Cruzar fronteras

He cruzado fronteras de todo tipo. Algunas ya no existen, quedaron diluidas por decisiones políticas o fueron derrumbas por revolucionarios que no querían seguir pintando mensajes de esperanza en sus muros de hormigón. Otras se levantaron nuevas, con vallas cargadas de odio y deseos de separar. También he cruzado fronteras invisibles, marcadas por la cultura o la religión, que imponen criterios para ayudar a las mentes vagas a discernir lo «nuestro» de lo «otro», y acaban haciéndonos creer que es lo «nuestro» lo que nos salva y nos hace superiores.

He aprendido que cada frontera es un convencionalismo que nos limita, y también que buscamos esos límites para hacernos gigantes y llenarnos de verdad, porque sin esa verdad nos sentimos perdidos. Reconozco que a veces yo mismo me he sentido seguro a «este lado» de muchas de esas fronteras, y he mirado con cierta condescendencia a quienes habitan el «otro lado».

Hace unos días, en la frontera de Melilla, de madrugada, miraba incrédulo desde el lado marroquí las luces navideñas que se extendían al «otro lado», una ola infinita que llenaba de claridad la larga avenida melillense y anunciaba la alegría navideña, e invitaba a surfearla para sentirse parte del mundo que celebra, consume, festeja y felicita. Las altas vallas y las concertinas convertían en verdad lo que estaba pasando al «otro lado».

Desde «mi lado», costaba hacer la vista a tanta claridad; Beni Enzar no tiene luces, no celebra la Navidad, las pocas farolas que funcionaban no eran rival para la competidora europea del «otro lado». Y en esa penumbra pude distintiguir a cuatro adolescentes, estaban a pocos metros de mí, silenciosos, con la mirada perdida en el «otro lado». Cada poco cerraban los ojos, seguramente dejando que las luces grabaran sus sueños. ¿Por qué no?, les imité, hice lo mismo y me dejé llevar, cerré los ojos y recordé todo lo que esas luces representaban para mí, personas, esencias, recuerdos… Y cuando abrí los ojos, los cuatro adolescentes ya no estaban. Pude adivinar sus sombras trepando al contenedor metálico de un camión que se disponía a cruzar la frontera.

Me sorprendí musitando una sencilla oración para que no los descubrieran, y que ese camino de luz les llevara realmente lejos de la miseria en la que se estaban haciendo viejos, que sus sombras se hicieran realidades de color en lo nuevo que soñaban, a pesar de las emboscadas que traería a sus vidas. Mi sonrisa, como mi esperanza, duro muy poco, apenas unos minutos, lo que tardaron en regresar a «este lado», pateados y expulsados de la tierra prometida de luces infinitas. Pasaron a mi lado, y a pesar de sus brazos caídos y de los jirones en la ropa, adiviné el reflejo de las luces en sus ojos. Es lo que tienen las fronteras, no podemos simplemente contemplarlas, nos invitan a cruzarlas, a sentir que estamos en el «lado» verdadero, y que el «otro lado» es un sinsentido de claroscuros y miserias.

He cruzado muchas fronteras, y lucho cada instante para derrumbarlas, para que nadie me juzgue, ni a mí ni a otros, por ese muro que separa, para que los convencionalismos no se lleven a jirones ni mi fe ni mi sentido de la vida.

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