¿No había sepulcros en Egipto?

La gran epopeya del pueblo judío en el desierto es una experiencia fundante, no solo del pueblo de Israel, también para la formación de la condición humana. Es evidente que el libro del Éxodo idealiza el camino hacia la tierra prometida, con arquetipos que no son exclusivos de la cultura hebrea, pero eso mismo posibilita el acceso universal y atemporal a ese peregrinaje como idea compartida de una humanidad en búsqueda de sus metas y en equilibrio entre lo dejado atrás y la esperanza. Evidentemente, la experiencia de la que estamos hablando tampoco es la mostrada por Cecil B. DeMille en sus propuestas cinematrográficas, ni en la de 1923, ni en su autoremake de 1956.

Moisés no es un gran líder, al menos en la forma moderna de entenderlo. Es torpe para hablar, complejo para negociar, celoso en las relaciones, rígido en las ideas. Sin embargo, a él se debe la formulación del monoteísmo hebraico. Jan Assmann ha dedicado buena parte de su vida a estudiar su figura desde una perspectiva no religiosa, como parte de sus anhelos por encontrar las conexiones entre religiones y violencia, y sus conclusiones nos devuelven un Moisés que rescata muchas de las ideas de Amenofis IV, el faraón que cambió su nombre por Akhenatón, impuso el monoteísmo en Egipto y tras su muerte fue condenado a la damnatio memoriae, la condena de la memoria, eliminando todo vestigio de su reinado y de su religiosidad. Moisés se convierte en patriarca del pueblo judío y guía en el retorno a la tierra de sus padres.

Pero el camino por el desierto despierta en el pueblo los miedos y aviva los apegos. Pronto aparecen los que siempre miran atrás, los afectados de tortícolis espiritual, los que se oponen por sistema a lo nuevo, por muy prometedor que sea, e imponen sus palabras antiguas y su seguridad anclada en lo conocido. «¿No había sepulcros en Egipto que nos has traído a morir en el desierto? ¿Por qué nos has sacado de Egipto?¿No te dijimos claramente en Egipto: Déjanos en paz, queremos servir a los egipcios? Porque es mejor ser esclavos de los egipcios que morir en el desierto.» (Éxodo 14,11-12).

Preferir lo malo conocido a lo bueno por conocer, negarse a la opción cuando incluye un cambio que no se es capaz de soportar, ansiar la libertad pero cobijarse de sus consecuencias. Dios responde pidiendo que se pongan en marcha, porque el camino obliga a mirar al frente y estar atentos al paso dado y al terreno pisado, para ellos abre el mar y levanta signos de esperanza en la inmensidad del desierto. La respuesta del pueblo hebreo es recordar la comodidad que les daba seguridad, el sacrificio a Apis que les devolvía la tranquilidad mágica del culto a Amón, a dioses que exigían pruebas menos duras que el cambio de vida. El monoteísmo era su fe, pero no la recordaban, preferían la certeza de lo palpable, y Moisés les conducía por un desierto que obligaba a dejar atrás una identidad adoptada para sobrevivir. Demasiadas pruebas para un pueblo acostumbrado a adaptarse y no a cambiar.

Funcionamos en la vida sometiéndonos al principio de identidad, necesitamos encontrar quiénes somos y para qué somos, y de ese modo nos posicionamos ante las idas y venidas de lo que creemos ser y de lo que esperamos ser, buscando la no contradicción entre los términos y el equilibrio en los compromisos. Pero en la experiencia de cada día nos las tenemos que ver con el cambio, que amenaza el principio de identidad, es molesto e incómodo. De nuestra respuesta va a depender el modo en que recorremos el camino y la identidad compartida con quienes caminan junto a nosotros en la misma dirección. Los hay que se resisten al cambio, como los hebreos en el desierto anhelaban mausoleos de esclavos antes que tumbas en la arena de hombres libres. Es la opción de no cambiar cuando todo cambia, quedarse anclados en añoranzas e idealizaciones del pasado, preferir mantener lo que siempre ha funcionado, porque su automatismo apacigua la conciencia y evita adentrarse en desiertos desconocidos. Es el mismo miedo que acabó eliminando toda memoria de las reformas políticas y religiosas de Akhenatón, el mismo miedo que hacía mirar atrás permanentemente a los hebreos, atrofiados en la confianza por los ritos, resignados a entregar la propia responsabilidad a una institución que dicte las normas y a un jefe o superior, que las aplique y les libere de pensar por sí mismos, porque esa es la única libertad a la que aspiran los tibios.

Pero también los hay que se asombran ante el cambio, se hacen preguntas, vencen la resistencia con el estímulo de la sabiduría, la sospecha con curiosidad, y de ahí nace su libertad. Estos han abandonado la obsesión del control y de la excesiva institucionalización, se han liberado de la añoranza para construir certezas, y en el mismo desierto en que otros solo ven arena infinita estos contemplan un mundo de posibilidades. Su opción no es el cambio por el cambio, apuestan por seguir adelante, integran en su experiencia vital la riqueza de lo que conocieron pero sin negar la pluralidad del mundo que descubren a cada paso del camino. Son libres, porque lo son de los apegos y de las condiciones. Son libres, porque han aceptado la identidad en un fluir cambiante, sin caer en la dictadura de la autenticidad. Son libres, aunque sus tumbas se confundan con las dunas del desierto y nadie les recuerde. Pero cada nuevo paso que otros den en el futuro habrá sido posible porque ellos, y ellas, salieron de las seducciones de Egipto.

Una bella historia del Talmud cuenta que mientras el pueblo de Israel estaba ante el Mar Rojo esperando impaciente el milagro prometido, este solo se produjo cuando el primer hebreo dio un paso adelante. Joseph Campbell lo expresa también bellamente, “Debemos estar dispuestos a dejar ir la vida que planeamos, para poder tener la vida que nos espera”.

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