Un año después, como si el destino me tuviera preparada una broma pesada, me he vuelto a encontrar ante la misma frontera de contrastes. En mi pasaporte, perdido entre un montón de sellos y visados, un sello mal puesto y casi sin tinta es el único testigo mudo de que he sido merecedor de pasarla. Mi único mérito, haber nacido en un país europeo, ser ciudadano de primera entre los cientos que se agolpan para pisar las calles de Melilla, anunciada con pompa como Municipio Europeo, en un desafío geográfico y social que la hace para muchos aún más deseada.
El avance, lento, a través de esa línea que delimita dos mundos, línea que se engrosa cuando desde el mapa desciende a la vida real, busca respuestas en un interior que se llena de silencios, la mirada se pierde porque no quiere ver, tampoco puede creer, todas las vidas que caben en esa delgada línea que alguien dibujó en un mapa.
Enciendo la cámara del móvil, busco una fotografía que me ayude a recordar, más bien a creer que lo sentido era real, pero cuando veo la imagen en la pantalla no tengo fuerzas para darle al pulsador, el dedo, y la conciencia, cierran la aplicación y llevo el móvil al bolsillo, como si con ese gesto pudiera borrar la vergüenza que siento por ser merecedor de un sello que me permite cruzar fronteras sin que nadie me ponga vallas.
Cuando cierro los ojos ya no es silencio lo que encuentro, son palabras, gestos, argumentos…, que vomitan desde la seguridad de su ciudadanía de primera muchos que se dicen cristianos, que llaman a defender un estilo de vida europeo, que sacan a la calle banderas con nuestros valores, que engañan cobardemente y con mentiras a los débiles de corazón, para decir que esas fronteras son la garantía de nuestra seguridad y hay que mantener fuera de ellas a quienes no la merecen. Quienes cierran las fronteras al diferente, al que no ha nacido aquí, no tienen escrúpulo en cerrarla al mismo Cristo.
Ese espacio de indignación que va creciendo dentro de mí encuentra ahora los ecos de mensajes que algunos amigos me compartían días atrás: la cruz de Lampedusa, enviada por el papa Francisco para sensibilizar sobre el drama de los migrantes, y que recorre en estas fechas algunas ciudades de Andalucía, también encuentra puertas que se cierran, alambradas que no se abren, mentes que empequeñecen; en Málaga, me cuentan, solo un colegio cristiano la ha recibido, el de las trinitarias, de FEST, parece que en el resto tenían mucho jaleo con preparar las celebraciones de Navidad (¿Es posible que haya leído algún evangelio en estos días en el que Jesús, aún niño, y sus padres se convierten en migrantes y cruzan fronteras?); en la diócesis de Almería interpretan que aceptar la cruz de Lampedusa es «meterse en política» y, por tanto, no es aceptada, no conviene ponerse a mal con quienes vienen prometiendo defender nuestros valores y derechos.
Abro los ojos y la cámara del móvil al mismo tiempo, esta vez sí, tengo que hacer esa fotografía, la necesito para que mi oración no se desencarne, para que mis palabras no se melancolicen, tengo que seguir encontrando motivos para borrar fronteras.
