En mi primer viaje a Corea del Sur tuve ocasión de acompañar a mis hermanos religiosos en su apostolado en las cárceles de Changwon y Jinju, que repetí en mis posteriores visitas a Corea. He conocido cárceles en muchos países, de todo tipo, desde las cárceles de cinco rejas europeas a los indignantes pozos de horror y miseria de Madagascar y Bolivia, y los violentos penales de Chile y Brasil. Las cárceles de Corea del Sur son lugares de extrema disciplina, pero hoy no voy a hablar de mis experiencias en este complejo universo carcelario, tal vez en otra ocasión, sino del curioso nombre que me encontré en la entrada de la cárcel de Jinju.

La traducción del letrero es: Casa de la esperanza y el amor para preparar una vida nueva. Insisto en que no voy a entrar a comentar o valorar el sistema penitenciario coreano, sino el impacto que me produjo este nombre dado a una cárcel, y que me ha venido acompañando desde hace varios años.
Nuestro anhelo de tener una vida nueva va unido generalmente a la idea de cambio y de progreso. Cambiamos para demostrar a otros, y también a nosotros mismos, que somos merecedores de esa vida nueva, que hemos dejado atrás ideas, acciones, modos de ser, para avanzar y abrazarnos a un nuevo yo que se presenta ante el mundo como posibilidad y superación. Por eso mismo, cuando pensamos en los cambios solemos quedarnos con los aspectos externos, esa apariencia que tranquiliza porque nos ayuda a descubrir que se han incorporado sugerencias e imposiciones, a veces propias y otras parte de la cultura en la que necesitamos encajar o subsistir. Los cambios son entonces superficiales, duran poco en el tiempo y por tanto nos incluyen en un continuo devenir de transformaciones, siempre anclados en el deseo de un vida nueva pero incapaces de alcanzarla plenamente.
Cambiamos, y con ello conseguimos adaptarnos al entorno que lo requiere, y por el que muchas veces somos juzgados. Modelamos el presente con la vista puesta en un futuro que pretendemos conquistar, pero cuando llegamos a él nos damos cuenta de que necesitamos nuevamente cambiar, porque nuestros cimientos eran solo los de la apariencia amable, la adaptación camaleónica, la integración mediática. El panta rei por el que Heráclito definió el devenir universal, nos convence del continuo fluir que es nuestra vida, nuestras decisiones y parcelas de sentido. El conflicto entre lo que somos y no somos gobierna nuestra existencia en permanente cambio, así lo expresó Hegel y así lo recibió el materialismo dialéctico de Marx: solo el conflicto de clases avanza el devenir de la historia hacia un cambio que la libere de la tentación del eterno retorno, la introduce en el desarrollo y la transformación de la sociedad y de la naturaleza, la aparición de lo nuevo y el triunfo sobre lo caduco.
El problema es que el materialismo dialéctico sigue anclado en el cambio de las estructuras, su aplicación práctica ha generado un nuevo devenir y ha sembrado de miseria y conflictos la misma vida que pretendía salvar definitivamente. Vuelvo a citar a Bloch, porque con su principio esperanza introduce una variante en el corazón del marxismo que redefine el cambio y revierte su modo de actuar: la esperanza, como forma utópica de transformación, adquiere su fortaleza en la llamada que desde el futuro soñado hace a nuestro presente herido de infecundidad. La realidad deja de proyectarse en cambios superficiales y formales, materiales, para trascender a los sustanciales. La esperanza es entonces un arma metafísica capaz de destruir los principios y los dogmas más estables, y puesta en manos de los sencillos, de quienes lo han perdido todo, es motor que prepara para una vida nueva.
La esperanza necesita como complemento de realismo al amor. Podríamos decir que conocemos aún más la fuerza transformadora del amor que la de la esperanza. El amor nos permite acceder a las virtudes, ahí pone Platón su valor, lo que lleva a San Agustín a afirmar con contundencia, «ama y haz lo que quieras». Su fortaleza radica en su esencia simple y cautivadora, porque el amor nos abre a la belleza, y esa apertura trascendente nos redime de las pérdidas del odio, no nos salva desde un futuro utópico sino desde el presente que habitamos. Scheler dice que quien «ama busca lo valioso en todos los órdenes: no sólo se complace en el valor sensible, sino que busca la belleza de la naturaleza, el resplandor de la verdad, el valor de la amistad». Junto a la esperanza, el amor ha comenzado de este modo todas las revoluciones, especialmente las personales, que son siempre origen de las sociales, porque la vida nueva no se alcanza solo por el progreso material, sino por la adquisición de cualidades extremas de esperanza y de amor.
El hecho de que amemos y esperemos da a nuestra casa un cimiento para todos los cambios externos que acompañan nuestra vida. No ese amor y esa esperanza complacientes y azucarados que son más engaño que fortaleza, porque nos devuelven a la tranquilidad del no lo intentes, para nadar en una vida de aguas mansas y espíritus dóciles. Amor y esperanza nos introducen en espacios de sentido y de cambio, nos hacen virtuosos, nos preparan para una vida nueva.