Era un gesto común. Desde la antigua Mesopotamia, aquellos que tenían que demostrar su inocencia ante un tribunal hacían un acto público de lavarse las manos, lo que no siempre les valía para evitar ser condenados. Por eso, cuando Poncio Pilato, prefecto de la provincia romana de Judea, utilizó el mismo gesto para desentenderse de una condena, no solo cambió para siempre su significado, sino que lo convirtió en universal, seguramente sin ser consciente de su alcance, «Entonces Pilato, viendo que nada adelantaba, sino que se hacía más alboroto, tomó agua y se lavó las manos delante de la gente diciendo: Soy inocente de la sangre de este justo. Allá vosotros» (Mateo 27, 24).
La psicología ha incorporado desde los primeros años de este siglo el denominado efecto Lady Macbeth. En la tragedia de William Shakespeare, tras asesinar Macbeth al rey de Escocia, llevado por la codicia y la ambición de poder, siente remordimientos y deseos de purificarse, porque se da cuenta de que todo cuanto toque quedará manchado de su delito. «Un poco de agua limpiará el delito», le dice Lady Macbeth, animándole a lavarse las manos para que su conciencia encuentre algo de paz.
En ambas historias encontramos el mismo gesto, porque la culpa se ve asociada al sentimiento de mancha, y ¿qué parte de nuestro cuerpo miramos más que las manos?
Lo que llamo síndrome de Pilato ha tenido no pocas referencias a lo largo de la historia. Nos habla de quienes eluden su responsabilidad, quienes miran a otro lado, de quienes se lavan en las aguas mansas del olvido, para limpiar algo más que sus manos. Es tan fácil como cambiar de canal o de conversación. Hace unos años fue un misionero al colegio donde yo daba clase, durante casi una hora detalló las penalidades de su día a día, explicó como pudo la miseria de la gente, especialmente de los niños, su joven auditorio mantenía un silencio sobrecogido; en un momento dado preguntó a los alumnos qué sentían cuando veían en televisión imágenes de ese tipo, a lo que uno de los niños respondió, No sé, cuando salen esas cosas mi padre cambia de canal.
Nos preocupa el cambio climático, pero nos cuesta reciclar o elegir un transporte menos contaminante; conocemos lo que provocan las nuevas crisis migratorias, pero nos sentimos molestos cuando tocan nuestro estilo de vida; entendemos que las crisis encadenadas que llevamos viviendo en los últimos doce años se ceban siempre con los mismos, pero no rebajamos el nivel de hiperconsumismo. Es cierto que nuestras acciones no son ningún delito, pero de algún modo acaba haciéndonos sentir culpables, aunque sepamos que no somos los responsables. Inconscientemente, casi con la misma desafección de Pilato, encontramos excusas que justifiquen nuestra pasividad, porque es una de las enseñanzas que mejor hemos interiorizado, buscar una salida para evitar alboroto, pacificar la conciencia proyectando la culpa en los otros, y a otra cosa.
El síndrome de Pilato no es solo cosa de políticos, aunque siguen siendo en muchos casos quienes mejor lo representan, empaña la pulcritud con la que pretendemos vivir, despreocupados de las consecuencias de nuestras decisiones. Las convertimos en pequeñas opciones, incluso llegamos a aceptar una parte del daño que suponen, pero las colocamos en el ámbito de las decisiones éticas, como si su existencia tuviera más que ver con el nombre que ponemos a las cosas que con las cosas mismas. Aunque no hayamos matado a nadie acabamos con las manos manchadas de la sangre provocada por nuestras acciones e inacciones. El efecto Lady Macbeth nos obliga a limpiar el delito, no ya las manos sino la globalidad del hacer, alejándolo de nuestra responsabilidad directa, como si nunca hubiera existido, disfrazando de belleza la muerte y la ira que con nuestro paso provocamos.
En la película Click, dirigida por Frank Coraci en 2006, llega a manos de un hombre (Adam Sandler) un mando a distancia con el que obtiene el poder de cambiar la vida a su alrededor. La comedia es un espejo de nuestra realidad, como el padre de aquel alumno hemos adoptado una conciencia con forma de mando a distancia, que parece solucionar nuestros problemas de tiempo, de interpretación de la realidad, de relaciones,… El mando de la película aprende según el uso que su nuevo dueño le da, es capaz de saltar los momentos infelices, la enfermedad, los malos tragos con familiares y amigos, pero no conecta con la vida real, es como la jofaina en la que Pilato lavó sus manos, nos libera de la mancha pero no de sus consecuencias, nos somete al tentador todo irá bien, hasta que descubrimos que lavándonos las manos dejamos de comprometernos con las soluciones para acabar creando nuevos problemas.
Al final de la tragedia de Shakespeare, Lady Macbeth vaga sonámbula, presa de sus remordimientos, lavando obsesionadamente las imaginarias manchas de sangre en sus manos. Vemos lo que nuestra culpa nos deja entrever, la herencia de Pilato nos ha convertido en una sociedad sin reparos para desviar la mirada, situada más allá del bien y del mal, alineada con una moral del mal menor y una ética de la costumbre, sonámbula y obsesionada, como la noble escocesa, en el convencimiento de que basta lavarse las manos para no ser cómplice de la injusticia.
