncipes budistas. Las guerras, los conflictos religiosos, incluso catástrofes naturales, hicieron desaparecer la mayor parte de las stupa bajo las que se custodiaron, esta de Corea es de las pocas que conservan el testimonio continuo de su permanencia y veneración, con la reliquia que en el siglo XIV de nuestra era llevó un monje de Sri Lanka.

Stopa que guarda las cenizas de Buda en Jogyesa
y árbol centenario de las plegarias

Tras visitar los jardines y edificios del templo dediqué un tiempo de oración en el Daeungjeon, el «Salón Principal del Buda», y después pasé por la tienda de recuerdos para comprar incienso. Me llamaron la atención unas pulseras con los coloridos tonos de las plegarias que cuelgan del gran árbol multicentenario que hay en mitad del jardín, y compré una. Según salía de la tienda, un monje budista me paró, me dijo que me había visto rezar y me preguntó si era católico, señalando mi cruz trinitaria. Como pude, le expliqué que era religioso y sacerdote, a lo que el monje, sin dejarme dar más explicaciones, pidió que hiciera una oración para bendecirle. Puse mis manos sobre su cabeza rapada y pedí a Dios por él, y por todos los que como él buscan la verdad y la paz. El monje, con una gran sonrisa, hizo una inclinación y me pidió esperar. Regresó con el importe de mis compras y, al estilo coreano, me ofreció el dinero con las dos manos e inclinando su cabeza sin mirarme. Comprendí que era inútil rechazarlo. Le di las gracias, y me explicó que esa pulsera era el símbolo de la bendición que él, un monje budista, y yo, un sacerdote católico, compartíamos, no una bendición para nosotros sino para el mundo. Salí de aquel templo de Jogyesa transformado, con una misión inesperada, concentrada en una nueva pulsera de hilo en mi muñeca.

Siento que mis pulseras cuentan historias propias, que he hecho mías. Me salvan cada día de los pecados que rondan mis seguridades personales, porque me invitan a orar, a ser bendición, a buscar incansablemente. Curiosamente, las dos son fuertes, pero asumo que algún día se romperán, al fin y al cabo son de hilo, aunque estén tejidas con tanta esperanza. Cuando eso ocurra, cuando desaparezcan de mi muñeca, espero haber alcanzado una visión espiritual, de las personas, del mundo, de mí mismo, que me reconcilie definitivamente con la amabilidad y la verdad, Dios-con-nosotros, Presencia, Encuentro, Redención.

2 comentarios en “Lo que cuentan mis pulseras

  1. Pingback: Una pequeña cruz | VIVIR A LA INTEMPERIE

  2. ¡Qué emotivas las dos historias! No sé cual de las dos me conmueve más. A partir de ahora cuando te vea en persona o en fotografía buscaré tus pulseras, que espero «aguanten» mucho tiempo en tu muñeca. Un abrazo.

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